En primera persona. La otra pesadilla: enfermarse en plena pandemia y no tener síntomas de coronavirus
Después de seis días de fiebre, ese sábado ya no tenía ganas de levantarme y decidí ir a la guardia. Me sentía cada vez más débil, pero me resistía a hacerlo. Tenía miedo de morir en soledad. En mi cabeza guardaba las imágenes de los hospitales de Europa, gente a la que ingresaban, aislaban y moría sin despedirse de nadie. Como no había alcanzado los 38 grados y no tenía ningún síntoma de coronavirus, había preferido esperar.
Fui manejando mi auto para convencerme de que volvería a casa. La tarde estaba soleada y la ciudad se veía vacía. Avenidas sin autos, negocios cerrados, calles despobladas. Desde que empezó la cuarentena, salir a la calle me recuerda la amenaza científica de mi infancia: una bomba de neutrones era capaz de aniquilar a toda la humanidad pero dejaría intacto al planeta. Nos auguraban un porvenir desahuciado.
Llegué a la clínica con el barbijo puesto, guantes descartables y el cabello atado. No había nadie, solo el personal de salud y los guardias de seguridad. Todos me miraban con miedo y desconfianza. Los pisos brillaban porque nadie los pisaba y las columnas metálicas le daban más frío a ese ambiente distópico con olor a alcohol. A través de un panel de acrílico le describí mis síntomas a una enfermera. Cuando tuve que explicarle a la médica de guardia lo que me pasaba, elegí usar la palabra "febrícula" porque sentía que disminuía la gravedad del asunto. La alarma se encendió igual y se disparó el protocolo de atención por coronavirus.
Me aislaron en un consultorio improvisado para la pandemia y mi pesadilla se hizo realidad: ya no podría salir de allí. Análisis de sangre, radiografía, ecografía. Todo se hacía dentro de un cubículo de dos metros cuadrados, que tenía una camilla, un tubo de oxígeno, un teléfono, una mesada y un tensiómetro. Cada análisis requería un protocolo: los técnicos entraban vestidos como astronautas, con barbijos, guantes y camisolines que se apilaban en un cesto al lado de la puerta, donde los arrojaban, antes de irse, con un gesto de hartazgo. Evitaban hablar conmigo y yo tampoco lo intentaba.
Después de dos horas en soledad, usé el teléfono que me habían indicado como único medio para comunicarnos y les pedí agua. Ya empezaba a sentir ese diario temblor febril de las 18 y a tiritar de frío. Media hora más tarde, vino a verme la médica, pero sin el agua. Sacó su termómetro digital y esperó en silencio el resultado.
-Tenés 35,5. No tenés fiebre -sentenció.
Guardó el termómetro en el bolsillo superior de su ambo y antes de que cerrara la puerta, le recordé que tenía sed. Al rato, alguien dejó una botella de agua mineral en el piso y alcancé a decirle gracias pero no sé si me escuchó. Cada vez con más escalofríos, me abrigué con la camisa que llevaba puesta y me acosté en la camilla pensando por qué no volvían a usarse los termómetros de mercurio. Nadie en esa clínica pensaba en otra cosa que en el coronavirus. No me habían revisado para ver qué otra enfermedad podía ser y después de decír "febrícula", nadie más me escuchó. Cerré los ojos y ocupé mi mente con la imagen de una playa que me había llegado por WhatsApp esa mañana. Un amigo me recordaba ese lugar donde habíamos remado hace unos años y a mí me parecía de un siglo atrás. Escuché con mi imaginación el ruido del mar, sentí el viento en mi cara y me escapé hacia allí.
Ningún indicio
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando me despertó el teléfono. Me avisaron que los análisis estaban listos y me daban el alta porque no había ningún indicio de coronavirus.
-Tenés las enzimas del hígado muy elevadas y el bazo inflamado, pero eso lo tendrás que hacer ver cuando puedas -dijo la médica.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando me despertó el teléfono. Me avisaron que los análisis estaban listos y me daban el alta porque no había ningún indicio de coronavirus.
Me resultó ilógico que no prestaran atención a eso, pero solo quería irme de ahí. Eran las 21, había pasado seis horas aislada y solo quería acostarme a dormir en mi cama.
La fiebre y la debilidad aumentaron durante los siguientes tres días y le leí los resultados a una amiga médica que seguía mi estado por teléfono.
-Tenés que volver y decirles que hay otras enfermedades además del Coronavirus. Tu hígado está mal y el bazo inflamado. Pueden ser muchas cosas.
