En Estados Unidos: el tsunami de demandas que puede acabar con las redes sociales
Las grandes plataformas se enfrentan en ese país a varios litigios en los que se las acusa de perjudicar conscientemente la salud mental de los jóvenes
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MADRID.- Las redes sociales se asoman a un precipicio colosal en los Estados Unidos. Su modelo de negocio ha quedado señalado por un tsunami de demandas procedentes de particulares, entidades educativas y fiscales generales. Acusan a las plataformas de perjudicar conscientemente la salud mental de los jóvenes. Y no solo por los contenidos que ayudan a difundir: el propio diseño del producto, esgrimen los litigantes, busca la adicción para atrapar al usuario. Cuanto más tiempo pase la gente enganchada a la pantalla, mayores beneficios económicos gracias a la publicidad. Este círculo vicioso, sostienen los pleitos, está teniendo unos efectos terribles entre los niños y adolescentes, que sufren depresiones, desórdenes alimenticios o hasta tendencias suicidas.
Una chica de 16 años de Utah se obsesiona tanto con la imagen de su cuerpo tras engancharse a Instagram que desarrolla anorexia y bulimia. Un niño de nueve años de Michigan pasa tantas noches viendo vídeos de YouTube, TikTok y Snapchat que acaba subiendo una foto de él desnudo que se viraliza. Una niña de 11 de Connecticut lidia durante dos años con una adicción extrema a Instagram y Snapchat antes de caer en una espiral de insomnio y depresión que le lleva a quitarse la vida. Estos estremecedores casos, aireados el año pasado por Bloomberg, son algunos de los incluidos en los cientos de demandas particulares interpuestas contra las redes sociales en los últimos meses.
Dos centenares de ellas se han unido en un class-action lawsuit, una figura del ordenamiento jurídico estadounidense similar a las demandas colectivas. Presentado en el Distrito del Norte de California en marzo, el escrito carga contra Meta (por Facebook e Instagram), Snap (por Snapchat), ByteDance (empresa dueña de TikTok) y Google (por YouTube), a quienes acusa de estar perjudicando seriamente la salud mental de los jóvenes estadounidenses. El proceso está ahora mismo en fase de alegaciones. La Corte Suprema de EE. UU. deberá resolver en junio si el litigio sigue adelante o se desestima.
Este medio ha contactado con las cuatro tecnológicas para conocer su postura respecto al proceso. Todas ellas han declinado hacer comentarios específicos sobre la demanda, más allá de asegurar que están tomando medidas para reforzar el control de contenidos. “Hemos desarrollado más de 30 herramientas para apoyar a los adolescentes y sus familias, incluyendo funciones que permiten a los padres decidir cuándo y durante cuánto tiempo pueden usar sus hijos Instagram”, apunta, por ejemplo, Antigone Davis, directora global de Seguridad de Meta. La empresa que dirige Mark Zuckerberg acaba de llegar a un acuerdo extrajudicial para compensar con 725 millones de dólares (unos 653 millones de euros) a los usuarios de Facebook cuyos datos fueron filtrados a Cambridge Analytica.
“Nuestro caso no solo se fija en el contenido de las plataformas, el asunto es más profundo que eso. Aludimos al propio diseño de las redes sociales: desde los sistemas de verificación de edad, o la ausencia de ellos, hasta distintas características de la propia plataforma que, según sostenemos, fueron diseñados específicamente para ser adictivas”, explica a EL PAÍS por videoconferencia Joseph VanZandt, del despacho Beasley Allen. Este abogado lidera el consejo de juristas que coordina la demanda colectiva, en la que trabajan otros dos bufetes y varios letrados a título particular.
