El otro virus que asoma: el fanatismo
"Los que dicen que la cuarentena es mala, que prueben con la muerte". Si lo hubiera dicho un comentarista, vaya y pase. Pero lo dijo uno de los máximos referentes del comité de expertos que asesoran al Gobierno en la estrategia contra la pandemia. Cuarentena o muerte. ¿No estaremos simplificando demasiado? El mensaje parece encerrar, además, una idea más peligrosa: no hay discusión posible; el que duda propone el terror; el que se pregunta por los "efectos secundarios" de un tratamiento tan doloroso como invasivo es un mercantilista al que no le importa la vida. ¿Esa es la didáctica que esperamos de los expertos?
Hace unos años un Gobierno cayó en el despropósito de mandar a los científicos a lavar los platos. ¿Hoy algunos científicos nos quieren mandar a callar la boca? Podríamos pensar, para nuestra propia tranquilidad, que solo fue una frase desafortunada, un penoso desliz que no representa más que un equívoco individual. Sin embargo, sería riesgoso desconocer que la pretensión del pensamiento hegemónico y la intolerancia frente a aquellos que plantean dudas, interrogantes y debates es algo que atraviesa la atmósfera de estos días. Muchos, inclusive, se declaran "militantes" de la cuarentena, como si se tratara de una ideología y no de una herramienta (peligrosa, por cierto) para intentar contener el avance de una pandemia. El virus del fanatismo asoma en medio de la incertidumbre.
La cuarentena ha sido, a la luz de los resultados parciales, un tratamiento eficaz, aunque también ha acentuado desigualdades, ha levantado muros y propiciado guetos, además de multiplicar la pobreza y recortar libertades. Ahora nos imponen una "ochentena" que, además, "va a durar lo que tenga que durar", tal como dijo el sábado a la noche el presidente Alberto Fernández. ¿Cuánto? ¿Seis meses? ¿Un año? Desconocer sus secuelas colaterales sería necio.
Pero aun cuando solo nos focalizáramos en sus efectos positivos, ¿alguien se define como militante de la quimioterapia? Y cuando un paciente que debe someterse a un tratamiento de ese tipo plantea sus dudas, sus interrogantes, aún sus temores, ¿qué clase de médico es el que le contesta ‘si no te gusta, probá con la muerte’?" La comparación –si se quiere demasiado gruesa- podría ser objetada, porque la cuarentena, al fin y al cabo, no es un tratamiento absolutamente homologado y aplicado con protocolos uniformes, como es la quimioterapia. Los países han aplicado distintos modelos de cuarentena, han tenido en cuenta criterios diferentes, han sido más o menos flexibles. Y es demasiado pronto para "cantar victoria" y comparar resultados.
No es pronto, sin embargo, para estar seguros de que esas diferencias no obedecen a que unos defienden la vida y otros son partidarios de la muerte. Obedecen, en todo caso, a la falta de manuales y de certezas. Frente a eso, todos deberíamos ser más humildes y admitir las preguntas: ¿Hay un plan de salida responsable? ¿Se puede sostener el encierro colectivo sin decir hasta cuándo?
La ciencia es ensayo y error; es aprendizaje y experiencia. Muchos infectólogos y epidemiólogos han tenido la honestidad de admitir que, en el medio de esta pandemia, van tanteando y descubriendo sobre la marcha. ¿Cómo encuadra entonces el dogmatismo de "cuarentena o muerte"? Si el derecho a plantear dudas e interrogantes asiste siempre a una sociedad democrática, se hace mucho más obvio (e inclusive necesario) ante un enorme cúmulo de datos que se ignoran y otro cúmulo de contradicciones que muchas veces nos dejan perplejos. Ni hablar de los errores gubernamentales que echan leña al fuego de la confusión.
Plantear dudas o acatar y agradecer
Hace dos meses nos decían que el tapabocas era innecesario; ahora es imprescindible y obligatorio. En la ciudad de Buenos Aires se puede ir con los chicos los fines de semana a la plaza; en San Isidro o en La Plata, no. Podemos estar con decenas de desconocidos bajo el mismo techo del supermercado, pero no podemos ir solos al consultorio del psicoanalista, ni a visitar a un amigo, ni a la peluquería ni al estudio de un abogado o un contador, aunque en todos esos ámbitos podríamos mantener de sobra el distanciamiento social. Podemos salir a pasear un perro pero no a caminar solos. Se permite abrir las ferreterías pero no las librerías. Opera la Bolsa pero no los tribunales. ¿No podemos plantear dudas? ¿Solo nos cabe acatar y agradecer a un Estado que nos cuida?
