Entre la vida y la muerte
Por Rubén Revello Para LA NACION
La eutanasia (del griego "eu-", buena; y "thánatos", muerte) es un término ambiguo, que originalmente hacía referencia a morir en paz con Dios, con la propia conciencia y con los demás. Hoy, el término fue cambiando su significado para referirse más específicamente a "las acciones u omisiones que buscan causar la muerte de un ser humano, con el fin de eliminar cualquier dolor".
A partir de esa definición se sigue que la eutanasia, en realidad, supone eliminar deliberadamente a un semejante (algo sobre lo cual Hipócrates advertía a sus discípulos en su famoso juramento: "Jamás, movido por la insistencia de alguno, prescribiré medicamentos que puedan ser letales, ni cometeré actos semejantes").
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En el contexto emotivista de nuestra cultura contemporánea no es raro escuchar algunas voces, que detrás de una aparente tolerancia, justifican tomar medidas tan dramáticas como matar o dejar que alguien muera, pensando que esto es un gesto compasivo.
Esta postura no considera los probables abusos en los que se puede caer, así como tampoco la probabilidad de que quien pide tales medidas extremas se halle condicionado en el ejercicio de su libertad por el dolor o por el miedo a enfrentar una situación particularmente difícil, lo cual lo llevaría a adoptar medidas irreparables.
También influye en esta postura el comprensible temor a los abusos médicos, o encarnizamiento terapéutico, como se lo conoce en términos bioéticos. Este consiste en prolongar la vida por medios artificiales y desproporcionados.
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Hoy, los avances científicos han logrado producir toda una aparatología de alta complejidad, que puede reemplazar funciones vitales fundamentales como la respiración, la circulación o el filtrado renal.
El recurso a estas técnicas, sumamente útiles en ciertas circunstancias coyunturales, pueden llevarnos a un uso desproporcionado de estos recursos, prolongando la vida del paciente más allá de sus probabilidades de recuperar las funciones vitales.
En cuanto al uso de medios artificiales desproporcionados, afirma la Congregación para la Doctrina de la Fe que "también es lícito interrumpir la aplicación de tales medios cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en ellos. Pero al tomar una tal decisión deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de médicos verdaderamente competentes".
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El caso de Terri Schiavo es muy distinto. Ella no necesita recurrir a medios artificiales desproporcionados, pues su organismo mantiene intactas las funciones vitales. Sólo requiere lo mismo que cualquier organismo vivo -aún el nuestro- necesita: agua y alimentos, los cuales, en su caso, le llegan por una sonda nasogástrica. Negárselos es tan cruel como condenarla a morir de sed y de hambre. Algo inconcebible en pleno siglo XXI.