Las historias de dos médicas, una docente, una enfermera, una psicóloga y una chofer de ambulancia son solo algunas que LA NACIÓN eligió para destacar su presencia, que muchas veces, como plantean organismos internacionales, no es reconocida
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Una médica que pensó en mudarse para no contagiar a su familia. Una chofer de ambulancia que, en el pico de la pandemia, decidió que, por prevención, su hija viva con sus abuelos. Esos son solo dos casos que ejemplifican lo que debieron enfrentar las mujeres que están al frente del combate del Covid-19. Se trata de médicas, enfermeras, docentes , psicólogas y choferes de servicios de emergencia que luchan, protegen y contienen en un situación sanitaria crítica. De manera presencial o virtual, cumplen, junto a sus colegas hombres, tareas esenciales. Sin embargo, como sostiene Phumzile Mlambo-Ngcuka, directora ejecutiva de ONU Mujeres, lo hacen con desventaja: “Ellas son las verdaderas heroínas de esta crisis, aunque no sean reconocidas como tales. Tenemos que seguir hablando sobre el papel que desempeñan, y poner sus esfuerzos al frente y al centro de la escena”, subraya.
En una vida transformada por la llegada del Covid-19, siete de cada diez trabajadoras experimentaron cambios negativos en sus rutinas, según los datos relevados por la firma inglesa Deloitte. De acuerdo con la investigación, la situación sanitaria derrumbó el equilibrio entre trabajo y vida personal, especialmente mientras hacen malabares con responsabilidades adicionales que ejecutan con empleos a tiempo completo.
Con este telón de fondo, que enfatiza la disparidad de género, un informe de Naciones Unidas y de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) mostró que en la Argentina, las mujeres representan el 70% de la fuerza trabajadora del universo social y sanitario. Frente a este dato, en el trabajo se indica: “Estas mujeres realizan una tarea esencial para la sociedad en el marco de fuertes desigualdades de género, económicas, laborales y profesionales que es necesario revisar con exhaustividad”.
Cuando mañana se conmemora el Día Internacional de la Mujer, LA NACION rescató seis historias de profesionales, que ante la adversidad logran reinventar sus trabajos y se desviven por prestar servicio al otro.
La médica que pensó en mudarse para cuidar a su familia
Roxana Marcos tiene 46 años y es médica clínica en el Hospital Médico Policial Churruca Visca. Durante los meses más crudos de la pandemia, coordinó una de las dos áreas de internación del centro. “Cuando el paciente requería intubación, recién ahí pasaba a Terapia. Todo lo anterior, lo atendíamos en medicina interna”, sostiene, y su voz comienza a quebrarse.
Acaba de dejar a sus hijos en la escuela luego de terminar una guardia que se extendió por unas 29 horas. Confiesa que, con los casos en disminución, logró recuperar ciertas tareas que no se relacionan solo con el Covid-19, pero todavía carga con todo lo que significó esa experiencia. “Fue y sigue siendo un desastre. Ahora, mermó la cantidad de casos, pero sigue siendo complicada la situación”, afirma.
Desde hace años, trabaja como encargada de medicina interna del turno tarde en el Churruca: “Siempre me gustó lo heavy”, justifica. Sin embargo, nunca imaginó enfrentarse a lo que ocurrió el año pasado. “Terminó siendo una hecatombe”, dice.
“No es solo el paciente que está grave y mal. Es el que está grave y mal, y es psiquiátrico; el que está grave y mal, y es un señor de 90 años que ni siquiera puede comer solo; es el que está grave y mal, tiene 29 años y lo tenés que trasladar a terapia, llamar a la madre y decirle que su hijo empeoró”, enumera.
Por temor a llevar el virus a su casa, donde viven su marido y sus dos hijos -Gaspar, de 12 años, y Manuel, de 7-, Marcos analizó alquilar un departamento de forma temporal. “En esto, juntos”, le dijo su pareja. “Fue, junto a mis pares, mi contención”, dice.
Marcos lo repite: sin su equipo, que comandó, nada hubiera sido posible. “Esas situaciones fueron muy complicadas y angustiantes para todos”, señala. Y confiesa que pasaron semanas de trabajo casi sin descanso hasta que su cuerpo le pidió, a gritos, un freno. Durmió casi 48 horas seguidas.
Hoy, en un escenario de mayor control, la médica vuelve a atender otras patologías. Recibió la vacuna Sputnik V, y espera que muchos otros sean inoculados para evitar una ola de internaciones graves ante una eventual segunda ola. “El día que no me conmueva un paciente, dejo la medicina. No me sirve, no va por ese lado. Esto va por hacer lo que nos gusta y tratar que se sienta bien el otro”, concluye
La educación, al hombro
“Fue una trompada”, describe Julia Elena Rançèze, profesora de Inglés en una escuela pública y en una privada de la ciudad, al recordar cuando se enteró de la suspensión de las clases presenciales por la pandemia. Los chicos no habían siquiera comprado el material de lectura, y tampoco tenían cómo: todo quedó cerrado. “Nos pusimos la educación al hombro”, enfatiza.
