En busca de objetos de deseo: el hobby que requiere estudio y despierta pasiones
Juguetes, relojes, obras de arte o lo que cada uno elija: historias de los que dedican su vida a coleccionar y dejar un legado a futuro
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Son pasiones de tiempo completo que en algunos casos llevan toda una vida de investigación y estudio: los coleccionistas rastrean piezas que anhelan y que nutren su preciada colección. Bucean en la macro historia y en las historias de vida que condensan pinturas, esculturas, juguetes, relojes y libros, entre incontables objetos que atesoran. Ese fuerte interés individual trasciende, en muchos casos, para pensarse –y llevarse a la práctica– como un legado social.
Sergio Eloy Domínguez, economista de 44 años al frente de una consultora e integrante de entidades dedicadas a la preservación del patrimonio local, colecciona desde los 20 años relojes de carruaje como los que usó Napoleón Bonaparte. Lo suyo, señala, no es por inversión. “El coleccionismo tiene una pasión por poseer y cuidar: desde el que colecciona marquillas hasta un gran coleccionista como Eduardo Costantini. Cada uno compra lo que puede y su objeto de deseo es distinto”, dice Domínguez, que investiga sobre los mecanismos de estos relojes, ya que quedan pocos relojeros especializados.
El primero lo compró al enterarse de que había muerto una mujer muy joven. “Descubrí que éramos mortales quienes no éramos viejos: decidí no posponer mi deseo”, recuerda este hombre cuyo bisabuelo, docente en España, aprendió relojería como hobby para arreglar los relojes de sus 14 hijos.
“En el siglo XVII, XVIII y XIX saber la hora era un problema para la humanidad. No cualquiera tenía un reloj. En Europa, se guiaban por las campanadas de la iglesia y por el lugar del sol”, dice Domínguez, cuya colección reúne 30 relojes franceses de 1800 a 1920 (cada uno pesa entre 1 y 3 kilos), comprados en anticuarios, casas de subastas y ventas en casas que se desarman.
Estos relojes, que se usaban en los cuartos de las casas y también se llevaban de viaje (de ahí deriva su nombre), poseen máquinas a cuerda de pequeño tamaño. A diferencia de los relojes de mesa, tienen un asa en la parte superior y están en cajas de bronce con un sector que permite ver su mecanismo.
Los diseños de los modelos ingleses y franceses son diferentes: pueden llevar pequeñas esculturas, doble esfera (para hora y calendario), sectores con porcelana pintada o estar hechos de plata y hasta tener pequeñas figuras en movimiento.
Guardián del tiempo
Desde las clepsidras en la antigüedad egipcia hasta los relojes de arena del siglo XVI que se usaban en las misas, siempre hubo intento por medir el tiempo. La percepción socio-histórica del tiempo y la forma en la que se daban cita las personas –pensemos que los encuentros estaban ligados al azar o a eventos anuales como la realización de un mercado– se ha modificado hasta llegar hoy a considerar el tiempo como fenómeno suprahistórico y transcultural: una especie de materialidad que excede al hombre.
Sin excepción, una vez por semana Domínguez les da cuerda a esos relojes pesados y difíciles de trasladar que pertenecieron a familias con fortunas, y que él exhibe en el comedor de su casa en vitrinas antiguas de madera, con vidrios biselados de más de un siglo de antigüedad cerradas herméticamente.
Algunos de estos relojes de carruaje tenían despertador; otros, sonería que marcaba las horas, y algunos tenían un botón que al pulsarlo consignaba la hora (con un mecanismo que al golpear una superficie emitía sonidos), un método que resultaba útil para no prender una vela y salir de la cama en noches heladas. Desde luego, en estos últimos casos había que guiarse por las horas redondas, sin minutos.
“El reloj es el tiempo embotellado. El hombre se obsesionó tanto que logró controlarlo y medirlo hasta concentrarlo y llevarlo en un reloj en la muñeca”, considera Domínguez. Y añade: “Me fascina porque es testigo de su tiempo: si pudiera hablar contaría historias”. Tiene una certeza: “Considero que no soy el dueño de mis relojes, sino el guardián: los cuido, al igual que antes los cuidaron otros”.
