En los paradores de los sin techo, un reto para los Espartanos
La fundación que promueve la práctica del rugby en las cárceles está logrando reducir los niveles de conflictividad que imperaban en los refugios para la población en situación de calle
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Para la gente que vive en la calle, el gobierno porteño tenía una solución y un problema. La solución: los refugios o paradores (32 en toda la ciudad). El problema: los refugios o paradores; la convivencia allí se tornaba tan difícil que a menudo para controlar los desmanes había que llamar a la policía.
Incluso, muchos de los que llegaban a esos Centros de Inclusión, donde se les da techo, cama, baño, comida, atención médica y actividades recreativas, preferían volver a la calle porque el lugar terminaba siendo aún más tóxico que el desamparo de una plaza o una vereda. Acostumbrados a la soledad y la independencia, a ser dueños de sus vidas aun en esas condiciones críticas, lo habitual es que les cueste socializar, ajustarse a horarios, obedecer indicaciones. Arreciaban las peleas y los robos, signados, además, por la droga y el alcohol: la gran mayoría son adictos.
Incluso, muchos de los que llegaban a esos Centros de Inclusión, donde se les da techo, cama, baño, comida, atención médica y actividades recreativas, preferían volver a la calle porque el lugar terminaba siendo aún más tóxico que el desamparo de una plaza o una vereda
La pandemia vino a agravar ese panorama. Por el cierre del comercio y de oficinas, con calles vacías, los llamados “sin techo” estaban todavía más desprotegidos y muchos aceptaron ir a un parador (en las periódicas rondas para invitarlos, solían resistirse). La población de los refugios pegó un salto: pasó de 1000 a 1500 personas. A la ya de por sí difícil convivencia se le sumó el riesgo del contagio y una batería de protocolos.
“De un día para otro tuvimos muchísima gente y eso complicó todo”, dice la ministra de Desarrollo Humano y Hábitat de la Ciudad, María Migliore.
Había que lograr que la solución del problema dejase de ser otro problema. La cuestión se resolvió por una vía nada convencional. Migliore recurrió a la Fundación Espartanos, que promueve la práctica de rugby en las cárceles como escuela de valores e instrumento de transformación personal. Tras recuperar la libertad, cientos de Espartanos han logrado reinsertarse en la sociedad y hoy trabajan en empresas y organismos públicos, empleos que la propia fundación les busca. Si el índice de reincidencia en el delito oscila –según las fuentes– entre el 50 y el 70%, en el caso de los Espartanos cae a menos del 5%. El modelo ya se extendió a 68 unidades de 21 provincias y a varios países.
Hacia la reinserción
Migliore pensaba en el aporte que podrían hacer esos jóvenes de carácter templado en el rigor de las cárceles, que no se amedrentan ante el conflicto y que, además, necesitan trabajar. Habló con Eduardo “Coco” Oderigo, el creador de Espartanos, y con Dolores Irigoin, directora ejecutiva de la fundación, y acordaron el plan: llevar a los refugios como colaboradores, contratados por el gobierno porteño, a esos exconvictos que gracias al rugby y a un trabajo de reeducación dieron un vuelco en sus vidas.
Enseguida, el vuelco se produjo en los paradores: la conflictividad empezó a caer drásticamente. “El trabajo que hicimos con Espartanos –dice Migliore– nos ayudó a construir una mejor convivencia, que haya menos conflictos y más armonía en los vínculos. Pudimos encarar nuevas dinámicas y actividades vinculadas al deporte para acompañar mejor el camino de reconstrucción de las personas”.
Primero se incorporaron seis Espartanos al refugio de Parque Avellaneda y, paulatinamente, 13 más, distribuidos en tres centros; la mayoría, en el de Parque Roca, el más grande de la ciudad.
Primero se incorporaron seis Espartanos al refugio de Parque Avellaneda y, paulatinamente, 13 más, distribuidos en tres centros; la mayoría, en el de Parque Roca, el más grande de la ciudad. “Buscamos el perfil adecuado: los que tuvieran más paciencia, conducta y fortaleza –describe Irigoin–. Fuimos aprendiendo y las cosas se dieron muy bien, dentro del contexto de los centros, que no es fácil. Un Espartano una vez les dijo: ‘Ustedes deberían valorar lo que tienen acá. Yo en mi casa no tengo ni este techo, ni estos baños, ni el puchero que a ustedes les dan’”.
