Los secretos del Palacio de las Aguas Corrientes: una mirada al interior del mítico edificio porteño
Fueron más de 300 mil piezas de terracota para el revestimiento exterior las que cruzaron el océano. Estaban numeradas, una por una: eran para armar ese gran rompecabezas arquitectónico que hoy es uno de los edificios más exóticos de la ciudad de Buenos Aires . En su interior, el Palacio de las Aguas Corrientes esconde la primera mole de acero de la sanidad porteña, que supo ser el símbolo de la prosperidad y el modernismo que imperó en el país a finales del siglo XIX.
La construcción sigue generando admiración y sorpresa en locales y turistas que encuentran, cerca del centro porteño, un estilo que no se asemeja al francés que dominó la arquitectura rioplatense.
LA NACION hizo un recorrido por el complejo junto al arquitecto Jorge Tartarini, director del Museo del Agua y de la Historia Sanitaria de AySA, que hoy alberga el edificio situado entre las calles Riobamba, Viamonte, Ayacucho y Córdoba en el barrio porteño de Balvanera. Aysa trabaja bajo la órbita del Ministerio del Interior, obras públicas y vivienda.
“Lo único raro acá es la estructura belga, no porque Bélgica no hiciera ese tipo de obras, sino porque en la Argentina lo común es lo inglés. Los belgas ganaron la licitación porque ofrecieron un precio mucho menor para fabricar y armar esto”, explicó en el principio del recorrido Tartarini, que está hace un cuarto de siglo trabajando en el lugar.
El arquitecto remarcó cuál fue la finalidad del Palacio que, para muchos, aún hoy es desconocida: “Es uno de los edificios más bellos de la ciudad y muy pocos saben que fue construido para remediar las enfermedades y tener una ciudad abastecida por 72 millones de litros de agua en sus 12 tanques”.
Levantar una mole de hierro y una de las obras de arquitectura ecléctica icónicas de la Ciudad demandó el trabajo diario de 400 personas durante 7 años, entre 1887 y 1894.
“Lo que le da el carácter, su estilo tan llamativo, son las 300 mil piezas de terracota esmaltada traídas desde Inglaterra", analizó Tartarini.
Un modelo para armar, del otro lado del océano
“Este edificio fue concebido como un modelo para armar. Como una especie de rompecabezas a distancia donde cada pieza tiene su número y letra que se corresponde con la que figura en los planos para saber dónde iba cada una”, explicó el arquitecto sobre la fachada del Palacio. Incluso, más de 120 años después, se conservan y exhiben algunas de las piezas de repuesto que se habían enviado por si alguna se rompía.
¿Por qué la terracota? Fue la pregunta a Tartarini que respondió: “Además de la funcionalidad, porque estaba de moda en esa época y también se utilizaba para las cañerías y resistía mejor el hollín de las fábricas de ese momento”.
“El interior del palacio es una contradicción total con el exterior. Tiene una estructura que puede contener 72 millones de litros de agua y que está en una de las partes más altas de la Ciudad. Esta estructura de hierro tiene tres niveles con cuatro tanques en cada nivel, para ganar altura y fuerza en el agua. Están sostenidos por 180 columnas. Es una de las mayores estructuras de hierro que se construyó en el siglo XIX fuera de Europa”, dijo el titular del museo. Además, contó que proponen que se declare a esta estructura, más la de Caballito y Devoto que son iguales, como Patrimonio de la Humanidad, porque son únicos en su tipo.
El agua dejó de correr hace 4 décadas
“Hasta 1978 tuvieron agua los tanques y, desde esa fecha, pasaron a tener otro elemento muy importante para los porteños: la memoria edilicia de la Ciudad. Hay 2.5 millones de planos históricos dentro de estos grandes tanques de hierro, que pasaron a ser archivos de planos de instalaciones sanitarias”, dijo Tartarini antes de ingresar dentro de uno de los tanques que se transformaron en grandes bibliotecas.