Volver a la niñez
Ricardo Olivera Wells, gestor de automotores de 73 años, colecciona desde hace 40 años los mismos juguetes que tuvieron sus tres hermanos y él cuando eran chicos y, además, otros de los años cincuenta, la época de su niñez. Su colección de unas 800 piezas, que tiene en vitrinas y en cajas en su casa en San Isidro –y algunos quedan en el Museo del Juguete de San Isidro que se conformó con 500 piezas que prestó y además presidió ad honorem durante 6 años–, incluye réplicas de autos en escala, juguetes de chapa, madera, soldaditos de plomo. El constructor infantil es su preferido: su madre le había regalado la versión holandesa de este juguete con el que se pueden armar distintos modelos de casas. Hay además autos Duravit, muñecas Marilú, mecanos y hasta una estancia con 500 piezas en plomo de animales y personajes (de 6 centímetros) y un zoológico con dos animales por especie y cría. “Empecé a coleccionar juguetes para tener pruebas del apogeo de nuestra industria”, comenta Olivera Wells, que aún conserva algunos juguetes suyos y de sus hermanos. “Es un misterio insondable: no éramos una familia de dinero, teníamos que cuidar mucho el peso, pero tuvimos juguetes de los mejores”, recuerda Olivera Wells y agrega que el juego que no es de su época no lo conmueve.
El juguete de toda una vida
“Yo nunca fui peronista ni recibí un regalo de la Fundación Eva Perón, a pesar de lo cual tengo juguetes que compré de esa época –señala–. El primer gobierno de Perón significó un quiebre en la historia del juguete: hasta ese momento sólo los tenían las familias de cierto poder económico. El peronismo popularizó el juguete regalándolo, haciendo demagogia sí, pero todos los chicos tuvieron su juguete más allá de su posición social. Es una realidad innegable y es significativo”.
Olivera Wells tuvo “la alegría, y también el dolor de comprar juguetes a personas que los habían recibido de chicos de la Fundación”. “Un hombre al que le compré uno de estos juguetes, y que vivía en una habitación humilde, me contó que era lo único que le quedaba por vender –recuerda–. Por las vueltas de la vida estaba en una mala situación económica. Ese era el único juguete que tuvo en su vida: lo conservaba como una especie de trofeo. Cuando me lo contaba se le saltaban las lágrimas: se estaba desprendiendo de parte de su historia. ¿Y yo qué podía hacer? Le pagué el doble de lo que pedía”.
Una de las piezas más preciadas de su colección es un Aladdin Toys, con la que se pueden crear 10 perros diferentes. Realizado en madera, con estos juguetes el artista uruguayo Joaquín Torres García exploró distintas estructuras transformables y realizó juguetes didácticos a gran escala. Olivera Wells detectó la pieza del impulsor del universalismo constructivo (cuya obra conoció ya de grande) en una feria en Acassuso: estaba exhibida como un juguete más y la compró al precio de un rompecabezas ignoto.
Torres García concebía el juego como una forma de reencontrarse con un estado de pureza primario capaz de desatar algo nuevo, original. Esa singular capacidad que tienen los artistas de crear mundos imaginarios como en un juego puede experimentarse en la deslumbrante exhibición Arte en juego. Una aproximación lúdica al arte argentino en Proa.
La colección de Olivera Wells llegó a incluir, además, muñecas (deben conservarse en vitrinas herméticas con control de humedad) y un zulquiciclo, entre otras piezas. “Una vez que encuentro y disfruto un juguete, lo puedo vender y compartir la alegría con la persona que lo encuentra después y lo disfruta”, afirma.
Sin imagen no hay deseo
Hace más de 30 años que Gustavo Bruzzone, juez de la Cámara Nacional de Casación en lo Criminal y Correccional de la Ciudad y profesor adjunto de derecho penal y procesal penal de la Universidad de Buenos Aires, comenzó a coleccionar obras de artistas de la galería del Centro Cultural Rojas, con quienes tuvo lazos de amistad.
Antes de empezar a coleccionar piezas de aquella época, la primera obra que compró fue una tinta de Alberto Greco que integra su nutrida colección de más de 2000 piezas. “Hoy los coleccionistas se pueden definir de manera distinta a lo que ocurría antes, pero igual sigue existiendo esa misma pasión por preservar eso que uno advierte que será importante en el futuro y por tener la pieza emblemática: la obra aleph a partir de la cual se pueden construir múltiples historias”, señala este coleccionista, cuya familia no se dedicaba a comprar obras de arte.
Bruzzone, que anhela “preservar el patrimonio cultural de nuestra sociedad”, pone el foco en un aspecto clave de cierto coleccionismo actual: “Antes era necesario tener una espalda económica muy fuerte, hoy, en cambio, si bien es una actividad que requiere algún dinero no es necesario tener una gran fortuna”.
En su caso, lo impulsan premisas vitales: la certeza de que “sin imagen no hay deseo –sin el cual no se puede modificar nada–: la imagen moviliza absolutamente todo”. Y, además, “que el patrimonio de las colecciones privadas con el tiempo integrarán el acervo de nuestros museos”. “Mi mayor disfrute es que con las obras se pueden contar historias que ocurrieron en el país –señala—. Ya sea microhistorias dentro de la plástica o historias que aluden a momentos del país. Las obras plantean un recorrido: preservarlo mostrará en el futuro cómo se construyó el pasado”.
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