El apetito no es un enemigo. Por qué los “impulsos básicos” como el hambre se presentan como “fallas”
Pensar en alimentos, desearlos o planear el próximo plato, en la era de Ozempic parece una situación omnipresente, con nombre propio “ruido de la comida”
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NUEVA YORK.– Antes de 2022, solo había rumores. Ahora, el concepto de “ruido de la comida” es omnipresente en redes sociales.
Una búsqueda rápida en TikTok, por ejemplo, revela que los videos relacionados con “una explicación sobre el ruido de la comida” acumularon 1800 millones de visualizaciones hasta mediados del año pasado. El “ruido de la comida”, acuñado para designar la experiencia de pensar en comida, desearla, planear la siguiente y demás, es un cambio de imagen ingenioso para algunos de los impulsos humanos más básicos: hambre, apetito, antojo. Pero ahora se presentan como fallas, no como características. Deberíamos resistirnos a este replanteo.
Las referencias al “ruido de la comida” aparecen todo el tiempo en relación con la nueva y muy publicitada clase de medicamentos que a menudo inducen a la pérdida de peso, como Ozempic y Wegovy. Criticar el concepto de “ruido de la comida” no es dudar de que algunas personas hayan llegado a experimentar así su relación previa con el hambre mientras tomaban estos fármacos, cuyos efectos supresores del apetito son poderosos. Sin embargo, llamar a algo ruido es ir más allá de describirlo: es invocar la afirmación normativa de que simplemente amar la comida, dejar que la comida ocupe nuestros pensamientos y responder a nuestra hambre es sospechoso. No lo es.
Una cosa es argumentar que el objetivo de la pérdida de peso justifica los medios para suprimir el apetito de algunos pacientes (por supuesto, junto con el importante papel de estos fármacos en el tratamiento de la diabetes tipo 2), aunque se puede discrepar incluso con eso. Como una crítica de la gordofobia y de la presión implacable para reducir la talla, yo pondría énfasis en la ciencia que demuestra que la pérdida de peso no es el remedio mágico que parece ser. Sin embargo, independientemente de la opinión que tengamos al respecto, es demasiado drástico argumentar de manera implícita –por medio del término “ruido de la comida”– que el apetito en sí mismo es un problema que hay que resolver.
La idea de que no debemos ignorar nuestras señales de hambre se dio a conocer por las críticas a la cultura de las dietas, y la idea de que tampoco debemos silenciar el hambre es, para mí, igual de convincente. Como alguien que tiene un largo historial de intentar calmar el hambre con supresores del apetito, desde “suplementos” de venta libre hasta Adderall con receta médica, no fueron solo los efectos secundarios lo que terminó por afectarme, sino cómo el intento de anular el hambre se convirtió en un ejercicio de autoalienación. Cuando tenemos hambre, nuestro cuerpo nos dice que comamos, casi literalmente, emitiendo gritos, llamadas y súplicas que constituyen imperativos corporales. Silenciamos o ignoramos esa voz interior de necesidad en detrimento de la aceptación de nuestra naturaleza animal y, con ella, nuestra humanidad.
El placer que nos da la comida es un bien humano importante. Después de disfrutar una temporada de fiestas centrada en la comida, deberíamos recordar sus consuelos y placeres con cariño y deleite, no con culpa, vergüenza ni autodesprecio. La comida nos conecta con nosotros mismos y con los demás y hay daños reales en enseñarle a la gente a replantear el placer que les produce como un problema que debe tratarse con medicamentos. Debido a que el 81% de las personas que tomaron Wegovy en Estados Unidos el año pasado fueron mujeres, según datos de su fabricante, Novo Nordisk, podemos entender esta tendencia como parte de una devaluación perpetua del placer femenino y de la vergüenza de los apetitos viscerales de las mujeres. En un tuit del año pasado, la célebre autora culinaria inglesa Nigella Lawson se lamentó: “No podría soportar vivir sin el ruido de la comida”. En un comentario en respuesta, alguien escribió: “Creo que se le llama ‘música de la comida’”.
