El maestro que creía que el conocimiento es una forma de felicidad
Mario Bunge fue desde mi juventud un estante completo de mi biblioteca, releído con pasión y curiosidad. Nunca soñé con conocerlo. Pero una noche de invierno mi insolencia me hizo escribirle. Lo consulté acerca de una duda que amenazaba mi condición de médico. Lo hice sin esperanzas, consciente de la brutal asimetría intelectual. A la mañana siguiente encontré en mi correo una extensa y afectuosa explicación que no solo aclaraba mi incertidumbre, sino que también serenaba mis contradictorias emociones.
Desde entonces nunca dejamos de intercambiar ideas. Me sugirió lecturas, preguntas, problemas, desafíos. Nunca me ofreció respuestas fáciles, jamás procuró atenuar el esfuerzo para encontrarlas. Me mostró con paciencia de maestro cuál era mi error cuando estuve equivocado.
Nos vimos muchas veces en sus visitas al país. Lo escuché hablarme de la patria con un afecto y una nostalgia que muchos que vivimos acá no hemos sentido jamás. Fuimos juntos a los seminarios de Exactas en su homenaje, de los que, incluso, me invitó a participar con una conferencia. Escribimos artículos en común, hizo un delicioso prólogo para mi primer libro. Hablamos de ciencia, pero también de música, de poesía y de literatura, con la misma intensidad y con el mismo placer. Me hizo ver que el conocimiento es una de las formas de la felicidad. Fui testigo de su inmensa generosidad de hombre y de su compromiso irrenunciable con la justicia social y la equidad.
Muchas veces le comenté enfurecido lo que se decía de él en algunos círculos de la Argentina. Pero nunca mi enojo encontró eco en él. Siempre entendió, jamás descalificó a quien lo hacía sin haberlo leído. Me transmitió su tolerancia a la crítica y su humor inteligente. Nunca más hablamos de esos comentarios salvajes ni de la clásica ingratitud tan argentina para con sus mejores hombres y mujeres.
Allí está su obra, inmensa, fundamental. Guardo su ejemplo de hombre íntegro. El sonido de su voz atravesada de emoción cuando me hablaba de sus hijos o del amor profundo que sentía por Marta, su mujer. Ella lo cuidó con la mano amorosa con que todos quienes lo admiramos y lo quisimos tanto hubiéramos querido hacerlo.
Anoche recibí el mensaje de Marta que esperaba, pero no quería recibir. Hubo una despedida serena, el pedido de que no hubiera ceremonias ni homenajes. Murió un hombre entrañable. Se fue con sabiduría y dignidad. Lo voy a extrañar siempre.
El autor es director de Intramed