En la villa 1-11-14. “Estamos acostumbrados a escuchar las balas, pero no a perder niños”, afirman vecinos conmovidos por un brutal crimen
Quienes viven en la zona viven con miedo de morir en una de las balaceras que suelen ocurrir en el barrio
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En la esquina de la calle 10 y Bonorino, en el barrio Padre Rodolfo Ricciardelli, conocido como la villa 1-11-14, en el Bajo Flores, los vecinos improvisaron un altar. Hay flores blancas, un pequeño pony rosa y chupetines sabor a frutilla. Son algunas de las cosas que le gustaban a Nayla Torrilla, una niña de cuatro años que el martes pasado fue asesinada en una balacera ocurrida en esa misma esquina.
El reloj marca las 17. Pasaron dos días desde que a las 22 de un martes como cualquier otro una de las al menos 32 balas que volaron por el aire terminó con la vida de Nayla. Los vecinos están impactados, pero no sorprendidos.
Están acostumbrados a convivir con el miedo a morir en cualquier momento como consecuencia de las habituales balaceras que irrumpen en medio de cualquier calle. Por eso se ven pocos chicos. Sus padres prefieren que se queden en sus casas para no correr el riesgo de convertirse en otra víctima inocente de la violenta trama que se teje en la zona.
Blanca Arce vive en el barrio desde 1995. Crió a sus dos hijas allí y no quiere irse, quiere que el barrio se transforme en un lugar mejor, pero dice que la situación está fuera de control. “Las balaceras son habituales, matan inocentes todo el tiempo, pero acá hay una criatura de cuatro años muerta. Se traspasaron todos los límites y se terminaron los códigos. Yo quiero que el barrio se transforme porque tenemos gente trabajadora y profesional. Basta de que los chiquitos estén en las piezas todo el día porque la gente tiene miedo de dejarlos andar por la calle”, dijo.
La palabra miedo se repite entre los testimonios de los pocos vecinos que se animan a hablar con la prensa. Además del pavor a morir por una bala perdida, está el temor a levantar la voz porque los “marcadores” están mirando todo el tiempo. Son personas que están dando vueltas permanentemente y que en cuanto ven periodistas, policías o presencias ajenas al barrio comienzan a silbar como una forma de aviso.
“Unos días antes de las fiestas ocurrió una balacera similar a la del martes. Primero se sintieron como pasos de caballos muy fuertes que se acercaban y después fueron como 20 minutos de balas. La gente se escapaba corriendo, fue una locura. Ese día no hubo muertos de milagro”, recordó con lágrimas en los ojos una vecina que pidió resguardar su identidad.
“Incluso ayer al mediodía volvió a haber otra balacera en la misma zona. No hay pudor. Acá ya estamos acostumbrados a escuchar las balas, pero no a perder niños”, sostuvo otra mujer que dice salir de su casa solo para ir a trabajar por el miedo a quedar entre medio de un tiroteo.
Ante los constantes robos y violentos ataques, hace diez días, un grupo de vecinos comenzó a patrullar las calles durante las noches. Empezaron siendo 30 personas, pero después del crimen de Nayla, ayer ya eran “miles”, aseguraron. Salen con palos de escoba y caminan entre los pasillos del barrio haciendo ruido, reclamando.
“Queremos seguridad, protección y justicia para nuestros muertos que quedan en el olvido”, dijo Arce.
Si bien fuentes de la investigación dijeron a LA NACION que todavía no se sabe si el móvil del ataque del martes pasado fue por una guerra narco, una disputa entre bandas de ladrones o un ajuste cuentas, lo que sí se sabe es que desde hace poco más de dos décadas, la 1-11-14 es una zona caliente del negocio millonario del narcomenudeo y que la guerra por el territorio y los ajustes de cuentas en el barrio 1-11-14 equilibran o alteran la tasa de homicidios en la ciudad de Buenos Aires: uno de cada seis homicidios dolosos en la ciudad se produjo en ese enclave del Bajo Flores.
De acuerdo a los vecinos, la presencia de la Gendarmería Nacional, encargada de la seguridad de la zona, no impide que ocurran los robos ni las balaceras. “No hacen nada”, aseguran.
En la parroquia Madre del Pueblo, ubicada a metros de la esquina donde Nayla perdió la vida, vecinos y familiares de la menor se encargaron de los preparativos para velar a la niña. Colgaron globos blancos, apoyaron una corona de flores sobre el piso, debajo de una cruz, y escribieron en una pizarra “Tu pasaje por esta vida fue breve, pero el amor que nos diste fue infinito. Descansa en paz con Dios. Te amamos, peque”.
Carmen Torrilla es la tía de Nayla. El martes ella escuchó los tiros y salió corriendo hacia la casa de su hermana. “Era una balacera bárbara”, recordó. Después de eso, sus recuerdos se vuelven difusos. “No se ni quién fue ni cómo fue, solo sé que cuando me enteré que habían baleado a mi sobrina agarré un remis y me fui al hospital volando”, dijo.
Nayla era la menor de la familia. Sus hermanas, Esmeralda, de ocho años, y Celeste, de diez, contaron a LA NACION que a la niña le gustaba jugar a la mancha y a las escondidas, cantar, bailar, mirar al dibujito animado Pepa y que su color favorito era el rosa.
“Todo el tiempo hay balaceras acá, estamos en una villa. El dolor que sentimos al ver a Nayla dentro de esa bolsa negra, chiquitita, no lo puedo explicar”, dijo Carmen, quebrada por la angustia mientras un grupo de chicos jugaba con uno de los globos blancos.
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