Sin una hoja de ruta muy delineada, empezó un proceso itinerante para diagramar cómo se darían las clases fuera del aula. “Lo más difícil fue estar adaptándose permanentemente a las distintas plataformas y recursos”, detalla. Y destaca que el aprendizaje se dio en conjunto con los alumnos.
Rançèze da clases a una decena de cursos secundarios. En total son casi 120 alumnos, a los, que ahora, ve tres veces por semana. Cuenta que el modelo de virtualidad exclusiva requirió la puesta en marcha de mecanismos de atención más individualizados, además de exigir altos niveles de contención para acompañar emocionalmente a los chicos a atravesar situaciones de angustia por el encierro y el aislamiento.
“Lo más triste claramente es el caso de los que perdieron la escolaridad por no presentarse”, sostiene. Y agrega: “Hubo una gran tarea de preceptores y tutores que les hacían seguimiento para que aparezcan”.
Existieron personas que durante la pandemia declararon que no hubo clases de ningún tipo. Rançèze rechaza esa idea. “No es verdad y es un comentario ingrato”, apunta. E indica: “Los chicos tuvieron clases virtuales, que fue la única manera en la que podíamos hacerlo, a través de plataformas”.
Ahora, con el regreso a la presencialidad de forma parcial, señala que los chicos “están felices”. “En los dos colegios [en los que da clases] se cumple a rajatabla con todos los protocolos sanitarios”, cuenta. No obstante, el desafío al que se enfrentan los docentes hoy tiene que ver con que -generalmente- dan clases a muchos cursos. “Es complicado, porque los chicos están en burbuja y las respetan, pero yo -al igual que muchos, por no decir todos- estoy en muchas burbujas. Entonces es fundamental que se nos vacune. Yo también soy una persona de riesgo, pero priorizo -en lugar de pedir virtualidad- no abandonar a los alumnos. A mí me pagan por hacer lo que más amo en el mundo”.
La enfermera que cayó y se levantó
A principios de marzo del año pasado, cuando en la Argentina los casos se contaban solo de a decenas, el nombre de Mariela Crespi apareció en portales. De la noche a la mañana, se convirtió en la primera enfermera en contagiarse de coronavirus en Mar del Plata. Estuvo casi un mes internada en la clínica Pueyrredón con una neumonía bilateral. En ese momento, reinaba un clima de profunda incertidumbre porque poco y nada se sabía de la enfermedad.
“Pensé que me iba a morir. Así que agradezco que tengo un año más de vida para seguir luchando”, dice. Semanas después de recibir el alta volvió a la clínica a trabajar, en medio de los aplausos de sus colegas. Sus hijos, de entonces 14 y 20 años, también fueron casos positivos de Covid-19. “Fue la primera vez que se quedaron solos en casa”, recuerda emocionada.
Sus compañeros que desempeñan tareas de enfermería también cayeron ante los efectos del coronavirus, pero en un contexto en el que , según Crespi, se tenía algo más de información, lo que permitió quitar cierta cuota de temor. “Se va aprendiendo y se va intentando manejar la situación cómo se puede”, sostiene.
Casi un año después, la enfermera se muestra agradecida y hace un balance de la pandemia. “Enfermería generalmente tiene demasiado trabajo, pero este año ha sido más intenso todavía, en todos los aspectos”, asegura.
Hoy, desde el centro vacunatorio instalado en el Museo del Mar, Crespi se enorgullece de ser una de las coordinadores en el proceso de inoculación. Trabaja a la cabeza de un equipo de enfermeras y estudiantes de enfermería que vacunan pacientes contra el coronavirus. “Hay cola de cuadras”, cuenta.
Define a su profesión como una vocación que la llena de gratificación. “Es lo que más me gusta”, sostiene. Tras haber recibido las dos dosis de la vacuna Sputnik V, se siente más segura. “Me siento una luchadora y también soy agradecida a la vida y a Dios, que me dio una nueva oportunidad para seguir avanzando”, concluye.
Seguimiento permanente
Marita Arrobas no recuerda haber estado tan exigida y desbordada desde su época de residencia médica. Hace ocho meses, la pediatra comenzó a trabajar, junto a otros 600 colegas, en el seguimiento de casos sospechosos de Covid-19 para una prepaga. Aunque más que agradecida por la oportunidad y el desafío laboral, desde entonces no tiene un día libre. “Nos convocaron a algunos médicos, que no somos clínicos, para sostener el sistema de urgencias con el seguimiento de pacientes con síntomas compatibles con Covid-19”, relata la médica de 52 años. Y explica que antes de la llegada de la pandemia trabajaba tiempo completo en su consultorio y en atención domiciliaria. Sin embargo, parece, al menos por ahora, que esas tareas quedaron limitadas.
Arrobas accedió a hacer los seguimientos como un desafío no solo por la virtualidad, sino también porque llevaba años sin atender adultos. Y sostiene: “Entablás una relación que se extiende”.
Cuando un paciente se comunica con la prepaga, en la que trabaja Arrobas, para reportar síntomas vinculados al coronavirus, la compañía asigna un médico a su seguimiento y al de su grupo familiar. El proceso contempla un mínimo de dos comunicaciones telefónicas diarias por al menos diez días.
En los peores momentos de la propagación del virus, lidió con más de 40 llamados por día. “La carga emocional me resultó agobiante; tuve momentos de mucha angustia, de estar sobrepasada”, cuenta.
Las exigencias hasta la hicieron bajar de peso. Sus tres hijos, de 21, 19 y 15 años, y su marido –también médico, especializado en cardiología infantil–, se unieron para hacerse cargo de las tareas domésticas.
Si bien el seguimiento es todo virtual, Arrobas tiene cuadernos, en los que escribe la historia clínica de sus pacientes. En estos meses, ya completó cinco. Hoy intenta lidiar con no más de 25 seguimientos diarios, por lo que da aviso al equipo de coordinación de la prepaga cuando alcanza ese número.
En el día a día, la médica diseña estrategias epidemiológicas para acaparar contagios, y hasta le toca lidiar con pedidos descabellados de los pacientes. Recuerda a uno que la llamó porque no le servían la comida en el hospital donde estaba internado.
Arrobas señala que si bien prefiere la presencialidad, esta es una experiencia que la hace de herramientas para lo que proyecta seguirá siendo buena parte de la medicina: la virtualidad.
Una psicóloga, al cuidado emocional
Como muchos otros profesionales de la salud mental, el cuidado de la integridad emocional y socioafectiva de las personas ha sido uno de los grandes desafíos de la psicóloga Bárbara Willis. La pandemia y el aislamiento generaron un borbotón de afecciones que despertaron un incremento en las consultas.
“Estar encerrados y no poder salir te lleva a una situación límite: lo que antes tolerabas, ya no toleras”, explica Willis. Y ejemplifica: “Un trabajo que me agotaba, pero que antes cortaba con salidas con amigos, ya no se aguanta más”.
Cuenta que durante la pandemia percibió que las consultas no pasaban por la pandemia en sí, sino por lo que desencadenó. “Al estar encerrados y no estar tan enganchados con la rutina, a muchos les dio una mirada introspectiva que los llevó a analizar y a rever situaciones de su vida que, quizás, ya no daban para más”, detalla.
Willis rescata como positiva su experiencia como terapeuta en el universo virtual. “La pandemia fue un antes y un después en el consultorio”, afirma.
Sin embargo, debió enfrentarse a algo que antes le resultaba impensado: trabajar, a través de una pantalla, con alumnos que precisan inclusión escolar. ¿Cómo se adapta e integra un chico a lo social cuando todo debe ocurrir puertas cerradas? “Cuando un paciente no tiene las mismas herramientas que los chicos para interpretar cuestiones que suceden en la realidad, como es el caso de la pandemia, empiezan a aparecer ataques de angustia, de enojo”, explica. Así, desarrolló una serie de cuentos ilustrados que sirvieran para que los chicos pudieran procesar sus sentimientos.
“Como psicólogos, lo mejor que podemos hacer es acompañar a la persona y ayudarla a conectarse con lo que siente, a sacar herramientas de las situaciones y tener una mirada resiliente: atravesar la dificultad y salir fortalecido”, analiza.
La primera en llegar a las emergencias
Hace dos años, Paola Garbalena, de 42 años, se convirtió en la primera mujer chofer del Sistema de Atención Médica de Emergencia (SAME) de la Capital. Poco imaginaba que a sus tareas habituales se sumaría enfrentar el avance de una pandemia. “Era incansable, no parábamos”, recuerda hoy, desde un clima de mayor equilibrio, porque los pacientes se reparten entre quienes solicitan asistencia al sistema de salud público y al privado.
En marzo del año pasado, cuando la incertidumbre aún reinaba, el Ministerio de Salud porteño dispuso que el SAME fuera el responsable de la coordinación de todos los pacientes sospechosos o casos positivos de Covid-19. “Todo nuestro trabajo estaba abocado a la emergencia sanitaria de la pandemia”, detalla.
Garbalena destaca que los tres primeros meses de la pandemia fueron los que más la afectaron desde un punto de vista emocional. Su hija, de 4 años, se quedó a vivir con sus abuelos, y solo la veía a cuentagotas los fines de semana. “Me tocó mucho desde lo emocional”, afirma.”Fue terrible”, agrega con una mirada triste.
Su hija tiene antecedentes respiratorios. Recién a mitad de 2020, se animó a volver a vivir con la niña. “Antes de llegar a mi casa, pasaba por un proceso de sanitización minucioso, como, por ejemplo, dejar los zapatos en la puerta”, cuenta.
En particular, al analizar qué fue lo que más la impactó el último año, afirma que es haber perdido a compañeros en la batalla contra el coronavirus. “Fueron un montón”, señala.
Tras haber atravesado la pérdida de seres queridos y haberse expuesto a innumerables contagios, Garbalena recibió la vacuna. Aún así, todavía no se siente segura por completo, y resalta que hay mucho que todavía no se conoce de la enfermedad, pero que seguirá al servicio constante de los pacientes. “Luchamos contra la pandemia para proteger a las personas que realmente necesitan de nosotros”, finaliza.
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