El previsible estallido de la banalidad
La política educativa surgida en 2003 mostró como primer logro la repartija de libros en canchas de fútbol. Doce años después la imagen pasa de la intrascendencia a la sandez, pero, convengamos, expresó un eje político que continúa: la superficialidad.
Así se sancionaron una retahíla de leyes de dudoso o directamente nulo cumplimiento: 180 días de clase que no son, paritarias docentes nacionales (para una negociación salarial provincial), 6% del PBI para educación (logro que primero se promocionó y ahora se desmiente), obligatoriedad del secundario (y el abandono en los 2000 fue mayor que en el peor momento de crisis de 2001) y así de seguido. Cosmética que tapó los grandes problemas pedagógicos, de organización y financiamiento del sistema educativo. Estética a favor de la educación pública que ocultó el mayor crecimiento de la educación privada e inauguró un nuevo fenómeno: la pérdida neta de alumnos (-7% desde 2003) en las escuelas primarias públicas.
Si algo tuvo el Gobierno durante todos estos años fue poder. Consiguió la estatización de YPF y las AFJP, la ley de medios y el memorándum con Irán gracias a una enorme acumulación política. Si toda esa energía no fue aplicada a la mejora de la educación no fue por falta de volumen: la administración surgida en 2003 mantuvo los fundamentos de inequidad y baja calidad que asolan a la educación Argentina. Y al mantenerla la profundizó.
Al contrario de los gobiernos socialistas de Chile y de Brasil, aquí no manda la exigencia y la excelencia sino la superficialidad y lo políticamente correcto: esa anestésica ideología de que lo que estigmatiza no es la realidad sino nombrarla.
La trivialidad no es neutral y la superficialidad fue bienvenida hasta la explosión de los problemas. La nueva normativa de la provincia de Buenos Aires forma parte del estallido de la banalidad: durante años, los docentes denunciaban que los funcionarios los presionaban para "aprobar a todos" como forma de "inclusión".
Si retirar el 1, el 2, y el 3 de la escala de calificaciones fuera una solución, bien podría ser debatida. Pero esta década ya nos enseñó que el desprecio por la exigencia es también el desprecio por la inclusión: ablandarla no retiene a los más pobres.
¿Todo lo incluido en la resolución bonaerense está mal? Claro que no. Algunas ideas serían valiosas en otro contexto. Pero los pedagogos sabemos desde hace siglos que la educación es mucho más que disposiciones aisladas: es símbolo, ejemplo y una intención de igualar para arriba que, lamentablemente, se ha perdido.
El autor es profesor de la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT)