Está ubicado a 75 Kilómetros de Puerto Madryn, en un promontorio coronado por Punta Ninfas y su faro
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El camino a Punta Ninfas es salvaje y desprovisto de paisajes para postales convencionales. Sin embargo, en la crudeza de una huella de tierra agrietada late la Patagonia profunda, la tierra de las tropillas de guanacos y los choiques, la costa de las ballenas, los pingüinos, lobos marinos y las orcas. La ruta 5 es un meridiano de polvo que une la estepa con las playas de piedras en la boca del Golfo Nuevo, frente a la Península Valdés.
Despojada de lujos mundanos y anclada a principios del siglo XX, se halla la Estancia El Pedral, solo 17 personas pueden hospedarse en un aislamiento voluntario asimilando lujos sencillos. “Ofrecemos bienes preciados: la desconexión del mundo y el silencio”, dice Lara Resnik, a cargo de este solar de 1923.
“Es la belleza desnuda de la Patagonia lo que atrae”, cuenta. El Pedral está a 75 Kilómetros de Puerto Madryn. “Es la distancia que estamos de la civilización”, agrega Resnik.
Señorial, alta y palaciega, la centenaria casona se halla en un oasis, sobre ella se moviliza una burbuja de agua dulce, es la causa que esté escondida en un bosque alrededor de una tierra secana y polvorienta. Plantas suculentas y ramas turgentes, la fecundidad la domina. Su presencia impacta, no parece tener relación con el siglo XXI. “Buscamos detener el tiempo”, sugiere Lara. La propuesta es concreta: “Vivir como lo hacían los pioneros, volver a principios de siglo XX”
Su familia tiene mucha experiencia en turismo extremo y de aventura, están a cargo de Southern Spirit. Construyeron el Yellow Submarine, la primera nave semisumergible de industria nacional que permite ver las ballenas en cubierta, pero también debajo del agua, en la Península Valdés.
El Pedral no tiene nada que la ancle a la modernidad, su interior se mantiene igual de pulcro y brillante que en sus días de inauguración. El mobiliario es original, impecable. Vidrio y madera, los nobles elementos que la aploman. No tiene señal televisiva, ni telefónica ni de internet. La electricidad se genera por paneles solares. Aunque las ventanas muestran el mejor programa: lomadas fértiles, senderos hacia el Faro Punta Ninfas, una colonia de Pingüinos y una playa solitaria de aguas cristalinas y puras. “Hay pocas huellas humanas” dice Resnik.
La gastronomía está en sintonía con este caprichoso juego temporal. “Todo lo que hacemos es casero con productos locales”, argumenta Lara. Mariscos, toda clase de frutos de mar de la costa y el rey de la estepa, el cordero patagónico. Frutas finas de la cordillera y vegetales de la huerta. La experiencia comienza al abandonar Puerto Madryn, la bella ciudad balnearia, sus luces y ruidos van desapareciendo y la ruta provincial 5 queda como una solitaria huella. Las señales de la humanidad, también abandonan la marcha.
“Queremos que ni bien cruces la tranquera te olvides del mundo”, dice Lara. Abandonar responsabilidades, es lo que se pretende generar. El aislamiento “es una experiencia transformadora”.
“Al segundo día se olvidan dónde dejaron el celular”, afirma. Una escalera de madera conduce a un mirador. El mar se presiente, entre los árboles se ven ramas moverse, son maras o choiques, o crías de guanacos que curiosean. La conexión es profunda con la naturaleza.
Las ocho habitaciones están a un costado del casco, en todas una ventana muestra la belleza de aquello simple: plantas, flores, aves y cielo. Al carecer de tentaciones tecnológicas, las conductas se abren a lo inmersivo. “Se forma una comunidad”, dice Lara. Pasajeros de todo el mundo se comunican a la manera antigua: la verbal. Se forman amistades.
Infinidad patagónica
“En esta infinidad patagónica, no hay lugar para escaparse, te encontrás con vos mismo”, dice Lara. Las actividades son variadas, aunque también la libertad es inabarcable. Nació en estas costas, su familia tiene conexión con El Pedral desde antes que ella naciera. “Tengo fotos de bebé en las escalinatas”, dice.
Suele pasar muchas noches en soledad. “No le tengo miedo a nada”, afirma. Ser mujer no la disminuye ni la engrandece en su labor. “Acá tenés que darte maña para todo, más que nada saber manejar en barro y tener conocimientos de mecánica”, señala.
El Pedral es un campo elevado, como un bastión rodeado por el Mar Argentino, un promontorio que en su cima corona la Punta Ninfas y su nostálgico faro, una de las últimas luces hacia el fin del mundo. Sus costas son de aguas profundas. Buques de todo el mundo pasan por allí, es una ruta marítima transitada. “Cuando camino sola pienso en la distancia que me separa del próximo ser humano”, dice Resnik.
