El trabajo más difícil: la historia de la mujer que organiza los velorios para la gente sin recursos en el Barrio Mugica
Carolina Duran es paraguaya y hace 11 años vive en la Argentina; se hace cargo de los trámites y los gastos económicos de los sepelios
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Son las dos de la mañana de un martes. Toda una familia duerme porque hay que levantarse temprano para ir a la escuela. De golpe, el timbre interrumpe el sueño. Carolina se despierta, va hasta la puerta y se encuentra cara a cara con uno de sus vecinos. No necesita más que la desolación en los ojos para entender lo que pasó: falleció algún familiar y están buscando ayuda.
Carolina Duran vive en el Barrio Mugica, conocido por muchos como la Villa 31. Nació en Paraguay pero hace 11 años se instaló en Argentina y, desde que tiene memoria, siempre la movió el deseo de ponerse a disposición de los demás. Todo comenzó en su tierra natal donde, apenas siendo una niña, las colectas y el aporte a la comunidad le nacían naturalmente.
Hoy en día, no importa qué haga falta o quién sea el necesitado, ella siempre va a estar ahí. Su especialidad son -por muy fuerte que suene- las muertes y los conflictos legales. “Normalmente cuando hay un fallecido acá en el barrio ya los mandan para mi casa directamente. No puedo decir que no porque yo decidí hacer esto y lo hago porque me gusta, nadie me obliga ni me lo exige”, expresa en diálogo con LA NACION.
A pesar de no tener educación formal en leyes, sabe cómo moverse en el ambiente. Aprendió todo a fuerza de determinación y preguntas. El carisma fue su herramienta principal a la hora de abrir puertas y le permitió no solo hacer buenos contactos sino entablar vínculos de amistad que la respaldan cuando le toca enfrentarse a cualquier tipo de dificultad.
Desde hacer colectas para que en invierno a la gente indigente le llegue abrigo y un plato de comida caliente, hasta arremangarse para preparar un cuerpo antes del velatorio. Ella está presente donde sea que la necesiten. En medio de esos extremos hay un mundo de deberes que Carolina hace sin chistar: trámites con las cocherías, conseguir los nichos y hasta plantarse en una comisaría para pedir que le entreguen el cuerpo en un contexto violento.
Lo que hay después de la muerte (pero que pocos sospechan)
Antes de profundizar, es esencial entender algunas cosas. Porque, para bien o para mal, no todo el mundo tiene tan claro qué pasa cuando alguien muere. Y no estamos hablando del aspecto filosófico existencial sino del físico que, a veces, es mucho más complejo.
En el momento en el que una persona fallece, la Policía se presenta en el lugar y, como primera tarea, debe llamar a los servicios médicos. Una vez confirmada la defunción, el siguiente paso es contactar a la fiscalía de turno. Son ellos quienes deciden qué pasa con el cuerpo. En esa instancia -siempre dependiendo de las circunstancias del hecho- puede pasar directamente a la morgue judicial o ser sometido a un peritaje. Luego de eso, la familia debe reconocer el cuerpo.
Este proceso puede llegar a tardar 48 horas y, en el medio, hay documentos por presentar, trámites que iniciar y cuentas que pagar. Los allegados del fallecido son quienes deben enfrentarse a un ejército de recepcionistas y miles de pasos burocráticos antes de poder, finalmente, asegurarle el descanso eterno al ser querido. Si ya es difícil atravesar la pérdida, más lo es si se le suman las llamadas interminables y firmas de papeles. Peor aún si los exorbitantes precios son imposibles de pagar.
En esta parte, la más tensa y dolorosa, es donde entra Carolina quien entiende a la perfección el dolor y la confusión que atraviesa cada familia. Es que, durante la década pasada, ayudó a más de la mitad -como ella recuerda- del barrio al que considera su hogar. Pero no está sola. La acompañan sus amigas, los miembros de la parroquia Cristo Obrero y aquellas cocherías que, motivadas por las simples ganas de ayudar, se sumaron al programa de Cáritas para brindar sepelios más baratos a personas con bajos recursos.
El dicho popular “no tiene donde caerse muerto” es, en muchos casos, más una realidad que una simple metáfora. Un proceso de sepelio puede rondar entre los 50 mil pesos y superar los $100.000, con la variación determinada por el tipo de entierro, el precio del féretro y -triste pero cierto- el barrio en donde se encuentra la casa velatoria. Como bien resumió a LA NACION Ezequiel Ríos Carbone, dueño de una cochería: “No es lo mismo morirse en Liniers que en Caballito”.
Ezequiel dirige Funeraria Carbone e hijos y hace años se sumó al proyecto de Cáritas. Actualmente, sus precios se adaptan a 28 mil pesos el servicio. Él aceptó acoplarse a la movida hace seis años, invitado por un cura amigo. Intentando contagiar el espíritu de ayuda le preguntó a una serie de socios, quienes manejan sus propias casas de sepelios, si querían participar. La respuesta fue unánime: “No”. Al preguntarle los motivos que le dieron, fue muy claro: “Por prejuicios. A nadie le gusta tener que meterse en una villa”.
Acá las historias -o las creencias- se unen, porque Carolina piensa exactamente lo mismo: cuando se trata de vivir en un barrio popular, la discriminación está a la orden del día.
“Normalmente vivir en un barrio vulnerable es ser todo el tiempo discriminado. Por el hecho de vivir en la villa 31 ya te ningunean. Sos un negro, sos un chanta, un rata, un drogadicto. Pero no todas las personas que vivimos en un barrio de emergencia somos así. Se estigmatiza mucho y no está bueno. También se debería mostrar lo bueno en cada lugar. No importa si es Recoleta, Zavaleta o la 1-11-14. Todo barrio tiene buena gente y buena manera de trabajar. Hay que tratar de mostrar más lo bueno que lo malo”, dice con la convicción de alguien que sabe que está en lo cierto y que va a luchar siempre por cambiar la realidad en la que vive.
Ahora es momento de retroceder en la historia y retomar la premisa sobre los gastos que afrontar cuando alguien cercano muere. Ante esto surge otro interrogante: ¿Cómo hacen quienes no pueden pagarlo? Si bien hay subsidios gubernamentales, éstos no cubren a todos los individuos y, aunque los cementerios públicos por ley deben brindar ciertos servicios gratuitos, hay otras partes del procedimiento que quedan fuera de la intervención estatal como, por ejemplo, el espacio para velar a una persona y hasta el cajón donde lo harán.
Frente al problema surgió una solución: la colaboración comunitaria. Cuando faltan fondos, Carolina pone manos a la obra. Le avisan que una familia necesita ayuda, levanta el teléfono y llama a los cocheros conocidos. Averigua lo que cubren y lo que falta. Corta, vuelve a marcar pero esta vez a sus amigas. Las que pueden, salen a recorrer el barrio durante horas y pasan casa por casa con una cajita pidiendo plata para el entierro de un vecino. Las que no, organizan bingos y rifas virtuales. “Cada una ayuda desde donde puede”, remarca.
Así Carolina, a pura fuerza de voluntad, moviliza a todo un barrio que en su mayoría empatiza con la causa que ella defiende aunque en muchos casos no conozcan a la persona fallecida. “La gente siempre colabora. Son los que menos tienen los que más ayudan”, resume.
La historia que más conmovió a Carolina en el barrio
Carolina es de esas personas que nutre a los demás, que intenta proteger a los desfavorecidos sea como sea, sin ceder ni un centímetro. Pero toda esa ternura y dedicación tiene un precio. Cuando uno abre su corazón a otro siempre corre el riesgo de salir herido y eso le pasó con un niño que conoció en el barrio.
Alex tenía 9 años y estaba enfermo de cáncer. Ella iba casi todos los días a verlo, le llevaba juguetes, ropa y libros para pintar. Habían logrado juntar el dinero necesario para cubrir su tratamiento y ya estaban organizando los festejos para celebrar que se había librado de la enfermedad, cuando su diagnóstico dio un giro inesperado. Una gastroenterocolitis debilitó sus defensas y, al poco tiempo, murió.
“Él siempre me decía ‘me gusta tu sonrisa, me encanta cuando reís, no cuando estás enojada’”, recuerda con nostalgia. Y agrega, atravesada por el dolor de la pérdida: “Me marcó y siempre lo tengo muy presente”.
Lejos de haberla detenido, la muerte de Alex la impulsó a seguir luchando por las causas que cree justas. Detrás de ella hay un ejército de amigos y vecinos que decidieron seguir sus pasos. “Empiezan a hacer propio el querer ayudar. Hay chicos de 11 o 12 años que, cuando murió Alex, salían a vender bizcochuelo o gelatina porque ellos también querían aportar algo”, recuerda.
¿Qué se esconde detrás de tanta caridad?
Hay una pregunta que Carolina escucha y, de alguna manera, la ofende: “¿Por qué lo hacés? ¿Alguien te da algo a cambio?”. Su respuesta es tajante y no admite doble lectura: “Nadie me obliga ni me exige”.
Ella, frente al mismo cuestionamiento, dio dos respuestas diferentes pero ambas lo suficientemente valiosas como para ganarse un lugar entre estos párrafos.
“Yo pienso que el día de mañana si no estoy y quedan mis hijos, que por los menos de 200 personas que ayudé, una pase un día a preguntar cómo están. Por lo menos eso es lo que uno espera, no es el pago monetario. Nunca lo pido tampoco”, explica.
Su última razón, la que encierra la verdadera esencia de por qué hace lo que hace, es quizás la más motivadora: “Siempre trato de que el otro aprenda a tener un poco más de humildad y de empatía, que es lo que hoy en día hace falta”.
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