El tambo que se volvió un imán de turistas por un queso artesanal que ya no se consigue
A orillas del río Sauce Chico, en el partido bonaerense de Saavedra, El Balcón del Arroyo se volvió una parada obligada para quienes visitan la zona
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“Hacemos queso con gusto a queso, quizás por eso se acerque tanta gente”, afirma Liliana Oustry, miembro del equipo familiar que lleva adelante a orillas del río Sauce Chico, en el partido de Saavedra, el tambo El Balcón del Arroyo. Un producto es el responsable del éxito que tienen: el queso cuartirolo.
“Genera devoción, principalmente en los mayores de 40 años”, sostiene Gerardo Bras, su esposo y maestro quesero. “Crecimos con este queso, lo hacemos en forma artesanal”, afirma. Turistas y clientes de toda la provincia viajan cientos de kilómetros para buscar una horma del popular queso que, elaborado de esta forma, ya no se consigue.
“Hacemos 50 cuartirolos por semana en hormas de tres kilos y medio: no queda ninguno”, sostienen Bras. El tambo, que es furor en el sudoeste bonaerense, está sobre la ruta 33 a orillas del río, a los pies del cordón serrano de la Ventania. Desde allí nace y baja calmo. Sus aguas son increíblemente transparentes.
En tiempos de pandemia, crearon burbujas naturales, bajo la sombra de los árboles. “Proponemos hacer picnics en el arroyo (así lo llaman aquí al río), estás solo disfrutando la naturaleza y degustando una picada”, cuenta Oustry.
La secuencia es perfecta. En esta actividad dos factores atraen a las más de 500 personas que los visitaron en el verano: el contacto con la naturaleza y la oportunidad de conocer cómo se hace el queso cuartirolo, además de probarlo y comprarlo. “La industria estandarizó sabores, acá todo lo hacemos a mano”, afirma Javier Melchior, otro de los pilares del tambo.
¿Por qué genera tanta atracción el queso cuartirolo? “Tal cual como lo hacemos nosotros, ya no se hace más porque las grandes fábricas buscan rendimiento”, afirma Bras.
El cuartirolo que elaboran es el clásico: cáscara de fécula de maíz envuelto en papel manteca. Hasta la década del 80 fue el queso fresco más vendido del país. “¿Cuál queso te mandaba a buscar tu mamá al almacén del barrio?”, se pregunta el maestro quesero. “Cuartirolo”, responde. Esa nostalgia por reencontrar un producto clave en nuestra infancia, lleva al Balcón del Arroyo a tener que rechazar reservas por capacidad colmada.
El tambo, enclavado en una postal escénica, ofrece una panorámica a las sierras y a la pradera. La inmensidad natural se presenta desnuda. La belleza impacta. La zona productiva quesera y de ordeñe está a la vista de todos. Un pasillo vidriado permite ver en dos momentos al día el proceso de ordeñe (a las 7 y a las 17, todos los días del año) y luego de elaboración del queso cuartirolo, pero también de al menos 15 variedades más.
¿Por qué tanta gente los visita? “No es común ver cómo se hace un alimento”, sostiene Oustry. Y no es cualquier alimento. Según el Observatorio de la Cadena Láctea Argentina (OCLA), se consumen algo más de 11 kilos de queso per cápita por año en el país.
“En las dos semanas de vacaciones de invierno nos visitaron 250 personas. Un fin de semana normal, 100”, afirma Oustry. La mayoría de estos visitantes se acercan para almorzar a orillas del río Sauce Chico. A cada burbuja les dan una canasta, un mantel y una heladera portátil con bebidas y una tabla con quesos, con el cuartirolo como producto central. Luego son invitados al tambo para participar del ordeñe y a una degustación de los quesos. “Llama la atención la manera artesanal en la que trabajamos”, afirma Melchior.
Sabores de antes
“Probar los quesos en un entorno natural da mucha seguridad en tiempos de distanciamiento —sostiene Oustry—. Hay una vuelta a lo natural, en busca de los sabores de antes”.