La costa tiene Patagonia pura, sigilosa, en ese momento la fauna se hermana con el hombre. “De repente veo un lobo marino que asoma su cabeza por el mar mirándome: volvemos a una comunicación primitiva con la naturaleza”, confiesa.
Una historia de lucha y sacrificio
La historia de la estancia es una de lucha y sacrificio. Fue propiedad de Félix Arbeletche, quien llegó al país proveniente del País Vasco en 1870, junto con su amigo Félix Olazábal. Primero fueron a Tres Arroyos, Tandil y Carmen de Patagones (provincia de Buenos Aires). Entonces en la Patagonia había abundancia de ganado lanar. Había tierras fiscales del Estado más al sur. La esperanza de tener sus propias majadas alimentó la idea de un futuro mejor.
En el último pueblo se le unió su esposa, María, la hermana de su mejor amigo que llegó de España, en carretones fueron hasta la Península Valdés. Sin caminos, ni pueblos cercanas y bajo climas extremos, la vida fue difícil. Bajo el imperio de lo salvaje fue teniendo hijos, pero sin médicos ni medidas de higiene adecuadas, algunos fallecieron en el crudo desierto salino peninsular.
“María no aguantó la vida en la Patagonia”, dice Resnik. Ser mujer y madre en ese entonces no era fácil, y volvió a España donde estuvo hasta que estalló la primera guerra mundial, en 1914. Regresó a Argentina, pero se fue a vivir a la ciudad de Buenos Aires.
Mientras tanto, Félix hacía fortuna y en 1920 compró las tierras de El Pedral. “Hizo la casa para su esposa en el único lugar donde había agua dulce”, afirma Resnik.
La casa la compró por catálogo. Un chalet estilo “sur europeo”, chapa acanalada roja en forma de cúpula y terminación con pináculo. “Llegó en barco hasta Punta Ninfas y los propios marineros se encargaban de armarla, traían hasta los muebles”, dice Resnik.
La que nunca pudo ver la casa que habían hecho para ella fue la sufrida María, quien murió en 1921. La casona se inauguró en 1923. Todo aquello, permanece intacto. La belleza no conoce de tiempos ni modas, está vigente siempre.
“Libertad, aquí no hay que aparentar nada”, confiesa Resnik. Pasó un siglo de la inauguración de la casa y no hay cambios sustanciales. El Pedral es la última construcción humana camino al mar, el faro de Punta Ninfas no es tripulado. Los 75 kilómetros a Puerto Madryn no se han poblado y siguen siendo nulas las señales de toda índole. Los tripulantes de las embarcaciones en alta mar son los seres humanos más cercanos que pasan por El Pedral. “Vivimos en una sociedad de sonidos constantes y de luces que contaminan”, afirma Resnik. El concepto del alojamiento se inspira en este pensamiento: “El silencio y la oscuridad se han vuelto bienes preciados, lujos primitivos que queremos recuperar”, confiesa.
La conservación de este paraíso virgen es un pilar. De septiembre a abril llegan los pingüinos a la costa. De septiembre a diciembre, los delfines y orcas, y desde junio a este último mes, las ballenas. “Podes tomar mate en la costa viéndolas”, dice Resnik.
“Es mínima la huella humana que dejamos”, sostiene Resnik. Por la noche, estas palabras cobran valor. Son pocas las luces en El Pedral, apenas se oyen algunas voces y pocas pisadas. El avistaje de estrellas es una de las actividades más íntimas y celebradas. “Tenemos que entender al cielo como parte de la naturaleza, es un gran libro de historias sobre nuestras cabezas”, afirma Ana Inés “Nani” Pegoraro, creadora de “Patagonia Sky”, una idea que propone un paseo a través del cielo patagónico en las afueras de la solitaria casona.
“El 80% del planeta está contaminado lumínicamente, la Vía Láctea está oculta para más de un tercio de la población mundial”, cuenta Pegoraro.
En reducidos grupos, la aventura nocturna es plena y confesional. Alrededor de un fogón y una taza de café, sobre el manto estelar cuenta historias de la mitología griega, de la cosmovisión tehuelche y de los galeses, quienes arribaron a Puerto Madryn en 1865. Se reconocen constelaciones emblemáticas y los ojos se posan sobre el brazo de la galaxia de la que formamos parte.
“Con un puntero láser “tocamos” las estrellas y disfrutamos de la oscuridad, del cielo libre de contaminación”, sostiene Pegoraro. La noche en El Pedral es de emociones profundas, únicas. “Mirar el cielo en todo su esplendor, transformamos algo ordinario, en extraordinario”, sugiere.
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