Vivirlo otra vez
El martes decidí volver. Armé un mochila con un libro, el cargador del celular, una manta para abrigarme, mi termómetro de mercurio y regresé a lo que recordaba como lo más cercano al infierno. El ritual se repitió y me metieron en el mismo cubículo de aislamiento. La única que había cambiado era yo, que estaba más preparada para todo lo que iba a vivir otra vez. Me atendió una médica diferente, más amable y atenta a lo que le conté. Hizo algo que está en los manuales de la medicina tradicional: me revisó. Recorrió mi cuerpo parte por parte, buscando confirmar lo que yo le había informado
-Quédate tranquila, vamos a hacer los análisis que te tendrían que haber hecho el sábado. Es que el Coronavirus no deja pensar -dijo con discreción.
Me acosté en la camilla que ya me resultaba familiar y me concentré en leer. Cada tanto, escribía mensajes a mis hijos y a mi amiga, para ir contándoles lo que iba pasando. La comodidad que sentía ese día me hizo pensar en lo rápido que nos acostumbramos a todo, incluso al aislamiento. Una técnica entró envuelta en plástico, de los pies a la cabeza. Traía siete tubos de ensayo rotulados en una bandeja (los conté mientras me extraía la sangre). Al rato, otra técnica vestida de blanco y un barbijo muy grande que le empañaba los anteojos, trajo cuatro hisopos muy largos.
-Te vamos a testear para el Coronavirus -me adelantó, sin mucha más explicación.
Supuse que esta vez querían analizar hasta lo que creían o no posible, para redimir los errores del sábado. Podía sentir el miedo que tenían todos los que se contactaban conmigo. ¿En cuántos lugares estará pasando lo mismo?, pensé. ¿Cuántas enfermedades no se están detectando? ¿Cuánta gente no se acercará a las guardias por miedo a que le pase lo mismo que a mí o a contagiarse?
Desde mi camilla escuchaba todo lo que sucedía en los consultorios vecinos que también se usaban para aislamiento. Un padre con un bebé afiebrado que lloraba rogaba que dejaran entrar a la madre.
Después de tomar mucha agua (esta vez había traído una botella de casa), pedí ir al baño. Creo que ese momento fue en el que sentí con más intensidad la sensación de ser peligrosa para la humanidad. Por protocolo, me tenían que acompañar y esperar dos enfermeros. Caminaban conmigo, uno delante y otro detrás, manteniendo una distancia de dos metros.
-Cuidado, es un Covid -le decían a todo el que nos cruzábamos.
Me indigné, se los dije y me pidieron disculpas.
-Es el protocolo, señora -dijeron.
Todo está tan automatizado que me compadecí de ellos. El protocolo es lo único que les da seguridad ante tanta incertidumbre. Durante esas horas, desde mi camilla escuchaba todo lo que sucedía en los consultorios vecinos que también se usaban para aislamiento. Un padre con un bebé afiebrado que lloraba a los gritos rogaba que dejaran entrar a la madre para amamantarlo. En otro consultorio, una adolescente se puso a llorar de angustia y pedía que dejaran entrar a su novio para que la acompañara. Nadie quería hacerse responsable de esas decisiones. Los enfermeros discutían en su oficina, hasta que una de ellos se impuso sobre los demás y dispuso que había que dejarlos entrar.
Eran las 18.30 y hacía tres horas que estaba ahí. Tocaron la puerta y entró un médico que nunca había visto. Con un guardapolvo blanco y un barbijo muy sencillo, me saludó con amabilidad, se presentó como el jefe de guardia y se acomodó como para tener una larga charla conmigo. Me explicó en detalle todo lo que habían hecho y las razones científicas que lo justificaban. Evitó hablar de los errores del sábado y me adelantó su diagnóstico.
-Posiblemente, esto sea una mononucleosis.
Lo que hubiera sido una mala noticia antes de la pandemia fue un alivio en ese momento. Tenía un diagnóstico presuntivo y otros en estudio. Volvería a mi casa y en tres días debía regresar porque estarían los resultados. Antes de irse, con el mismo tono académico, me adelantó que iba a tener que esperar la ambulancia por el protocolo. Me quería ir en ese momento, pero me resigné y me acosté en la camilla a esperar.
La previsión de llevar el cargador del celular no sirvió, porque los enchufes no eran compatibles. Me salvó llevar un libro porque tuve que esperar tres horas más hasta que llegara la ambulancia. Una nueva procesión de enfermeros, guardias de seguridad y ambulancieros me acompañó a la salida. Con un nuevo camisolín, guantes y barbijo que me dejaron entreabriendo la puerta, me volví a vestir y esta nueva comitiva me acompañó hasta el estacionamiento.
El camillero se adelantó y abrió las puertas de la ambulancia. Me ofreció su mano para ayudarme a subir, con una sonrisa y una gentileza tan humana, que me hizo pensar que, tal vez, la pesadilla había terminado.
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