El tango de la guardia vieja
El autor argentino devela los secretos de la última novela del escritor español, un retrato minucioso de un arquetipo argentino y de un tiempo que ya no existe
E l argentino es un seductor elegante y mentiroso, un bailarín mundano más vivo que inteligente, y sobre todo un ladrón secreto de guante blanco. Digamos un Raffles erótico y canyengue que nació en Barracas y emigró a París. Un chanta de alta gama, un canalla encantador. Se llama Max Costa, y es el protagonista de El tango de la Guardia Vieja, donde Arturo Pérez-Reverte da a luz, no con la conciencia del novelista sino acaso con el inconsciente de quien nos conoce muy bien, a un inolvidable arquetipo nacional. Sin quererlo, de algún modo nos retrató. Y lo hizo tras una minuciosa y apasionante indagación por el territorio de esa novela: el viejo barrio, cuna de la tanguería y el malevaje, adonde Costa nos transporta de la mano de una mujer enigmática y de un músico que busca los orígenes de ese "sentimiento triste que se baila". La narración (un amor turbio a lo largo de tres o cuatro décadas) comienza en Buenos Aires y sigue en la Europa de la posguerra. Para escribirla tuvo que documentarse sobre la historia porteña y entender la metafísica del tango, donde el hombre parece conducir a su compañera aunque es ella quien sutilmente lo domina. Arturo compró las películas de Gardel, escuchó grabaciones de antaño, releyó a Borges, descubrió a Arlt, devoró libros de lunfardo y crónicas de época, conversó con viejos vecinos, caminó, comió en bolichones y se hizo una idea precisa de quiénes éramos en aquel tiempo gris y a la vez brillante.
Un boom en España, fue traducida a 20 idiomas, y su presentación fue el acto más importante de la última Feria del Libro. Allí Arturo contó el carácter hondo de su obra, signada por mostrar una galería de "héroes cansados", damas y caballeros que han vivido la ilusión y ahora atraviesan la lucidez del escepticismo. Costa, que va envejeciendo, es a su modo un pillo, pero también un héroe fracasado surgido de un mundo en derrumbe. Pérez-Reverte reconstruye con marcas, gestos, modas y estilos ese mundo sofisticado que ya no existe. Es una novela policial y a la vez costumbrista, que sin quererlo trata sobre nosotros.
Bastarían estos hechos para entender que Arturo Pérez-Reverte fue una de las figuras literarias centrales del año. Pero el asunto no se detiene en estas proezas: acaba de publicar aquí otra novela relámpago, El francotirador paciente, que no trata sobre el tango ni sobre el Siglo de Oro ni sobre su célebre capitán Alatriste. Es una novela corta y nerviosa, que aborda el salvaje mundo de los grafitis. Que el escritor eleva a la categoría de gran arte y que muestra como nunca había sido contado, dado que se quitó por un momento el traje de académico y escritor consagrado, y tomó los ropajes de aquel corresponsal de guerra que fue durante 21 años, para salir de noche a la calle, confraternizar con esos artistas, aprender sus trucos y correr los peligros del caso. Luego, con la mochila de la memoria llena de imágenes y saberes, se sentó a su escritorio, en el subsuelo de su casa de Madrid, y escribió en pocos meses esta nueva épica de héroes cansados y mundos crepusculares.
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