La película retrata el caso real de Marguerite de Carrouges, quien decidió romper el silencio arriesgado su propia vida
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Si bien es inusual que Hollywood se interese por la historia legal francesa del siglo XIV, lo que cuenta El último duelo (The Last Duel, 2021) resultó ser demasiado bueno para pasarlo por alto. La película se basa en el libro de 2005 del mismo nombre de Eric Jager, y está protagonizada por Jodie Comer, Matt Damon y Adam Driver.
El título se refiere a un juicio real por combate entre dos caballeros en la Francia medieval. Pero esta no es solo una historia sobre dos hombres. La causa del duelo fue una acusación de violación, y en el centro de la historia se encuentra una mujer, Marguerite de Carrouges.
Su coraje y firmeza eclipsan a los de los caballeros en duelo. Fue Marguerite quien fue violada, fue ella quien eligió hablar y tuvo que contar lo que había sucedido, varias veces y con un detalle insoportable, a grandes grupos de hombres que estaban decididos a no creerle.
Y cuando su marido finalmente exigió un juicio por combate contra el acusado, no fue solo él quien arriesgó su vida: si perdía el combate, a ella la quemarían por perjurio.
La verdadera Marguerite era claramente una mujer extraordinaria. Su historia nos recuerda a las de miles de otras víctimas-sobrevivientes que optaron por no permanecer en silencio a pesar de que en la Edad Media había mucho en juego.
Las mujeres se enfrentaban a traumas repetidos, humillación, vergüenza pública y a castigos severos.
Violación en el papel
La legislación medieval condenaba claramente la violación. Las leyes en cuestión tendían a ser brutales: obligar a una mujer a tener relaciones sexuales “contra su voluntad” era definitivamente un crimen, que debía ser castigado de la manera más cruel con la castración, cegamiento o ahorcamiento.
El legista inglés Bracton declaró que: “Tiene que ser miembro por miembro, porque cuando una virgen es violada pierde su miembro, y por lo tanto su profanador debe ser castigado en las partes en las que ofendió”.
Los marcos legales dejaban claro que se trataba de un delito atroz. Las mujeres de todo el espectro social podían apelar a la violación, y se entendía que la violación de las trabajadoras sexuales seguía siendo una violación.
Un asombroso descubrimiento reciente de Gwen Seabourne de la Universidad de Bristol mostró que agredir a una persona intoxicada o inconsciente también podría definirse como violación. Una mujer llamada Isabella Plomet fue violada en 1292 por su médico que la había drogado, y fue declarado culpable de los cargos.
El lenguaje de los documentos legales medievales transmite el horror y el disgusto que evocó el crimen, utilizando términos como “más horriblemente”, “cruelmente”, “vergonzosamente”.
Algunas violaciones se consideraron particularmente terribles debido a circunstancias agravantes: en 1386, Adam Matte intentó pagarle a Maud Whetewell para que tuvieran relaciones sexuales. Ella se negó, pero le concedió acceso a su sirvienta y cerró la puerta con llave. Matte la agredió y violó, y ella murió el sábado siguiente “a causa de la vergüenza, la violación y… la enfermedad (venérea) de Adán”.
Pero aunque las leyes sobre violación eran estrictas e intransigentes, su enjuiciamiento era muy diferente.
Las consecuencias reales
Entonces, como ahora, apenas una pequeña proporción resultaba en una condena, y la mayoría de las mujeres no podían acceder a los medios para presentar un caso en primer lugar. Cuando los hombres eran declarados culpables, la mayoría de las veces no se aplicaba el castigo legalmente estipulado y simplemente se les imponía una multa.
Los académicos señalaron que tales acuerdos financieros fueron clave para las víctimas sobrevivientes. En algunos casos, el acuerdo podía incluso implicar el matrimonio de la víctima con el violador: por aborrecible que fuera, para muchas víctimas era su único medio de supervivencia social.
Todo estaba a favor de los violadores, con jurados extremadamente reacios a hacer cumplir castigos tan atroces o creer en las mujeres. Sin embargo, las mujeres hablaron una y otra vez.
Precisión ante todo
Los estudios recientes escuchan más atentamente estas voces. Contrariamente a la creencia popular, las mujeres a menudo podían entablar casos por sí mismas, a veces con la ayuda de tutores varones, a pesar de que esto conllevaba muchos riesgos: la humillación pública y, lo más dramático, el castigo por perjurio si el acusado era inocente.
Además tenían que revivir el trauma del horrible momento una y otra vez. Las mujeres tenían que contar lo que había sucedido varias veces, sin que ni el más mínimo detalle difiriera, ya que eso daba lugar a que el caso fuera descartado.
En un caso particularmente angustioso de 1321, una niña de 11 años cometió un error en su testimonio. Inicialmente afirmó que la violación había ocurrido el miércoles y posteriormente que había sido el domingo. Se burlaron de ella y la sentenciaron a pagar por los enormes daños y perjuicios contra el violador, y como no podía pagar, le dieron una pena de cárcel que solo perdonaron por su edad.
En otro caso del siglo XIII, una mujer llamada Rose afirmó que fue violada y posteriormente encarcelada durante dos años. Ella llevó el caso a los tribunales, pero fue rechazado porque, como dijo el acusado: “Rose no mencionó un día concreto o un año definido o un lugar específico de cuando la violé”.
Pruebas vitales
La carga de la prueba era extremadamente alta. La víctima-sobreviviente tenía que denunciar la violación de inmediato y los vecinos debían haber escuchado sus gritos. La víctima también tenía la responsabilidad de demostrar su falta de consentimiento: que ella había luchado y resistido de todas las formas posibles.
El legista inglés del siglo XII, Ranulf de Glanvill, escribió: “Una mujer que sufre de esta manera debe ir, poco después de que se haga la escritura, a la aldea más cercana y allí mostrarle a hombres dignos de confianza el daño que le causaron, y cualquier derrame de sangre que pueda haber y cualquier desgarro de su ropa”.
Necesitaba demostrar que se había producido una violencia física extrema. Cuantos más hematomas y sangre, mejor, en lo que respecta a los tribunales.
Las mujeres tenían que narrar lo sucedido de manera que correspondiera a estipulaciones y expectativas legales particulares.
Necesitaban encontrar pruebas visibles: demostrar que su ropa había sido rasgada era a menudo crucial y daños a otras posesiones. Por ejemplo, la violación de Maud de Sundon se tomó especialmente en serio porque le robaron tres anillos de oro y unas monedas.
En un caso particularmente sangriento de 1438, Margaret Perman fue violada por un tal Thomas Elam, quien “le mordió a la dicha Margaret con los dientes de manera que con ese mordisco le arrancó la nariz y le rompió tres costillas (...) Margaret finalmente murió… por el veneno e infección de la mordida”.
Si el hombre era declarado inocente, quien lo acusaba corría el riesgo de ser castigado.
En 1330, una víctima de violación quedó embarazada y, como se creía que la concepción indicaba que la mujer había disfrutado del sexo, no le creyeron y fue condenada a prisión.
Si los casos eran horribles y la responsabilidad de acumular evidencia visible a un gran costo personal recaía sobre las mujeres, ¿por qué denunciaban? Ese es un enigma con el que los historiadores se enfrentaron durante décadas.
No hay una respuesta sencilla, pero podemos admirar su valentía y convicción. Incluso en esas circunstancias extremas, muchas mujeres se negaron a ser silenciadas.
En la era de #MeToo, las voces de estas víctimas-sobrevivientes resuenan con especial fuerza.
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