Gracias a esta expedición el emblemático científico desarrolló su teoría sobre el origen de las especies, fundamento base de la biología evolutiva
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Charles Darwin suele ser recordado como el hombre que sacudió a la ciencia y sociedad (y a la religión, filosofía, artes...) con su teoría de la evolución por selección natural. El origen de esta revolucionaria idea fueron sus casi 5 años de travesía por el mundo, descritos en el libro El viaje del Beagle, publicado hace 180 años.
Por eso suele pasar que lo más famoso de su viaje sea todo aquello relacionado con la evolución de las especies. Pero a lo largo del libro, así como también en las numerosas cartas que envió a familiares y amigos, entre diciembre de 1831 y octubre de 1836, Darwin relata infinidad de anécdotas y reflexiones sobre los lugares que va conociendo y sus habitantes.
Y dado que, 42 de los 57 meses que el HMS Beagle pasó navegando fueron en aguas sudamericanas, la mayoría de historias provienen de Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, Perú y Uruguay, los incipientes países de la región que visitó. La mirada de este veinteañero nacido en el seno en una familia adinerada y bien educada de la Inglaterra victoriana y colonialista no siempre tiene la objetividad que uno esperaría de un científico moderno.
Su visión de outsider muchas veces arroja comentarios sagaces, pero también por momentos es condescendiente o ingenuo. Y en varias oportunidades es genuinamente gracioso. Con motivo del aniversario de la publicación de El viaje del Beagle, elegimos algunas historias que reflejan ese choque cultural que vivió el naturalista inglés en su viaje por las costas de América del Sur.
1. Horror y disgusto
El primer destino del HMS Beagle en América del Sur fue en la ciudad brasileña de Salvador de Bahía, uno de los principales puertos de tráfico de esclavos. “Darwin estaba horrorizado”, escribe la historiadora de la ciencia inglesa Janet Browne en su libro Charles Darwin: Voyaging.
La esclavitud “despertaba en él unos poderosos instintos humanitarios”, algo que compartió con sus abuelos, padre, hermano y hermanas, todos los cuales tuvieron un rol prominente en el movimiento abolicionista británico en los siglos XVIII y XIX, agrega Browne. En El viaje del Beagle, Darwin cuenta una “anécdota insignificante” que en el momento le impactó más que “cualquier historia de crueldad”. Durante su estadía en Río de Janeiro, el joven inglés estaba infructuosamente intentando darle unas indicaciones a un negro esclavo.
“En un esfuerzo por hacerle entender, hablé en voz alta y gesticulé, y al hacerlo, pasé mi mano cerca de su cara”, narra. El hombre se asustó y pensó que iba a ser golpeado.
“Nunca olvidaré mis sentimientos de sorpresa, disgusto y vergüenza al ver a un hombre grande y poderoso con miedo a recibir lo que pensó sería un golpe dirigido a su rostro”, cuenta Darwin. “Este hombre había sido entrenado para una degradación inferior a la esclavitud del animal más indefenso”.
2. Objetos “asombrosos”
Durante su viaje por el continente, Darwin descubrió que poseía “dos o tres artículos, especialmente una brújula de bolsillo, que generaban un asombro desenfrenado”, escribe en el libro. “En cada casa -explica- se me pedía que mostrara la brújula y que, con su ayuda más un mapa, señalara la dirección en que se encontraban distintos lugares”. En sus palabras, que un “perfecto desconocido” supiese el camino para llegar a lugares que jamás había visto provocaba una “vívida admiración”.
“Si su sorpresa era grande, la mía era mayor”, afirma Darwin. Para él era inconcebible que los dueños de miles de cabezas de ganado y enormes extensiones de tierra tuvieran “tal ignorancia”. Según explica Browne, “como cualquier terrateniente inglés de pura cepa, (Darwin) casi no podía creer cuán provincianos eran estos expatriados españoles y portugueses”.
La historiadora de la ciencia afirma: “La habitual correlación británica entre poseer terrenos, ser rico (...) y tener estilo, no aplicaba aquí, dado que las casas de los caballeros locales frecuentemente eran ‘tan buenas como establos’”. Además de la brújula, Browne también describe los llamados fósforos ingleses o “prometeos” como otro “glamoroso accesorio” de Darwin.
Los “prometeos” se encendían rompiendo la cabeza del fósforo con un par de pinzas o, como le gustaba hacerlo a Darwin, con los dientes. “Les parecía tan espectacular que un hombre pudiese hacer fuego con sus dientes que era normal que toda una familia se juntara a verlo”, cuenta el naturalista. Hasta le ofrecieron un dólar por tan solo uno de estos fósforos.
3. Los (apuestos) gauchos
Si bien Darwin describe a los terratenientes europeos con gran desdén, a lo largo de su viaje por Argentina y Uruguay muestra gran admiración por los gauchos. “Su apariencia es de lo más llamativa”, escribe, por ejemplo, sobre los hombres de campo uruguayos. “En general son altos y apuestos, pero con un semblante orgulloso y disoluto”.