“Todo, desde la forma en que se muestran y disponen los vídeos y los posts, hasta el diseño y ubicación de los botones, está pensado para fomentar la adicción y hacer que los usuarios vuelvan una y otra vez a la plataforma”, sostiene VanZandt. “Además del propio diseño de las redes sociales, la demanda incide en cómo funcionan los algoritmos de las plataformas. Están pensados para darles más recorrido a contenidos que aumenten las interacciones y dedicación a la plataforma. Todo con el objetivo de aumentar los ingresos por publicidad”, subraya. “Para probar esto, estamos trabajando con una amplia red de expertos que argumentan cómo funcionan estos resortes, así como el impacto que tienen en los jóvenes. Confiamos en nuestra habilidad para poder probar que nuestros clientes están siendo dañados por estos productos”.
Demanda colectiva
El primer caso aceptado por el equipo de VanZadt fue el de Brianna Murden, una joven de 21 años que empezó a usar redes sociales a los 10. “Tras años de exposición a contenidos de varias plataformas seleccionados por los algoritmos, sometida a un torrente de notificaciones las 24 horas del día, [las redes] le han causado depresión, insomnio y desórdenes alimenticios, entre otros”. En agosto del año pasado, presentaron una demanda contra Meta y otras plataformas. Pocas semanas después tenían decenas de peticiones similares. Lo mismo pasó en otros despachos. El torrente de procesos pronto se convirtió en un tsunami. De ahí que decidieran poner una demanda colectiva.
El de California no es el único litigio abierto contra las redes sociales por este asunto. En enero de este año, las Escuelas Públicas de Seattle demandaron a TikTok, Facebook, Instagram, YouTube y Snapchat, señalándolas como responsables de arruinar la salud mental de los adolescentes. Fue la primera vez que una institución pública demandaba contra las redes sociales. Detrás de la institución escolar de Seattle llegaron las de New Jersey, Florida o Pennsylvania. También han iniciado procesos similares los fiscales generales de Indiana o Arkansas, entre otros. “A este ritmo, parece que las redes sociales se enfrentarán a pleitos en cada Estado del país”, dijo Jim Steyer, presidente de Common Sense Media, una conocida ONG que evalúa el impacto en los niños de la tecnología y los medios de comunicación.
“Queremos que estas compañías se responsabilicen de sus acciones y del daño que están causando. No solo a los estudiantes, sino también a las Escuelas Públicas de Seattle, que tienen que soportar la carga operacional y los crecientes costes atribuibles a esta crisis de salud mental”, asegura a este medio Greg C. Narver, responsable del departamento legal de la institución educativa. Entre esos costes se incluye la contratación de psicólogos, formaciones específicas para el profesorado, actualización de libros de texto y restitución de propiedades dañadas por estudiantes “con problemas emocionales”.
“Queremos que estas compañías se responsabilicen de sus acciones y del daño que están causando. No solo a los estudiantes, sino también a las Escuelas Públicas de Seattle, que tienen que soportar la carga operacional y los crecientes costes atribuibles a esta crisis de salud mental”, asegura a este diario Greg C. Narver, responsable del departamento legal de la institución educativa. Entre esos costes se incluye la contratación de psicólogos, formaciones específicas para el profesorado, actualización de libros de texto y restitución de propiedades dañadas por estudiantes “con problemas emocionales”.
“No podemos dar una cifra concreta de cuántos estudiantes tienen en la actualidad problemas mentales. Sin embargo, sí hemos experimentado un aumento pronunciado en peticiones de escuelas y alumnos de servicios relacionados con la salud mental”, añade Narver.
El elefante en la habitación de las redes sociales
Diversos estudios dan fe del empeoramiento de la salud mental de los jóvenes estadounidenses. Un reciente informe de la agencia nacional de salud pública del país certifica que “la salud mental de los estudiantes continúa empeorando”, y que muchos “se sienten tan mal o desesperados que no pueden llevar a cabo con normalidad sus actividades cotidianas”. La demanda colectiva y las interpuestas por las instituciones educativas citan decenas de artículos científicos que acreditan la relación entre el uso intensivo de las redes sociales y ciertos problemas mentales: desde ansiedad, depresión, insomnio, desórdenes alimenticios o ciberbullying hasta autolesiones y suicidio. Un tribunal del Reino Unido resolvió el año pasado por primera vez que las redes sociales estuvieron detrás de que una joven se quitara la vida. El Estado de Utah, gobernado por el republicano Spencer Cox, ha decidido restringir el uso de las redes sociales entre los menores de edad, que necesitarán el consentimiento de sus padres para usarlas y no las tendrán activas desde las 22.30 hasta las 6.30 de la mañana.