No hay que ser un amante de la gastronomía profesional para disfrutar de la música de la comida ni para lamentar su silencio. Un investigador cuyo trabajo contribuyó al desarrollo de los llamados agonistas de los receptores GLP-1, como Ozempic, cree que la pérdida del disfrute por la comida mientras se toman estos fármacos no solo es una pérdida genuina, sino también una de las principales razones por las que los pacientes tienden a dejar de tomarlos. “Lo que pasa es que se pierde el apetito y también el placer por comer” y “hay que pagar un precio cuando se hace eso”, dijo Jens Juul Holst, profesor de ciencias biomédicas de la Universidad de Copenhague. Para algunas personas, “cuando llevan uno o dos años en esto”, continuó, “la vida es tan aburrida que se vuelve miserable, así que no pueden soportarla más y deben regresar a su antigua vida”. O como explicó una paciente, Aishah Simone Smith: “Mi vida necesita más placeres, no menos. Comer añade dramatismo, diversión y energía a mi experiencia, la cual de otro modo sería apática y distímica. Cuando perdí mi anhelo por comer, mi vida perdió sentido”.
Sin duda, algunas personas que se identifican con el término “ruido de la comida” experimentan una obsesión genuina en torno a la comida, además de que se involucran en conductas perjudiciales como los atracones. Sin embargo, según especialistas como nutricionistas y psicólogos, estos problemas suelen tener su origen en la restricción. En otras palabras, el ruido de la comida puede ocurrir cuando no se come lo suficiente para satisfacer el apetito, a menudo bajo la presión de la cultura de las dietas, una cultura a la que contribuyen fármacos como Ozempic y Wegovy, al normalizar la alimentación restrictiva y tratar el hambre como una patología. (Por supuesto, podemos reconocer que las presiones y prácticas culturales son problemáticas y, al mismo tiempo, empatizar con las personas que las padecen).
Menospreciar nuestro apetito tiene consecuencias para la cultura en general. En esencia les decimos a las personas –de nuevo, en especial a las mujeres– que no confíen en sus cuerpos de maneras que huelen a manipulación o gaslighting. Imaginemos un mundo en el que pudiéramos anular nuestra necesidad de dormir con un medicamento mucho más potente y duradero que la cafeína: por ejemplo, una nueva clase de anfetaminas que pueda suprimir la necesidad de sueño durante días, si no semanas. Y así llegamos a declararnos aquejados por el “ruido del sueño”, en vez de simple cansancio humano, por ende, representamos una necesidad corporal normal como una debilidad y los fármacos para tratar este cansancio como una solución a este problema que no es un problema. La idea de promover como mero ruido las súplicas de descanso que nos da el cuerpo –y, por lo tanto, como algo a lo que no se le debe hacer caso– roza en lo distópico. El caso del hambre no es distinto.
En la vorágine mediática en torno a los fármacos que contienen semaglutida, como Ozempic y Wegovy, se prestó poca atención a las dificultades que tenemos las personas que nos hemos acostumbrado durante mucho tiempo a ignorar nuestra voz de hambre, al grado de llegar a presentar un modo de comer anormal o incluso sufrir trastornos alimentarios manifiestos. A pesar de la alta prevalencia de este tipo de problemas –incluso en niños y adolescentes, con trastornos de la alimentación que afectan a más de uno de cada cinco en todo el mundo–, la capacidad que tienen estos fármacos para llevar a la gente a un territorio peligroso casi nunca se aborda con seriedad. Incluso al margen de los fármacos en sí, el discurso exaltado que los rodea, que celebra un futuro en el que la comida y el apetito sean superados, es tenso para quienes batallaron para no convertir el hambre en una enemiga. Y para cualquiera de nosotros, la alegría, el placer y el consuelo que aporta la comida tampoco debería ser descartado. Por supuesto que necesitamos comer para vivir, pero esto va más allá; vivir para comer nos dio sentido y comunidad a muchos de nosotros durante mucho tiempo, así como sustento puro. El ruido de la comida no debe tratarse como algo patológico que se debe eliminar con medicamentos. Más bien, podríamos llamar a esto la “música de la comida” y bailar al son de ella.
Por Kate Manne*
*La autora es profesora adjunta de filosofía en Cornell y autora de un libro sobre la gordofobia, de próxima publicación