En ese trabajo emocional, el queso cuartirolo señala un camino hacia momentos felices, la mesa familiar, el almacén del barrio, el encuentro. Los visitantes vienen buscando recuperar lo perdido y regresar a los orígenes. El tambo de esta manera se posiciona como un puente emocional. No siempre fue así.
“Tuvo que venir la pandemia para concretar los pícnic en el arroyo”, afirma Oustry. Las burbujas naturales estuvieron allí siempre con la sombra de cada árbol. En año 2013 cuando tomaron posesión del tambo, al tiempo construyeron un quincho vidriado con una panorámica a las sierras y al valle. El Covid inhabilitó el espacio cerrado y solo tuvieron que alzar la mirada y ver la solución.
“A cada grupo familiar se le asigna un lugar para pasar el día”, afirma Oustry. El tambo tiene un kilómetro de costa del río Sauce Chico. Las burbujas son espacios que se determinan bajo el amparo de un árbol, en este caso, todos de gran porte. Además de la canasta y de la picada con la tabla de quesos, se incluyen hamburguesas completas con cebollas caramelizadas, tomate, lechuga y huevo, todos de elaboración propia. “Es soñada la experiencia, oís el agua correr, el canto de las aves”, afirma Oustry.
La fiebre por el cuartirolo no conoce fronteras ni restricciones: durante la pandemia debieron hacer delivery para entregarlo no solo en Pigüé sino en distritos vecinos. “Trabajamos muy bien durante la cuarentena”, sostiene Bras. Cuando se habilitaron las actividades al aire libre, las familias quisieron trasladar la experiencia a cielo abierto. Los fines de semana trabajan con las 10 burbujas completas, más el quincho y un espacio más al aire libre para atender la creciente demanda.
La industria láctea fue abandonando la producción de cuartirolo para dar paso al queso cremoso, tal como se lo vende en todo el país. “Nosotros lo hacemos como antes: con una cáscara de fécula de maíz, y el papel manteca, de esta manera el queso sigue respirando y madurando, así se gana en sabor”, afirma.
“A los clientes les llama la atención la cáscara de fécula de maíz, les provoca nostalgia ya que son pocos los productores que conservan este método de producción”, afirma Micaela Bruno, pastelera y una de las propietarias del restaurante Juliette, de Pigüé.
“Ya ha formado parte de varios productos nuestros, desde sándwiches, tablas de quesos y fiambres hasta acompañado con trufa negra que queda excelente”, agrega su esposo, el chef Ezequiel Echepar.
“Conocí El Balcón del Arroyo de casualidad”, afirma el periodista Guido Martínez. Vacacionaba en Villa Ventana y decidió recorrer los alrededores, vio el cartel del tambo de la ruta 33, entró y pasó el día. “Fue una experiencia genial”, sostiene.
“Comimos un asado en una mesa larga al aire libre y probamos los quesos”, agrega. Luego se acercó al tambo y vio el proceso de elaboración. “Felicidad, eso te da comer ese queso que se abre en una gran cantidad de aromas y gustos. Soy fundamentalista del queso y dulce. Con ese queso no hace falta el dulce”, culmina.
“Hacer queso es un arte, al menos así lo entendemos acá”, señala Melchior. En épocas donde las máquinas desplazan al hombre en procesos claves de la producción, en El Balcón del Arroyo priorizan los sentidos. Antes que un sensor, está la mirada, el olfato y principalmente el tacto. “Cuando estoy en la tina buscando el punto a la masa, siento su textura, veo su color, y voy pensando y concentrándome para amasar más o menos hasta llegar al queso que quiero, el mejor”, afirma Melchior.
“La alimentación de las vacas es netamente pastoril”, agrega Melchior. Y resalta: “La mano del quesero tiene una influencia directa con la calidad”.
Las 50 hormas semanales que hacen de cuartirolo tienen destinatarios cada vez más devotos. “Siempre se relaciona con momentos felices”, confiesa Melchior y evoca a un cliente del litoral que viene a comprar porque le recuerda a su padre, ya fallecido, cuando comía cuartirolo con dulce de batata. “Es un queso hecho con mucho sentimiento”.
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