Reina intenta esconder sus lágrimas. No quiere que los guardiacárceles la vean llorar. Espera la ambulancia que la trasladará a ella y a su bebé recién nacido al último lugar donde una madre quisiera criar a su hijo: la cárcel. Tiene que ser fuerte. Lleva un tiempo detenida en la Unidad penitenciaria bonaerense N°31. Sólo la sacaron unas horas para que diera a luz en el hospital.
Sabe lo que la espera: ya tiene a su otro hijo, de dos años, también en el penal. Va tener que compartir la cama, ceder parte del espacio en la celda, pelear por la leche y por los pañales. Pero eso no es lo que más le preocupa. Lo que la angustia es que los primeros sonidos que ese bebé va a escuchar -y que lo van a perseguir por el resto de su vida- son los chirridos y golpes de rejas que se abren pero, sobre todo, se cierran.
Zaion, como se llama el recién nacido, es uno más de los tantos niños que conviven con sus madres en las cárceles del país. Hoy, dentro del Servicio Penitenciario Bonaerense hay unas 1490 mujeres (en unidades y alcaidías), de las cuales 21 estaban embarazadas y 63 tienen hijos. En total, son 72 niños de hasta cuatro años los que permanecen junto a sus madres presas en las cárceles bonaerenses. Unos 32 tienen menos de un año, 21 tienen un año, 10 tienen 2 años y 9 tienen 3.
Con el objetivo de fomentar el contacto materno infantil, la Ley de Ejecución de la Pena establece que todas las mujeres presas que tengan niños de hasta cuatro años de edad pueden convivir con ellos en los penales.
La Convención de los Derechos del Niño define como principio máximo del ordenamiento jurídico argentino el interés superior del niño, que debe prevalecer ante cualquier situación, y lo mismo indica la Ley de Protección Integral de Derechos de Niños y Niñas y Adolescentes viviendo en la Argentina.
"Tratar de vivir en la cárcel es complejo. Cuidar y criar a una criatura en uno de los momentos más vulnerables de la vida es peor aún", dice Verónica Manquel, que pertenece al equipo de género y diversidad sexual de la Procuración Penitenciaria de la Nación.
Muchas veces afuera de la cárcel no hay padres, abuelos, ni vecinos que puedan hacerse cargo de los menores, por lo que a estas mujeres no les queda más opción que tenerlos con ellas en contexto de encierro. De esta manera, niños que no cometieron ningún delito viven sus primeros años de vida como si estuvieran presos.
En la mayoría de los penales las mujeres con niños pequeños son alojadas en pabellones comunes. La rutina es la misma que la del resto de las presas.
El efecto de las rejas
"Los niños que viven los primeros años en prisión, obviamente cuando salen desconocen todo. Al revés de lo que nos pasa a nosotros. Se asustan cuando ven un baño, una cama y libros. Muchos chicos usan de baño un rincón de la casa y se asombran cuando ven la luna o el sol, porque nunca se lo mostraron", dice Lucia Di Forte, fundadora de la agrupación Yo No Fui que realiza actividades dentro del penal y trabaja con mujeres que ya obtuvieron la libertad.
Paula Urbant, psicóloga social, explica que las consecuencias de nacer y vivir en el encierro se manifiestan en el desarrollo y proceso de aprendizaje más tardío de los niños. "Al encontrarse siempre los mismos estímulos, hablan más tarde y su vocabulario es reducido. Son niños solitarios, independientes, que no intentan llamar la atención", detalla.
Las madres que tuvieron a sus bebés en la cárcel señalan que, cuando salen, los menores están obsesionados con las puertas, y la idea de poder abrirlas y cerrarlas. "Tocan siempre las mismas cosas; escuchan siempre lo mismo, ven siempre lo mismo", dice Nancy, que está cumpliendo condena en el penal de Florencio Varela. "Al final terminan siendo conscientes de que viven en una cárcel".
Cuando tienen la opción, algunas mujeres prefieren sufrir la distancia, pero evitar que el niño esté en contacto con la vida carcelaria. Es el caso de Ramona Leiva, que estuvo detenida 4 años pero decidió no vivir con su hija –en ese momento de 3-: "Los chicos juegan con las rejas. Se acostumbran a todo lo que ven. No conocen lo que es una puerta, un baño, un televisor", sostiene.