LA NACION recorrió esta semana el Centro de Inclusión de Parque Roca (Villa Soldati, al sur de la ciudad), donde actualmente viven cerca de 400 personas que estaban en situación de calle. Se usan como refugios enormes instalaciones que fueron construidas para los Juegos Olímpicos de la Juventud, en 2018. La mayor está dividida en tres sectores, cada uno con sus camas, separados por altos tabiques de madera: para familias, hombres que están en un aislamiento preventivo de 10 días y los que ya pasaron por esa etapa. El promedio de edad, sin incluir a los chicos, está entre los 30 y los 35 años. Otros centros agrupan a gente mayor. En el hall de entrada hay una mesa con personal de la salud.
Por día se distribuyen las cuatro comidas. Aunque los techos son muy altos, el lugar está calefaccionado y, por protocolo, ventilado. Durante la recorrida, todo parecía estar en orden: algunos conversaban, otros tomaban la merienda, otros dormían y, afuera, unos pocos se entretenían con una pelota de fútbol. Nada que ver, dicen, con el convulsionado clima que se vivía allí un año atrás, si bien cotidianamente surgen discusiones y hasta agresiones.
Mundos parecidos
Diego Gómez, de 36 años, es uno de los Espartanos que trabaja allí. Cuando lo convocaron, en enero, llevaba un año y medio en libertad. “Yo quería trabajar… Me llamaron una vez y después pasó un tiempo y me volvieron a llamar…”. Se quiebra y no puede seguir hablando. Baja la cabeza, llora. “A veces acá reniego, pasan muchas cosas… Pero me gusta ayudar. Eso lo aprendí adentro [en prisión]. Yo perdí a mi mamá, perdí un hijo, quiero ayudar”. Vuelve a quebrarse. “Tenés que estar preparado. El otro día una mujer dio vuelta una mesa. Hay gente que no está bien de la cabeza, pero lo nuestro es estar ahí”.
A su lado, Jonathan Coscia (28 años, en libertad desde hace cinco) habla de las dificultades con que se encuentran cotidianamente. “La gente viene de la calle, y dejar la calle les cuesta. Pierden su libertad. Yo estoy de noche, cuando llegan los nuevos. A veces, hasta 15 personas. Algunos llegan gritando, no se quieren bañar, no aceptan órdenes. Yo sé lo que sienten porque de chico viví muchos años en la calle. Intentamos convertirlos en líderes positivos y convencerlos de que pueden cambiar. Lo bueno es que venimos de mundos parecidos: nosotros los entendemos a ellos y ellos nos entienden a nosotros”.
"Yo sé lo que sienten porque de chico viví muchos años en la calle. Intentamos convertirlos en líderes positivos y convencerlos de que pueden cambiar. Lo bueno es que venimos de mundos parecidos: nosotros los entendemos a ellos y ellos nos entienden a nosotros"
Jonathan Coscia
César Gómez (39 años) tiene una vida tanto o más azarosa que cualquiera de las personas con las que hoy se encuentra en el refugio. A los 13 años ya consumía cocaína y salía a robar, a los 14 fue detenido por primera vez, después otras cuatro veces, hasta que en la Unidad Penal 48, de San Martín, conoció a los Espartanos y se convenció de que tenía que hacer un cambio desde la raíz. Cuando salió de la cárcel, en 2016, retomó la secundaria (“¡Me recibí hace tres días!”, festeja) y empezó a trabajar en una empresa de alimentación. Estaba bien, pero buscaba un cambio, algo que lo pusiera en contacto con gente a la que pudiera ayudar; de hecho, está por empezar la licenciatura en Trabajo Social. “Siempre me gustó trabajar con chicos, incluso trabajé con chicos discapacitados, y acá en el centro estoy en el sector de familias. A los pibes les hago hacer actividades recreativas y didácticas. Termino vinculándome muchos con ellos. Todos los días, cuando me voy, me abrazan y me dicen: ‘Por favor, quedate’”.
