En un mundo hostil, la clave es encontrar alguien que comprenda
Así como en la familia Skywalker "la Fuerza" está presente con una desmesura inédita, me animo a confesar que lo mismo sucede en la mía con el síndrome de Asperger. Eso sí: en nuestro caso la generación "Aspie" vive, convive y se lleva bastante bien. Y no se insinúa parricidio alguno, como sucede en la saga de Star Wars.
Es más: portamos el sello Asperger mi mujer, Flora; mi hijo Federico, y yo, pero con el tiempo hasta Máximus, el siamés de Fede, y Napoleón, el caniche de Toia, mi hija menor, se integraron plenamente a nuestro universo en el que el bochinche es una penuria y la soledad compartida, una bendición.
Como ocurre con numerosas cuestiones en nuestros días, el síndrome de Asperger es más conocido y hasta se ha vuelto célebre por el protagonismo que le dieron la TV y el cine que por el verdadero significado que tiene este trastorno del espectro autista (TEA). En los Estados Unidos, sitcoms, series y películas van sacando del misterio al síndrome y al médico austríaco que lo investigó, a mediados del siglo XX: Hans Asperger.
En nuestro país, en cambio, esa misión a menudo corre por cuenta de madres al borde de ataques de nervios o presas de euforias que enchastran foros de Internet y grupos de cotilleo escolar.
Vuelvo a Hans: nació el 18 de febrero de 1906 en una granja cercana a Viena. Creció sin amigos y con persistentes dificultades para relacionarse con sus compañeros de escuela y parroquia. Tenía un vocabulario muy amplio, formal y preciso; quirúrgico, a menudo. Disfrutaba citándose a sí mismo y con frecuencia se autorreferenciaba en tercera persona.
Estudió medicina general y, apenas recibido, lo atrapó la pedagogía curativa. En 1943, empezó a tratar a cuatro chicos de entre seis y 11 años. El cuarteto compartía una serie de características bastante particulares: "Ausencia de empatía, incapacidad para establecer relaciones sociales o crear vínculos de amistad, trastornos del contacto visual, gestualidad marcada, conversaciones solitarias, dedicación intensiva a un área concreta de interés y trastornos motores".
Descubrió, también, que poseían un conocimiento profundo y detallado de los temas que les interesaban. A la altura de un profesional de las materias en cuestión, a pesar de su corta edad. Por eso, los llamó "los pequeños profesores". En 1945 hizo pública su tesis doctoral a través de un artículo titulado Los psicópatas autistas de la infancia.
No cayó bien; se lo denostó sin eufemismos y algunos colegas se burlaron, porque no consideraban rigurosa ni abarcativa una investigación basada solamente en cuatro casos. Tampoco fue el único ataque que sufrió: faltaba poco para el fin de la guerra cuando fundó una escuela para chicos con psicopatía autista, secundado por la religiosa Victorine Zak. Pero los aliados bombardearon el lugar, mataron a la monja y a algunos pacientes, y destruyeron gran parte del trabajo del médico.
Un texto maldito
Asperger murió en 1980. Nadie supo entonces que, por ejemplo, cuando los nazis esterilizaban y asesinaban a las personas con alguna discapacidad intelectual o a las que simplemente consideraban socialmente diferentes Asperger se atrevió a defender públicamente a los pequeños profesores. "Estoy convencido de que los autistas tienen su lugar en el organismo de la comunidad social. Cumplen bien su papel, quizá mejor que muchos. Les hablo de aquellos que en su infancia tuvieron dificultades enormes y causaron indecibles preocupaciones a sus cuidadores. Por eso, si reciben orientación psicopedagógica adecuada, sus habilidades especiales se desarrollarán, permitiéndoles vivir en plenitud y ser exitosos".
En 1981, la doctora Lorna Wing -británica y con una hija autista- descubrió aquella investigación maldita y la resumió en una publicación titulada: El síndrome de Asperger: un relato clínico. Wing repetía que era posible que la especie humana evolucionara en dirección a la obtención de más rasgos autistas, porque eran muy útiles en las ciencias y en las artes, por ejemplo.
En 1991 se hizo la primera traducción fidedigna de la tesis del austríaco. En 2006 fue el año del síndrome de Asperger, al cumplirse el centenario del nacimiento del querido Hans. Desde 2007, el 18 de febrero se conmemora el día internacional de este síndrome.
A mediados de marzo de 2011, tras innumerables peripecias, le diagnosticaron el síndrome a mi hijo Federico, de 12 años. Unos días después, a mí, de 58.
La revelación me ayudó a comprender tantos episodios imborrables de mi vida -los "aspies" tenemos una memoria tenaz- y me empujó, además, a bucear en el mundo Asperger sin pausa y a divulgar las características de este universo en los programas de radio de los que participo. Es más: escribí, dirigí y protagonicé un unipersonal, que bauticé Asperger, en primera persona, que representé en el teatro Güemes durante el verano de 2013. No fue un éxito de taquilla, pero nos nominaron para los premios Estrella de Mar.
En la función de despedida, toda una fila de la sala estaba ocupada por Ana Di Iorio, la psicóloga de Federico, el equipo de profesionales que la acompañan en su instituto, mi hijo, compañeros suyos y padres de esos chicos.
Al finalizar, Fede subió al escenario y nos abrazamos; aprovechó para decirme al oído, "papá, hiciste chistes muy graciosos". Enseguida, nos perdimos entre bambalinas mientras en la sala lloraban y reían hasta las acomodadoras. Y nosotros también.
La emoción
Ahora, Federico está por terminar el secundario y estamos viviendo estos últimos meses con ansiedad. El ciclo escolar fue muy difícil porque los problemas empezaron en el jardín de infantes, se agudizaron en la primaria y con el diagnóstico, se sumó a su banco y a sus recreos una acompañante terapéutica. Prácticamente no tiene amigos, pero sus compañeros lo aprecian y él afirma que los extrañará cuando vaya a la facultad.
Pese a que el mundo se volvió muy hostil para todos, y qué decir para los Asperger, encontramos un colegio que lo contiene a él y a otros chicos diferentes, el Naciones Unidas.
Y con él se repite el fenómeno que me acompañó durante mi vida: la presencia de alguna persona que sin saber nada de Asperger, por intuición o empatía, está de tu lado, especialmente cuando todo parece perdido o a punto de estallar. Para mí, fue mi maestra de primero superior, mis compañeros de banco en el primario y secundario, mi profesor de nutrición animal, en la facultad; un puñado de jefes y compañeros de LA NACION, diario que me incorporó tras un examen; las conductoras de los noticieros de los dos canales de Mar del Plata que me alojaron en su programa de radio y el dueño del teatro Güemes.
Para Fede, la lista es mucho más corta; por su edad, claro, y porque, como dije, el mundo se volvió muy hostil. Pero allí están los docentes del colegio, sus compañeras Mica y Mili, los muchachos del grupo Asperger de los miércoles y todos los días, todo el día, su madre.
No somos tantos, es cierto, pero finalmente nos hemos convencido de que Asperger es un don; agridulce, es cierto, pero un don al fin.
El autor es periodista
Oscar E. Balmaceda
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