"Cuando caí detenida, lloré dos meses y medio, sin parar todos los días", recuerda Ramona. Empezó unos talleres que costura y poco a poco el tiempo pasó más rápido. Repite una y otra vez que "uno es lo que lo acompaña en la vida", por eso hay que cuidarse y cuidar a los que están alrededor.
Casitas en lugar de pabellones
"¡Tránsito! ¡Tránsito! ¡Tránsito!", grita una de las guadiarcárceles mientras golpea con las llaves las rejas. Lleva esposada a una mujer a la que deja en el pabellón de las madres. Se llama Mariza y está embarazada de siete meses. "Menos mal que tenés la panza mamita y te tocó este pabellón. Esto no es la cárcel común", le dice una compañera de celda.
Desde hace dos años, la provincia de Buenos Aires puso en marcha un plan: un sistema de casitas a las que comenzaron a ser trasladadas algunas de estas mujeres embarazadas o con hijos pequeños. Están dentro del predio penitenciario, pero separadas del funcionamiento cotidiano del penal y con acceso a un espacio verde independiente.
El objetivo es evitar o paliar las secuelas del encierro en los menores y fomentar un vínculo más sano entre madres e hijos. Este proyecto se lleva a cabo en el penal de Florencio Varela. "Estar acá y no en el pabellón me cambió el ánimo. Ver el pasto y no tener el encierro. Llueve y podes salir", dice Nancy.
"Los primeros años de los niños son fundamentales para su desarrollo a lo largo de la vida. En este contexto, en la Unidad n°54 de Florencio Varela se está llevando a cabo una prueba piloto que consiste en brindarles a los niños un espacio similar a un hogar", sostiene Gustavo Ferrari , ministro de Justicia bonaerense e impulsor del programa de alojamiento penitenciario de madres e hijos en esas casitas.
El diseño arquitectónico de estas unidades trata de alejarse del modelo carcelario, para acercarse a las necesidades de los niños: patio, juegos y discretas medidas de seguridad.
La experiencia de esta prueba piloto se replicará en las otras unidades. Primero será implementada en la 33 de Los Hornos y luego en 52 de Azul.
Los niños son enviados a escuelas cerca de los penales en donde están alojados con sus madres. Incluso en la Unidad n°33 se creó una guardería a la que asisten tanto los hijos de las internas como los de los agentes penitenciarios.
A partir de los 45 días hasta los tres años, los chicos privados de su libertad van al jardín público. Un transporte escolar los saca de la cárcel y los lleva. "A mi me duele perderme todo eso, pero es el momento en que puede salir de las rejas y sentirse un poco más libre", Romina, que está presa hace siete años por tenencia de drogas y haber estado prófuga un tiempo.
Priorizar el vínculo o el contexto
"Es importante que los servicios locales, los organismos de niñez y la sociedad civil ponga atención, apoye y acompañe a todos los hijos cuyos referentes adultos están privados de libertad. Esto incluye a los que viven con sus madres en los centros penitenciarios, pero también a los más de 100.000, que viven fuera y que hasta ahora han sido prácticamente invisibles para las políticas públicas. En nuestra experiencia, la gran mayoría de ellos desea ver, visitar y estar en contacto con sus mamás y papás", dice Luciano Cadoni, Coordinador regional de los Programas de Protección de los Derechos de la Niñez de la Church World Service (CSW).
Para UNICEF, "Las niñas y niños que viven junto a sus madres en los establecimientos penitenciarios pueden mantener el vínculo maternal, pero a costo de vivir en un ámbito carcelario y de interrumpir la convivencia o el contacto cotidiano con el resto del grupo familiar".
Por otro lado, cuando cumplen los cuatro años deben abandonar la cárcel y, si no hay ningún familiar o persona de confianza que pueda asumir su cuidado, son derivados a familias sustitutas, con las duras consecuencias que implica el desarraigo familiar.
El vínculo materno es fundamental para el desarrollo de los niños pero ¿qué pasa si se lo prioriza por encima del contexto? Si bien psicólogos afirman que se pueden revertir las secuelas luego, a lo largo de la crianza, algunos expertos consideran que las consecuencias pueden ser permanentes y abogan por soluciones por fuera del contexto de encierro.
El problema no se soluciona con encontrar un hogar para el menor fuera del penal. El niño o niña seguirá en contacto con el sistema penitenciario cuando vaya a visitar a su madre a la cárcel. "Los chicos que quieren visitar a sus madres tienen que estar en contacto con el sistema penitenciario, incluso es común que muchas mujeres no quieren recibir visitas cuando los niños son pequeños porque no quieren que pasen por eso", dice la psicóloga Paula Urbandt.