Durante años, se obvió el efecto de las plataformas en la salud mental. Era un elefante en la habitación que, de repente, está a la vista de todos. A ello contribuyó Frances Haugen, la exempleada de Facebook que filtró centenares de documentos oficiales a The Wall Street Journal y alimentó una de las mayores investigaciones periodísticas de los últimos tiempos, publicada a lo largo de septiembre de 2021. Los papeles demostraban que los ejecutivos de la tecnológica eran conscientes de que los algoritmos de Facebook e Instagram difundían entre los adolescentes, especialmente entre las chicas, las bondades de la anorexia o incluso pensamientos suicidas. De acuerdo con una investigación propia de la tecnológica, el 6% de los adolescentes estadounidenses y el 13% de los británicos que decían haber sopesado la idea de suicidarse lo habían hecho impulsados por Instagram.
“Esperamos que nuestro caso se justifique, no en poca medida, por los documentos de los propios demandados y por el testimonio de empleados y exempleados de las plataformas”, reconoce Narver en alusión a los papeles de Haugen. “Ella fue el detonante. Sus revelaciones nos ayudaron a comprender lo grande que es en realidad el problema. Muchas familias entendieron entonces qué les pasaba a sus hijos”, subraya VanZandt.
Para el abogado estadounidense, la oleada de demandas contra las redes sociales se asemeja a los pleitos que sufrieron las tabacaleras en los años noventa. “La analogía es adecuada por sus similitudes procesales, pero también porque los documentos revelados por Haugen sugieren que los ejecutivos de Facebook conocían hasta qué punto podían ser dañinos sus productos”.
Un proceso complejo
¿Prosperarán las demandas presentadas contras las grandes plataformas? “No sé si tiene recorrido jurídico, lo que sí sé es que es una llamada de atención. Hasta ahora, el diseño de las redes sociales se dejaba enteramente en las manos de empresas privadas. Ahora vemos que pueden tener consecuencias sobre la salud mental y, por tanto, hay que corregir el rumbo”, opina Sergio Juan-Creix, abogado experto en derecho digital y profesor de la UOC.
Una de las claves del caso será ver si la Corte Suprema considera que las plataformas pueden acogerse a la sección 230 de la Communications Decency Act de 1996, que exime a las tecnológicas, salvo contadas excepciones, de la responsabilidad de los contenidos publicados en ellas por terceros. “La parte demandante tendrá que probar que hay un vínculo entre las características de la plataforma, las actividades que permiten y el daño en la salud mental de los jóvenes. No creo que sea fácil de demostrar”, considera Rodrigo Cetina, profesor de Derecho de la Barcelona School of Management, la escuela de negocios de la Universitat Pompeu Fabra.
Hasta la fecha, los tribunales han parado varios procesos contra las redes sociales cuando estas se aferraban a la citada sección 230. Hay un caso que debe resolverse para junio o julio, Gonzalez V. Google, que pondrá a prueba la interpretación de este artículo por parte de la Corte Suprema. El pleito fue interpuesto por la familia de una estadounidense fallecida en el atentado de Bataclán, en París. Los demandantes alegan que la exposición a YouTube radicalizó a los terroristas, redundando en última instancia en el atentado que llevó a la muerte a la joven.
“La sentencia del caso Gonzalez V. Google será importante en nuestro proceso, pero no definitivo, porque nosotros vamos más allá de los contenidos: defendemos que, como las máquinas tragamonedas, las redes sociales están diseñadas para ser adictivas. Y que eso comporta una serie de perjuicios de los que sus creadores son conscientes”, indica VanZandt.
Por Manuel G. Pascual
©EL PAÍS, SL
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