Darwin, quien contrataba gauchos como guías locales y seguridad, los describe como “animales carnívoros” y destaca su habilidad de “perfectos jinetes”, que “parecen ser parte de sus caballos”. En este sentido, afirma: “Un hombre desnudo en un caballo desnudo es un espectáculo magnífico. No tenía idea de lo bien que estos dos animales eran el uno para el otro”. Darwin destaca su “excesiva cortesía” y hospitalidad, aunque aclara: “Mientras hacen su extremadamente agraciada reverencia, parecen estar igual de listos, si la ocasión lo merece, para cortarte la garganta”.
Una de las habilidades que más le llamaron la atención fue la de cabalgar a máxima velocidad y, al mismo tiempo, enlazar a un animal con una cuerda o boleadoras. “Un día, mientras me divertía galopando y girando las boleadoras sobre mi cabeza, por accidente la bola que estaba libre golpeó un arbusto”, cuenta.
La boleadora, “como por arte de magia”, atrapó la pata trasera del caballo de Darwin que afortunadamente era un animal experimentado y supo liberarse sin caer al suelo, continúa. “Los gauchos explotaron de risa. Exclamaban que habían visto capturar a todo tipo de animales, pero nunca antes habían visto a un hombre atrapándose a sí mismo”.
4. Para los desconfiados
Tras un par de años viajando y de hacer un enorme esfuerzo, escribe Browne, el español de Darwin “estaba en un nivel que le permitía entender y hacerse entender”.
Esto le fue particularmente útil cuando llegó a Chile, donde la búsqueda de minas era un próspero negocio incentivado por el gobierno chileno (“o mejor dicho, por la vieja ley española”, escribe el naturalista). “El descubridor puede abrir una mina en cualquier terreno pagando cinco chelines; y antes de pagar esto, puede intentarlo, incluso en el jardín de otro hombre, durante 20 días”, explica.
Y asegura: “La propagación de la minería no dejó un rincón de Chile sin examinar”. Por eso, las exploraciones geológicas de Darwin generaban desconfianza entre los chilenos: “Pasaba un largo rato antes de poder convencerlos de que yo no estaba cazando minas”.
“Descubrí que la mejor forma de explicar mi trabajo era preguntarles cómo es que ellos no sentían curiosidad sobre los terremotos y volcanes, por qué algunas primaveras eran cálidas y otras frías, por qué habían montañas en Chile y ni una sola colina en La Plata”, explica. Si bien la mayoría se daba por satisfecha, “algunos, sin embargo (como algunos en Inglaterra, que están un siglo adelantados), sostuvieron que tales preguntas eran inútiles e impías, y que bastaba con que Dios hubiese hecho las montañas”.
5. Gastronomía autóctona
Haber “nacido naturalista”, como el propio Darwin se autodefine, no le impidió comer una amplia variedad de animales autóctonos que hoy están protegidos por ley. Entre otros, comió puma (“una carne muy blanca y de sabor similar a la ternera”), armadillo (“un excelente plato cuando se asa en su caparazón”), agutí (que no le gusta a los gauchos por ser “carne seca”) y la iguana terrestre de las Galápagos (“que gusta a aquellos cuyos estómagos están por encima de todo prejuicio”).
En las Islas Galápagos de Ecuador también degustó las famosas tortugas gigantes, que en aquel entonces eran la principal fuente de fibra animal de los locales, cuenta en El viaje del Beagle. De hecho, dice que durante su visita a la isla Floreana de Galápagos se alimentaron exclusivamente de esta carne.
“La pechuga asada con piel (como los gauchos preparan la carne con cuero) es muy buena y las tortugas jóvenes son excelentes para la sopa, pero por lo demás, la carne es indiferente para mi gusto”. Ya el propio Darwin cuenta que los locales notaban que la población de tortugas gigantes se había reducido mucho, pero que “la gente aun cuenta con esos dos días de caza que les da comida por el resto de la semana”.
También cuenta: “Se dice que un solo buque se llevó hasta 700 y que en un día una fragata aplastó 200 tortugas en la playa”. Pero saber estas amenazas no le impidió igual llevarse un ejemplar para su casa de mascota, cuenta Browne. “Cazar y disparar le resultaban fácil”, escribe la historiadora de la ciencia inglesa, quien asegura que estas actividades guardaban similitudes con las de colectar ejemplares de la naturaleza.
“Eran diferentes expresiones de un mismo deseo por poseer”, dice. Esto se hizo evidente en “los grandes esfuerzos” de Darwin por capturar un ejemplar de ñandú petiso, compitiendo incluso con unos colectores enviados a la región del Río de la Plata por el gobierno francés. Estando en la Patagonia, el inglés finalmente logró encontrar a la elusiva especie, pero en su plato.
“El ave había sido cocinada y comida antes de darme cuenta”, narra. “Afortunadamente la cabeza, cuello, patas, alas, muchas de las plumas más grandes y gran parte de la piel habían sido preservadas”.
“Con esto -agrega- se montó un espécimen casi perfecto que está ahora en exhibición en el museo de la Sociedad Zoológica” de Londres. Esa ave que hoy es mayormente conocida como “ñandú de Darwin” se convirtió, según Browne, en una de las anécdotas favoritas del naturalista de toda su expedición.
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