"Un día de invierno, vino a visitarme mi hijo con mi tía y tenía una campera oscura. No lo dejaron pasar, se la sacaron y lo mandaron en mangas cortas. El nene no entendía nada, se la arrancaron y no se la devolvieron", dice Ramona.
La experiencia de las madres
Dos años después de cumplir su condena, Reina piensa en ese momento y reconoce que hoy actuaría de otra manera. "La cárcel no es el lugar para un chico, no hay juguetes, no hay actividades", relata.
La rutina en la cárcel es rigurosa y constante. Los metros cuadrados de la celda, los uniformes, las sentencias contadas en años, meses y días, los recuentos de los presos y las vueltas a las celdas, las requisas. Todos los días, la misma hora, la misma pared, la misma reja.
Diana y Micaela están en la Unidad N°33 de La Plata, en el pabellón 9. Entraron al penal embarazadas. Ahora, sus bebés tienen ocho y nueve meses. Ambas tienen hijos afuera. Ninguna quiso que ellos vivieran en el penal. "No podés explicarle donde estás. El ruido a las rejas, las peleas entre las mujeres, los gritos todo el tiempo. Pero también cada noche que pasa, es un día menos que paso con mi bebé", dice Diana.
"Yo sé que este no es un lugar para los niños, pero no tengo otra opción. Mi marido murió en Bolivia y mi mamá está cuidando de mis otros dos hijos", comenta Micaela mientras le da de amantar a Cristiano, de ocho meses. Cuidar a sus bebés, para ellas, es mágico. Las ayuda a olvidarse de que están presas. "Mi hija más grande cree que estoy en un hospital, no le puedo decir que estoy acá y me vea en esta situación. Yo siempre fui superpoderosa para ella", agrega.
Unos bracitos minúsculos y rechonchos que sorpresivamente abrazan por la espalda a Julia, una de las guardiacárceles de la Unidad N°33, le devuelven la sonrisa. "Hola Pedro", exclama. Es hijo de una de las presas que está hace cinco años por transportar droga. Julia juega con todos los niños del penal, la quieren. "Paso mucho tiempo acá. Los cuido como si fueran mis hijos", dice.
El niño vive intramuros con su madre desde que nació, y ese universo es todo lo que conoce. Un día tiene que separarse del único vínculo que generó e ir con alguien que desconoce o que conoce poco. Cuando sucede, también es traumático para la madre.
Arresto domiciliario, otra opción
Una intervención judicial enfocada en los Derechos Humanos del niño estuvo a cargo del titular del Juzgado de Ejecución 1 de San Isidro, Dr. Alejandro David. En un fallo sin precedentes dictaminó arresto domiciliario a varias madres embarazadas o alojadas con sus hijos menores a cuatro años.
A esta medida se le sumó una modificación en la ley, que desde enero de 2009, siempre y cuando un juez de ejecución penal considere que cumple con los requisitos, establece como opción que las mujeres embarazadas o con niños menores de cuatro años cumplan su condena bajo arresto domiciliario.
"Últimamente se está otorgando pero es un proceso que va muy lento y los criterios son disímiles, varían de juez en juez", dijo Lucía Di Forte, coordinadora de la ONG "Yo no fui". Aun así, la mayoría están en las cárceles.
Hoy hay 394 mujeres con prisión domiciliaria en el ámbito bonaerense, de las cuales 278 están procesadas y 116 penadas., controladas mediante el sistema de monitoreo electrónico a cargo del Servicio Penitenciario Bonaerense.
Para el juez David el penal "nunca fue un lugar para un chico. Hay muchas ratas que los nenes tocan. Además, no existe un registro de vacunación de los gatos que hay en las cárcel que están para combatir las ratas. Las enfermedades más comunes que tienen esos nenes y nenas, son respiratorias", dice.
Todas las madres privadas de su libertad entrevistadas por LA NACION coinciden en que hablar de la salida de la cárcel las remite a su identidad deteriorada, la pérdida de autonomía, la incapacidad de encarar cosas básicas como cocinarse o lavar la ropa y planificar su día en libertad.
"Hace poco admití y entendí que las equivocaciones no fueron mías solas. Antes me echaba toda la culpa. Tengo claro que me faltó sostén de mi entorno y que no me relacioné con buenas personas. Nunca es tarde para empezar de nuevo", afirma Reina.
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