En la senda de Cervantes y Erasmo
Carlos Fuentes se despidió de este mundo y de la letra impresa con un balance de lecturas predilectas: La gran novela latinoamericana, presentado en la última Feria del Libro de Buenos Aires.
En ese panorama rico y complejo, quizá ningún nombre haga sentir tanto su falta como el suyo propio, autoexcluido por razones obvias. Sería difícil pensar la literatura hispanoamericana sin Fuentes. Los libros de su autoría, en casi todos los géneros, forman una vasta biblioteca.
La Edad del Tiempo es el nombre que eligió darle a su narrativa, organizada en quince tomos. Como Paul Ricoeur, Fuentes sabía que el relato es la forma del tiempo por excelencia. Que las ficciones son las que llevan al tiempo a sus límites con la eternidad y las que saldan, desde la imaginación creativa, las asignaturas pendientes de la historia.
"El pasado es nuestra agenda", supo decir. Especialmente la agenda de América latina, tierra de la utopía incumplida, que a través de sus artistas sueña el pasado y recuerda el futuro. Las tres modulaciones de la utopía latinoamericana son también los ejes constructivos y problemáticos de su obra monumental: el deseo de lo que es (realismo de Maquiavelo), el deseo de lo que debe ser (mundo ideal de Tomás Moro) y el relativismo crítico: la gran tradición de Cervantes y Erasmo, en la que sin duda se inscribió.
En la frontera de la historia y el mito, de la realidad y el sueño, de la política y la metafísica; en el cruce de lenguas y de culturas, en la narración que lleva inscripta su propia crítica, surgen obras como Terra Nostra (1975), Aura (1962) o Instinto de Inez (2001). Figura señera del llamado boom latinoamericano, llevó la historia local mexicana y la historia latinoamericana a una dimensión de alcances largamente internacionales.
La inolvidable Gringo viejo (1985), luego filmada con Gregory Peck, es una de estas novelas, que conjetura el final posible de Ambrose Bierce, dispuesto a justificar lo que le queda de vida comprometiéndose en los avatares de la Revolución Mexicana. O La muerte de Artemio Cruz (1962), donde el monólogo del moribundo retrocede en la memoria hasta su nacimiento como el hijo bastardo de Isabel Cruz, entre el pueblo al que alguna vez sirvió y al que ha dejado -junto con el amor? en el camino de la ambición.
Las solapas de sus libros resultaban insuficientes para dar cuenta de los premios recibidos. Sin embargo, siguió escribiendo. Sabía, como todo genuino artista, que no existen las obras acabadas. Que -según dijo el poeta Rabindranath Tagore- se nos irán los días afinando las cuerdas del arpa, sin haber encontrado la canción que vinimos a cantar.