El olvidado parque de diversiones de Recoleta que tenía una “montaña” y que el fuego devoró
Estaba ubicado en el cruce de avenida Del Libertador y Callao, donde luego se emplazaría el famoso Italpark; su imponente presupuesto y su noche más trágica
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Entre 1911 y 1930 hubo en la ciudad de Buenos Aires un centro de atracciones magnífico llamado Parque Japonés. Contaba, entre otras cosas, con una montaña que replicaba a escala el monte Fuji -ícono de Japón-, un imponente circo romano, dos lagos artificiales, juegos, restaurantes y un tren panorámico que recorría las instalaciones. Este prodigio de la diversión, de avanzada para la época y que se convirtió en uno de los lugares preferidos de los porteños de entonces, estaba ubicado en el antiguo Paseo de Julio (actual avenida del Libertador) y Callao, el lugar del barrio de la Recoleta donde años más tarde funcionaría el Italpark, y donde hoy se encuentra el Parque Thays.
Seguramente no quede ningún vecino que pueda dar testimonio de primera mano de aquel 3 de febrero de 1911 en que el intendente porteño Joaquín de Anchorena inauguraba y recorría las seis hectáreas del Parque Japonés, que tenía su acceso principal por la calle Ayacucho y Paseo de Julio, pero sí existen registros gráficos de los medios de la época de lo que entonces fue llamado, en los avisos promocionales, “El primer parque de atracciones del mundo”.
El imponente predio donde predominaban, desde la misma entrada, motivos relacionados con la cultura nipona fue diseñado por el arquitecto de origen alemán Alfred Zucker, el mismo que en Buenos Aires diseñaría el edificio Villalonga, que estuvo hasta la década del 70 en Balcarce y Moreno, y el Plaza Hotel, el primero hotel de lujo de Sudamérica. Para pensar en la construcción del centro de atracciones, el hombre dejó volar lejos la imaginación y contó, además, con un presupuesto calculado entonces en dos millones de pesos -un verdadero dineral-, lo que dio como resultado una obra faraónica, digna de una ciudad, la de Buenos Aires, que venía de celebrar con todos los fastos el centenario de la Revolución de Mayo.
Un monte, dos lagos y un circo romano
Desde todos los puntos del parque, y también desde el exterior, lo que sobresalía a la vista era una réplica esmerada del Monte Fuji o Fuji-Yama. “La inmensa mole que imita admirablemente el basalto está perforada por extensas galerías, y por sus cumbres y vertientes circulan trenes panorámicos, que en un recorrido de 1400 metros salvan cuestas, túneles y precipicios, ofreciendo la sensación de un viaje pintoresco y atrevido”, decía sobre la montaña artificial la revista Caras y Caretas de febrero de 1911 en una pormenorizada descripción de lo que ofrecía el parque recientemente inaugurado.
El interior del Fuji-Yama también era un lugar que ofrecía un sinfín de atractivos. Desde el restaurante con autoservicio “La taberna del Fuji-Yama”, hasta un estanque interior y grutas con sus correspondientes estalactitas y estalagmitas. Además, en las faldas de esta réplica del monte japonés había dos lagos artificiales, el Gran Lago y el Lago Menor, ubicados en alturas diferentes. En el mayor de estos cuerpos de agua, que se podía navegar con canoas y góndolas, se encontraban los kioscos japoneses conocidos como “Las islas de las Geishas”, especies de glorietas con motivos nipones donde la gente acudía para contemplar la serenidad del lago y la imponencia de la réplica del Monte Fuji.
Sin dudas otro de los grandes atractivos de aquel Parque Japonés era el anfiteatro conocido como “el Circo Romano”, “una fiel reproducción del que existía en la ciudad de los Césares, con sus 120 columnas, seis esfinges y dos pabellones que flanquean el escenario”, según describía Caras y Caretas. La publicación informaba también que en el circo, con capacidad para 3500 espectadores, existían espacios subterráneos donde se podía ver a los animales que se exhibían en los diferentes shows y además existía un foso de agua que podía inundar la pista para desarrollar de ese modo espectáculos acuáticos.
En el Circo romano se reproducían con fidelidad escenas del antiguo imperio de Roma, con trajes, armas e indumentarias de aquella época histórica y con la presencia de un actor que interpretaba al mismísimo César Augusto. Además, también había allí espectáculos de circo moderno con acróbatas, payasos, bailarinas y todo tipo de animales, desde salvajes a domésticos. También se celebraban en el lugar bailes con orquestas en vivo, fuegos artificiales y exhibiciones de moda.
Club japonés, juegos mecánicos y fenómenos de feria
El Club Japonés era otra construcción que se encontraba en el mismo parque. Con estilo arquitectónico inspirado en el país de oriente, el lugar era un punto de encuentro para la alta sociedad porteña de entonces, que incluía “servicio de restaurant” y una “amplia terraza desde la cual se domina el conjunto de los jardines”, según la citada publicación. El predio contaba también, entre otras cosas, con una “casa del té”, y un “Pabellón de la música”.
Aquí y allá, distribuidos por todo el parque, estaban los juegos electromecánicos que, en su mayoría importados de los Estados Unidos, también eran de avanzada para la época. Entre ellos se destacaban una montaña rusa de 50 metros y la vuelta al mundo, además de otros entretenimientos del mismo estilo como el látigo, las olas mágicas o el water chute -un carrito que se lanzaba desde una pendiente a la superficie de uno de los lagos artificiales.
