El Obelisco muestra el costado que pocos porteños conocen
Es el símbolo máximo de la ciudad, el invitado infaltable en toda postal de Buenos Aires, acaso el más porteño de sus habitantes... La Nación se internó en la oscura intimidad del Obelisco para descubrir qué encierra este gigante que mañana cumplirá 65 años.
Vacío y descuidado, el polvo es su único ocupante.
Enclavado en pleno centro de la ciudad, a diario lo miran millones de ojos, apresurados, nostálgicos o indiferentes. Sin embargo, son contados los intrépidos que subieron los 206 escalones de hierro de su interior hueco para contemplar la ciudad desde sus propios ojos : las cuatro ventanitas que en su cima permiten una visión única de Buenos Aires.
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El Obelisco de Buenos Aires fue inaugurado el sábado 23 de mayo de 1936, para conmemorar el cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires. El presidente de la Nación general Agustín P. Justo cortó las cintas del monumento, en medio de una verdadera fiesta popular.
"Dentro de las líneas clásicas en que se erige, es como una materialización del alma de Buenos Aires, que se empina sobre sí misma para mostrarse a los demás pueblos y, desde aquí, proclama su solidaridad con ellos", fueron las palabras con las que el intendente porteño Mariano de Vedia y Mitre lo presentó en sociedad.
Costó 200.000 pesos moneda nacional de aquel entonces y fue proyectado por el arquitecto Alberto Prebisch. Medio centenar de obreros lo construyó en 31 días. Fue realizado con 1360 metros cuadrados de piedra blanca de Córdoba, que se colocaron sobre una estructura de hormigón armado.
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El incesante ruido de la ciudad no se escucha en sus entrañas. Sin embargo, parece latir cada tres o cuatro minutos: toda vez que el paso del subte bajo sus pies lo sacude rítmicamente. Una angosta e interminable escalera de hierro marinera, sin baranda, surca por dentro sus 67 metros de altura de paredes grises.
Siete descansos ayudan a recuperar el aire. Cada descanso cuenta con una abertura cuadrada en el centro, que como una columna vertebral surca el interior del monumento, por donde alguna vez se pensó en hacer pasar un ascensor que permitiera a los turistas llegar a la cúspide.
Un espeso colchón de polvo alfombra cada descanso. A la luz de una linterna, van apareciendo vestigios del paso de los años: viejas latas de pintura, envases de gaseosas de colección y algunas páginas de un ejemplar de La Nación del 12 de diciembre de 1999.
Por fortuna, para los cronistas, no hay rastros de sus únicos moradores. Según se nos había advertido, una colonia de murciélagos lo distrae de su soledad.
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Poco duró su gloria. En junio de 1939, el Concejo Deliberante resolvió -por 23 votos con 3- nada menos que demolerlo, invocando "razones estéticas y de seguridad pública". Es que los periódicos lo llamaban "bodrio en perspectiva", "feo punzón", "armatoste" y, en octubre de 1938 cayeron al pavimento varias lajas de cemento, en medio de un acto atestado de niños.
No obstante, la ordenanza no llegó a cumplirse. El intendente la vetó y se resolvió despojar al Obelisco de su revestimiento de piedra a cambio de un hábito de cemento, más modesto, pero también más seguro.
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Cerca de la cima, la luz del sol se cuela por sus cuatro diminutas ventanitas. Ya falta poco.
Una pequeña habitación de tres por tres corona la punta del Obelisco. El espacio para moverse es pequeño. Una roldana y algunos elementos de trabajo hacen pensar que sólo es visitada para tareas de mantenimiento.
Desde allí, la ciudad parece otra. Sólo se escuchan algunos ruidos y se descubre el continuo ir y venir de cientos de automóviles de colores.
Aunque son pocos, está claro que todos los visitantes dejan su impronta: decenas de graffiti con nombres y fechas adornan las paredes de la diminuta sala. Así sabemos que Mario Batalla la visitó el 6 de agosto de 1999 o que Daniel sólo pensaba en Noris cuando alcanzó la cima.
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El Obelisco no sólo recorrió el mundo en postales y fotos: fue escenario de numerosas anécdotas que llamaron la atención de los medios.
Como el 8 de julio de 1939, cuando un joven de 24 años, impulsado por el patriotismo, trepó su estructura y colocó una bandera en su cima.
Meses más tarde fue imitado por Carlos Rodiño, en este caso estaba empujado por un fin más dramático: amenazó con arrojarse al vacío si no conseguía trabajo. Y fue designado ordenanza del Ministerio de Hacienda.
Es el punto de referencia para los festejos porteños y desde 1987, una reja lo protege de las pintadas.
En noviembre de 1998, activistas de la entidad ecologista Greenpeace violaron el candado de acceso y desplegaron desde la cima un cartel con la leyenda "Salven el clima". Una intrusión similar -pero en la ficción- realizaron los protagonistas de la película "Pizza, birra y faso".
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El descenso se hace más fácil. ¿Será que al llegar a la cúspide uno siente que este gigante blanco ya no encierra tantos misterios?
A pesar de ser de cemento, sus 170 toneladas dependen de la Dirección de Espacios Verdes de la Secretaría de Medio Ambiente porteña. El placero que se encarga de la plazoleta que lo rodea guarda sus utensilios en la base.
Las llaves de dos candados se aprietan en un improvisado llavero de cartón naranja con una inscripción que no necesita más detalles: "Obelisco". Parece mentira que todo lo necesario para ingresar en la intimidad del icono porteño quepa en una mano. Parece un sueño que este testigo de la historia de la ciudad sea tan amable con los que vulneran sus 65 años de soledad.