También los Espartanos necesitan asistencia para aprender a lidiar con la realidad que les toca enfrentar en los paradores. Una psicóloga habla con ellos todas las semanas. Lo llaman “apoyo emocional”. Fernando Casaravilla (25 años, desde hace dos en libertad) cuenta que, el año pasado, el robo de una remera generó una reyerta en cadena que parecía no terminar. “Volaban las camas por el aire y tuvo que venir la policía. Por suerte, hoy hay discusiones pero se arreglan hablando”.
Coordinador del sector de aislamiento de varones, Ezequiel Baraja (34 años, de los cuales 12 los pasó en la cárcel) dice que es peor vivir en la calle que entre rejas. “Cuando estás en la calle sos preso de vos mismo y te falta tanto lo material como lo afectivo. No tenés techo, ni comida, ni nadie que te contenga”.
"Cuando estás en la calle sos preso de vos mismo y te falta tanto lo material como lo afectivo. No tenés techo, ni comida, ni nadie que te contenga"
Ezequiel Baraja
Damián José Cano, cordobés, 30 años, era un “sin techo” hasta hace 7 meses. Su derrotero hacia ese abismo había empezado en abril del año pasado, cuando dejó un centro de rehabilitación para drogadictos porque había muerto su madre y quería volver a su casa. Pero ya regía la prohibición de circular y no lo dejaron entrar. Sin plata, tardó una semana para llegar a Once. Exhausto, se quedó dormido en un banco de la plaza, frente a la estación. Cuando se despertó le habían robado el bolso y el celular. “Estuve dos días sin comer, porque no sé mendigar”. Alguien le dijo que llamara al 108, la línea del Gobierno de la Ciudad para asistencia a personas en situación de vulnerabilidad social. Lo atendieron y le recomendaron que se presentara en Parque Roca.
“Entré acá y me llamó la atención la cantidad de gente. En Córdoba no es tan común vivir en la calle. Esa realidad me golpeó, me hizo recapacitar, poner los pies sobre la tierra. Llevo siete meses y puedo decir que esta es mi casa, porque encontré ayuda, tanto de la gente del gobierno como de los Espartanos. Estoy haciendo el bachillerato remoto y además si Dios quiere en poco tiempo me van a conseguir un trabajo. La verdad, me apegué a este centro y ya no quiero volver a Córdoba”.
Oderigo dice que los Espartanos ayudaron a poner orden y generar confianza en un lugar muy complejo, y que ahora, gracias a esa performance, han sido invitados a trabajar en institutos de menores.
Ayudar a otros
Más tiempo estuvo en el desamparo Cristian Ramírez (39 años, uruguayo). Un conflicto familiar, dice, lo dejó en la calle. “Andaba por todos lados, desde San Fernando hasta la avenida Corrientes, vagando… Vivía de changas y dormía donde podía. Un día me robaron todo: mochila, ropa, mi documento. Para peor, fue en plena cuarentena. Yo había venido a la Argentina porque este es el país de las oportunidades. Pero cada vez estaba peor. Tenía que hurgar en la basura en busca de comida. Dormía sobre un cartón. Un día llamé al BAP [Buenos Aires Presente, la línea 108) y al día siguiente pasaron a buscarme y me trajeron acá. Al principio me sentí raro, rodeado por desconocidos, pero encontré un techo, comida, baño, compañía. Hoy me gusta ayudar a otros. Me hace sentir útil. Ahora quiero reinsertarme en la sociedad. Ese es el panorama que me abrió este centro, aunque la convivencia no es fácil. A veces hay peleas por un pedazo de dulce”.
Oderigo dice que los Espartanos ayudaron a poner orden y generar confianza en un lugar muy complejo, y que ahora, gracias a esa performance, han sido invitados a trabajar en institutos de menores. “Cada vez que vengo a los paradores me reafirmo en que todos podemos hacer algo más allá de nuestro metro cuadrado. Como escuché por ahí, el idealista es el que comprende que su misión empieza donde su responsabilidad termina”.
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