Por supuesto, tampoco faltaban en el lugar los divertimentos en pequeñas tiendas que tenían más un estilo de kermés, como el tiro al blanco, ni los fenómenos de feria, como la mujer barbuda o el hombre más pequeño del mundo y otros tipos de seres cuya exhibición hoy en día estaría definitivamente cancelada.
Para terminar de mencionar los interminables atractivos que incluía el mítico parque, resta decir que allí también había un sector con las ruinas del Taj Mahal, una aldea Indostática con motivos y objetos de la India, el círculo de la risa, los espejos deformantes y un espectáculo llamado “El terremoto de Messina”, que reproducía con efectos visuales y mecánicos el sismo que prácticamente destruyó esa ciudad italiana en diciembre de 1908.
Un incendio y el final del Parque Japonés
Un incendio iniciado en el sector de la montaña rusa el mediodía del 26 de diciembre de 1930 terminaría para siempre con la actividad del Parque Japonés. Según informaba LA NACION al día siguiente del siniestro, el accidente ígneo “ha sido provocado por chispas desprendidas por alguna locomotora del Ferrocarril Central Argentino, cuyos rieles corren a escasa distancia de las instalaciones del Parque Japonés”. Lo cierto es que, más allá de su origen, el fuego -que no produjo víctimas-, dejó una destrucción prácticamente total del lugar, que nunca más volvió a funcionar como parque de diversiones.
“Ha desaparecido un pedazo de nuestra historia emocional”, tituló el diario Crítica el suceso, con lo que daba cuenta de la importancia que tenía para los porteños ese notable mundo de atracciones, que fue también el epicentro de encuentros sociales. Es que el lugar fue convocante desde el día de su inauguración: según Caras y Caretas, en sus primeros seis días de existencia, el Parque Japonés había recibido la visita de más de 150.000 personas.
La tradición de parques de diversiones no culminó con el cierre definitivo del Parque Japonés. En 1939 abrió, donde hoy se erige el Hotel Sheraton de Retiro, el Nuevo Parque Japonés, que cambió su nombre a Parque Retiro en 1944, cuando la Argentina rompió relaciones con el eje, en la Segunda Guerra Mundial. Este centro de atracciones se cerró y fue demolido en 1962. En ese entonces, ya existía en el mismo lugar donde estuvo el Parque Japonés original el ya ausente y mítico Italpark, inaugurado en 1960 y clausurado definitivamente en 1990, luego de que una joven muriera en un accidente en uno de sus juegos.
La impronta del Parque Japonés en la cultura popular
Prácticamente perdido para siempre en los anales de la historia porteña, el Parque Japonés dejó su impronta en la cultura popular. En primer lugar, aparece mencionado en el sardónico tango “Garufa”, del año 1928, cuya letra corresponde a Roberto Fontaina y Víctor Soliño y con música de Roberto Fontaina y música de Juan Antonio Collazo. “¡Garufa! Pucha que sos divertido ¡Garufa! Ya sos un caso perdido. Tu vieja dice que sos un bandido, porque supo que te vieron, la otra noche en el Parque Japonés”, dice el estribillo de esta canción.
Según cuenta sobre este tema musical tan particular la revista porteña Historias de la ciudad, publicada por la Junta de estudios históricos de Buenos Aires, los autores de “Garufa” son uruguayos, y en rigor habrían escrito en la letra original, en lugar de Parque Japonés, “calle San José”, una arteria montevideana del barrio La Mondiola de mala reputación, por albergar prostíbulos y malevos. Por ello es más coherente que la madre diga que su hijo es un “bandido” por frecuentar esa suerte de zona roja antes que un parque de diversiones. Pero lo cierto, más allá de estas aclaraciones, es que en la letra del tango quedó eternizado el Parque Japonés.
Y otra presencia del Parque Japonés en esas obras que trascienden el tiempo tienen que ver con el poeta argentino Raúl González Tuñón y la que podría ser su creación más célebre, el poema Eche 20 centavos en la ranura. Según lo que narra el historiador Horacio Spinetto en el libro Retiro, testigo de la diversidad, González Tuñón escribió esa pieza “de un tirón”, en el bodegón I Rei dei Vini del Paseo de Julio, en 1922, y al hacerlo reflejó el espíritu de dicho centro de atracciones.
La ranura de la que habla el poema es la del quinetoscopio, un aparato en el que se podían ver, apoyando los ojos en una mirilla de la proyección de una breve película, que podía transportar al espectador a un mundo de fantasías. “A pesar de la sala sucia y oscura de gentes, y de lámparas luminosas, si quiere ver la vida color de rosa, eche veinte centavos en la ranura”, dice el comienzo de este poema, que Juan Carlos “el Tata” Cedrón transformó en canción unos cuantos años después.
Otro personaje célebre que pisó también el predio del Parque Japonés y se maravilló con sus divertimentos fue el aviador y escritor francés Antoine de Saint-Exupery. El autor de El Principito, que estuvo en Buenos Aires entre octubre de 1929 y marzo de 1931 visitó el centro de diversiones poco antes de su incendio. Así lo dejó asentado el escritor en sus diarios el 15 de diciembre de 1930, donde describió con lujo de detalles los juegos y lugares que transitó en el sitio.
“Consuelo no quiso volver sin antes disfrutar de las pistas de baile, animadas por orquestas de tango”, escribió el francés al final de su relato, con lo que dejaba constancia de que su novia, la salvadoreña Consuelo Suncín-Sandoval Zeceña, también había sabido disfrutar de ese mágico paraje porteño que hoy es apenas un tenue recuerdo de una Buenos Aires que ya no volverá.
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