Se ha dicho desde la cima del Gobierno, que "angustia debería provocar un Estado que nos abandone, no un Estado que se ocupa de todos". ¿Nos van a decir también cuáles son las angustias permitidas? ¿Está mal que nos angustien el encierro, el temor a enfermarnos, la incertidumbre, el riesgo de quedarnos sin trabajo, la ansiedad de nuestros hijos, la lejanía de padres y abuelos? ¿O vamos a fabricar otra grieta, entre angustiados y agradecidos?
Atravesamos una circunstancia que transformará, probablemente, mucho de lo conocido. De ahora en más, la referencia ineludible en nuestras vidas será la pandemia. Las cosas nos habrán pasado antes o después del coronavirus; antes, en el medio o después de la cuarentena. Es un virus que pone en riesgo nuestra salud y la de los otros, pero también nuestros empleos, nuestros equilibrios emocionales, nuestra relación con el Estado, hasta la noción de nuestra propia fragilidad. Reducir todo al dogma "cuarentena o muerte" parece un reduccionismo excesivo, más propio de un eslogan propagandístico que de un razonamiento científico; más propio de una mirada sesgada que de la perspectiva de un estadista.
Tenemos derecho a dudar cuando vemos que las cifras con las que el Presidente explica y fundamenta la cuarentena son cifras erradas. Por supuesto que la tarea humana siempre está asociada a un margen de error. Pero los errores tienen consecuencias. Cuando advertimos que el ministerio de Salud de la Nación (el mismo que dijo que el coronavirus no iba a llegar) tiene dificultades para medir los índices de mortalidad y confunde 100.000 con un millón, los ciudadanos tenemos derecho a dudar. ¿No se estará administrando la cuarentena con esas mismas desproporciones? "Es regla de tres simple…", dijo el Gobernador en la misma conferencia en la que fueron exhibidos aquellos datos groseramente erróneos. Nada parecería ser tan reglado ni tan simple.
Si la ciencia es ensayo y error, la intelectualidad es crítica y debate. Tal vez deberíamos preguntarnos, frente a una situación tan compleja y tan desafiante como la que atravesamos, dónde están los intelectuales. Por supuesto que hay grandes "solistas" que se expresan con potencia y reconfortante lucidez. Pero el debate y el pensamiento crítico hoy parecerían latir más en el periodismo independiente y de calidad que en el ámbito académico. ¿Dónde están las universidades? ¿Dónde las academias de ciencias? ¿Qué dicen las asociaciones de profesionales? Parecen, al menos, de capa caída, casi en retirada. Una parte de la intelectualidad desertó de su mandato ético con aquel coro sumiso en el que se convirtió Carta Abierta. Las universidades públicas ya se habían rendido al dogmatismo militante. Olvidaron aquello que decía Ortega: "La intelectualidad, por su propia esencia, no tolera ser puesta al servicio de nada. El intelectual no puede ser en ninguna acepción hombre de partido". Su única causa quizá deba ser la libertad. Después de Carta Abierta, ¿aparecerá Ciencia Abierta? Tenemos derecho a dudar cuando advertimos que algunos científicos parecen demasiado cómodos al abrigo de los despachos y los honores oficiales. La ciencia puede quedar manchada cuando pierde independencia y cae en alguna complacencia.
Ojalá se alcen muchas voces que reivindiquen el derecho a dudar y a debatir. La pandemia nos ha arrebatado, de un plumazo, cosas fundamentales. No entreguemos nuestro espíritu crítico. No aceptemos, con mansedumbre, las pretensiones de pensamiento hegemónico. ¿No hay otra alternativa que seguir con la cuarentena? La respuesta, desde luego, no la tenemos los periodistas. Pero jamás deberíamos admitir que encierren nuestro pensamiento, descalifiquen nuestras dudas y nos manden a callar.
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