Landais Alzheimer, en el suroeste de Francia, está bajo seguimiento; los primeros resultados sugieren que el modo en que transcurre allí la vida, sin horarios fijos y con mucha actividad cultural, influye en que la enfermedad evolucione lentamente
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Landais Alzheimer, en el suroeste de Francia, es un pueblo diferente: todos sus habitantes padecen demencia.
La tienda de la plaza principal suministra alimentos sencillos, como la importantísima baguette, pero no acepta dinero, así que nadie tiene que acordarse de la cartera.
Francis, un antiguo agricultor, recoge allí su periódico y le propongo que vayamos a tomar un café al restaurante de al lado, que es el corazón social del pueblo.
Le pregunto a Francis qué sintió cuando el médico le dijo que tenía Alzheimer.
Asiente, retrotrayéndose a esa época, y, tras una pausa, dice: “Muy duro”.
Seguir adelante
Su padre también tenía Alzheimer, pero Francis no tiene miedo.
“No tengo miedo de morir, porque eso ocurrirá algún día”, me cuenta.
“Mientras tanto, viviré mi vida a pesar de la enfermedad. Estoy aquí para vivir, aunque no sea lo mismo. Si te rindes, te jodiste. Así que hay que seguir adelante lo mejor que se pueda”.
Además de la tienda y el restaurante, se anima a los vecinos a ir al teatro y participar en las actividades.
Philippe y Viviane me cuentan que siguen llevando una vida lo más normal posible tras su doble diagnóstico de demencia.
“Damos paseos. Paseamos”, dice Philippe, mirando a lo lejos.
Y cuando le pregunto si son felices, gira la cabeza al instante y, con una sonrisa radiante, exclama: “Sí, lo somos, de verdad”.
Después de tomarse el café y abrigarse bien, la pareja sale de nuevo al parque.
El tiempo pasa de otra manera aquí, comenta mi guía en el pueblo.
No hay horarios fijos para las citas, las compras y la limpieza, sólo un ritmo suave que envuelve y engatusa a los aldeanos para darles la mayor libertad posible.
Este pueblo está bajo un estrecho seguimiento y escrutinio y, según la profesora Hélène Amieva, los primeros resultados sugieren que el modo en que transcurre la vida acá está influyendo en la evolución de la enfermedad.
“Lo que solemos ver cuando la gente (con demencia) entra en una institución es un deterioro cognitivo acelerado. Eso no lo estamos observando en este pueblo. Aquí vemos una especie de evolución muy suave”, afirma.
“Tenemos algunas razones para creer que este tipo de residencias pueden influir en la trayectoria de los resultados clínicos”, sostiene.
También han observado una “reducción drástica” de los sentimientos de culpa y ansiedad de las familias.
Dominique observa a su madre, Mauricette, de 89 años, sentada en su dormitorio.
“Estoy tranquila porque sé que ella está tranquila y segura”, dice mientras la señala.
Llena de fotos familiares, cuadros y muebles de la familia, la habitación tiene una gran ventana que da al jardín.
No hay horario de visitas, la gente entra y sale cuando quiere. Y Dominique dice que ni ella ni sus hermanas esperaban que los cuidados fueran tan buenos.
“Cuando la dejo, me siento aliviada. Cuando llego es como si estuviera en su casa; siento que estoy en casa con mi madre”.
Cada uno de los chalés de una sola planta alberga a unos ocho residentes, con una cocina común y salas de estar y comedor.
Aunque los habitantes pagan una contribución, los gastos de funcionamiento -similares a los de una residencia media- corren a cargo principalmente del gobierno regional francés, que ha desembolsado US$22 millones para crear la aldea.
Cuando se inauguró en 2020, era la segunda aldea de este tipo y la única que formaba parte de un proyecto de investigación.
Y se estima que hay menos de una decena de ellas en el mundo
Pero ha despertado interés mundial entre quienes buscan una solución al crecimiento exponencial previsto de la demencia.
En la peluquería del pueblo, Patricia, de 65 años, acaba de secarse el pelo. Allí me cuenta que Landais Alzheimer le ha devuelto la vida.
“Estaba en casa, pero me aburría”, dice.
“Tenía una señora que me cocinaba. Estaba cansada. No me encontraba bien. Sabía que el Alzheimer no era fácil y tenía miedo”, explica.
“Quería estar en un sitio donde yo también pudiera ayudar. Porque otras residencias no están mal, pero la gente no hace nada. Mientras que aquí es la vida real. Y cuando digo real, lo digo en serio”.
A menudo, la demencia puede aislar a las personas.
Pero aquí parece haber un fuerte sentido de comunidad, con personas realmente interesadas en verse y participar en actividades.
Y los investigadores afirman que este elemento social puede ser parte de la clave para llevar una vida más feliz y potencialmente más sana cuando se tiene demencia.
Hay unos 120 habitantes y el mismo número de profesionales sanitarios, además de voluntarios.
Existe, por supuesto, una cruel fatalidad porque no hay cura.
Pero a medida que avanza la enfermedad de cada habitante del pueblo, se le presta el apoyo que necesita.
Y mientras este puede que sea el invierno de la vida de estos aldeanos, aquí el personal cree que se llega más despacio y con más alegría por el camino.
Algunas personas que colaboraron para este artículo han pedido que no se revelen sus apellidos.
Por Sophie Hutchinson
BBC News
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