Pero no todo fue gloria desde el principio. A poco de haberse habilitados y, cada tanto, se vaciaban los tanques para hacer la limpieza. En ese momento, entraban las cuadrillas de operarios para limpiar las paredes. Al limpiarlas se dieron cuenta que se iban oxidando y con los cepillos de hierro que se sacaban las escamas oxidadas se iban angostando las paredes.
¿Qué se tuvo que hacer? Revestir todo el hierro interior con paredes de ladrillo y un cemento especial. Por dentro, hoy son piletas de natación con un revoque grisáceo que permitía mayor impermeabilización.
Un palacio lleno de mitos y leyendas
“Pensaban que era la futura sede de la casa de Gobierno. Decían que en los tanques se había suicidado una pareja de enamorados porque los padres no los habían dejado casarse”, dijo Tartarini sobre algunas de las historias que rodearon al Palacio desde que comenzó su construcción y hasta la actualidad.
Tomás Eloy Martínez, relató en su libro “Santa Evita” que el cadáver de Eva Perón estuvo escondido un tiempo en este edificio. Así lo describía en el texto de 1995: El guardián les entregó la soga para que bajaran el ataúd y se alejó por la avenida de pinos, maldiciendo a la noche.
El Coronel imaginaba su misión como una línea recta. Salía de la CGT. Avanzaba dos kilómetros por la avenida Córdoba. Entraba al palacio de Obras Sanitarias por una de las puertas laterales. Ordenaba que descargaran el ataúd. Arrastraba el cuerpo hacia su destino. ‘Dos cuartos vacíos y sellados», había dicho Cifuentes, «en la esquina sudoeste de Obras Sanitarias’.
Lo difícil era conseguir que los soldados transportaran el ataúd, sano y salvo, por la escalera de caracol que desembocaba en el segundo piso. Sano y salvo eran adjetivos que jamás había usado en relación a la muerte. Todas las palabras le parecían ahora desconocidas.
Sobre la marcha, el Coronel dibujó sus planes por segunda vez. En la trama había una figura nueva: el sargento ayudante Livio Gandini. A última hora había decidido quitárselo al clarinetista Galarza. Aunque ninguno de los otros lo sabía, era él, Moori Koenig, quien iba a llevar el cuerpo verdadero. Necesitaba más refuerzos, más certezas. Ahora, los hechos iban a ser así:
Los soldados dejarían el ataúd en el segundo piso de Obras Sanitarias. Regresarían al camión, vigilados por Gandini. Él, Moori Koenig, encendería una lámpara sol de noche. Arrastraría a la difunta hacia los cuartos de la esquina sudoeste. Cubriría el ataúd con lonas. Clausuraría la puerta con candado. Et finis coronat opus, como hubiera dicho el embalsamador.
En otra de sus obras, que se llama el “cantor de tangos”, el periodista tucumano también habla de un asesinato que tuvo lugar en el edificio.
El de Felicitas Alcántara, que desapareció a fines del siglo XIX cuando paseaba con sus hermanas y dos institutrices. Dos años después, cuando aquí se hizo una oficina, se tuvo que tirar abajo una pared y detrás se encontró el cuerpo de la muchacha atado a una silla, con la misma ropa que tenía cuando fue raptada.
Poco después del hallazgo del cuerpo de Felicitas, los Alcántara vendieron sus posesiones y se expatriaron a Francia. Los vigilantes del Palacio de Aguas se negaron a ocupar la vivienda del rectángulo suroeste y prefirieron la casa de chapas que el gobierno les ofreció a orillas del Riachuelo, en uno de los rincones más insalubres de la ciudad. A fines de 1915, el presidente de la República en persona ordenó que las habitaciones malditas fueran clausuradas, lacradas y borradas de los inventarios municipales, por lo que en todos los planos del palacio posteriores a esa fecha aparece un vacío desparejo, que sigue atribuyéndose a un defecto de construcción, dice un fragmento del texto publicado en 2004.
Fotos y video: Silvana Colombo
Edición fotográfica: Mariano Morita
Edición de Video: Virginia Tournour
Archivo: Juan Trenado
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