En primera persona: frío, encuestados amables y hasta un regalo, la experiencia de una censista en las calles de la zona norte
Algunos vecinos la recibieron desde las rejas de las casas; otros, en cambio, la hicieron pasar y la invitaron con un café
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La cita es a las ocho de la mañana. El lugar, una escuela privada en Florida, Vicente López. Las calles están vacías y el silencio de esta mañana solo se interrumpe por las risas de grupos de censistas, en su mayoría jóvenes que esperan con ansiedad que la escuela abra.
El clima es algo festivo, como el de los días de elecciones. Hace frío, todos llevan mucho abrigo y el paisaje está salpicado de gorros de colores. Para muchos de los que estamos ahí, es la primera experiencia, pero para otros, como Natalia, la novedad solo está en la digitalización del proceso. De boina negra y labial fucsia, ella me cuenta que es su tercer censo y que el fin de semana pasado recorrió su zona para presentarse a los vecinos. “Es dar un servicio al país”, señala.
Las puertas de la escuela tardan en abrir, porque hay demora en la carga de datos en el sistema. Hace más de un mes que me convocaron y, desde ese momento, el jefe de nuestra región nos capacitó por WhatsApp con información diseñada por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec). Videos y documentos explicaron de forma clara y detallada cómo hacer nuestro trabajo.
Cuando finalmente entramos al establecimiento, nos entregan una bolsa con los materiales: planillas, alcohol en gel, lápiz, sacapuntas, goma de borrar, una pechera y una credencial para identificarnos. Desparramados en sillas, escalones y en la alfombra, el salón de actos de la escuela se convirtió en una aula, donde todos parecíamos alumnos escribiendo a mano sobre nuestras planillas. A mi lado, Valeria, una estudiante de Sociología, responde dudas a todos los que están cerca y me explica la importancia que tiene este censo para ella y para el país: “Esta información es muy importante para el diseño de políticas públicas”.
La primera en salir censar recibe un aplauso. Son las 9.30 y las calles se pueblan de personas con chalecos blancos que tocan timbres. El sol calienta lentamente el aire y camino, cargada de los artículos, hacia la zona que me corresponde. De un hombro cuelga mi cartera y del otro, la bolsa con los materiales. Tengo que censar tres cuadras y me alivio al ver que son todas casas.
Las camionetas policiales recorren la zona a baja velocidad y hacen sonar su bocina para saludar a los censistas. Llego a la primera casa, me paro frente a la puerta. En una mano tengo el celular y en la otra, el lápiz. No sé cómo organizarme. Apoyo las planillas en el umbral, toco timbre y empiezo a completar los datos. El viento frío me hace temblar un poco y se me desequilibra la montaña de papeles que sostengo como puedo. Se vuela el mapa, mientras que escucho un ruido a llaves. Se abre la puerta y se acerca al umbral un hombre joven, con una sonrisa y un papel en la mano. Es mi primera familia y siento una terrible responsabilidad en lo que estoy por hacer. Me muestra el código del censo digital. “¿Está bien así? ¿Querés mi DNI?”, me interroga.
Él duda. Yo también, pero la aplicación me confirma con una luz verde que todo está bien, que siga con la próxima casa. Quedan 28 más. ¿Serán todas así de fácil? Se repite la experiencia en las siguientes y preveo que en menos de dos horas tendré todo terminado. Pero no, a mitad de cuadra una mujer joven, con cara de cansada y algo resfriada, me pide disculpas por no haber hecho el censo digital y me invita a pasar y tomar un café mientras lo completa. Al principio me rehúso, pero luego acepto. Además de ser el café más rico en mucho tiempo, en mi memoria, aparece una imagen de mi adolescencia y otra censista, muchos años atrás, tomando café con mis padres en el living de mi casa.
Me despido y sigo. Algunos me atienden desde sus puertas, otros desde las rejas de sus casas. Pero no pasan muchos minutos para que me ofrezcan agua, café o facturas. Algunos, hasta me agradecen lo que hago y una señora me regala unas almendras bañadas en chocolate.
En ciertos lugares, me están esperando y los escucho desde la vereda. Me despiertan una sonrisa y otra vez aparece la nostalgia de censos pasados, otras familias que también esperaban con emoción a esa persona que las iba a registrar en el mapa poblacional del país y les confirmaría un sentido de pertenencia.
Solo en dos casas más me piden que complete las planillas en forma manual. En una, me invitan con otro café; en la otra, una pareja de 90 años prefiere la conversación tradicional. Ante la gran novedad de este censo que fueron las preguntas de identidad de género y de autorreconocimiento indígena o afrodescendiente, las respuestas fueron respetuosas y con cierta sonrisa de asombro y aceptación a la vez.
Regreso a la escuela cuatro horas después, con una alegría interior difícil de definir. Entrego las planillas, cierro la aplicación y siento, como Natalia, que pude dar un servicio al país y reconocerme en cada argentino que visité. Me voy caminando bajo el sol del mediodía mientras disfruto de las almendras con chocolate más ricas del mundo.
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