El lunes ya no es lo peor: por qué el domingo nos resulta el día más triste de la semana y consejos para revertirlo
Los especialistas apuntan a la ansiedad, el estrés y a la costumbre de vivir con la vista puesta en el futuro como las causas
- 8 minutos de lectura'
BARCELONA.– El odio a los lunes está más que asentado en la cultura occidental. El gato Garfield, entrañable misántropo creado por Jim Davis, lo argumentaba con elocuencia: es un odio atroz que vuelve semana tras semana y solo se supera con “café, comida y muchas horas de sueño”. Se le dedicaron novelas como la más bien discreta Odio los lunes, de Vicente Trigo Aranda, y canciones como la ensoñación homicida de Bob Geldof I Don’t Like Mondays. Universidades como la de Flinders, Australia, o consultoras tan sesudas como Gallup intentaron atribuirle una base racional relacionada con factores como la discontinuidad en los niveles de sueño o las estrategias que nuestro cerebro adopta para tolerar el estrés.
Más aún, también Robert Smith, el vocalista de The Cure, odiaba el primer día de la semana con toda su alma gótica y los Easybeats ya nos advirtieron que en la “horrisona” mañana del lunes todo resulta molesto. Una campaña publicitaria de Sky Travel nos convenció, ya en 2005, de que un lunes, el tercero de enero, es el día más deprimente del año. Y el American Journal of Preventive Medicine fue un paso más allá al establecer que el odioso lunes es el día en que más probable resulta sufrir un accidente cardiovascular.
Pese a todo, a estas alturas de la película, el odio al lunes convirtió ya en una pasión pequeñoburguesa y perfectamente trivial, un sentimiento de desazón pasajera al que estamos más que acostumbrados y que se diluye en cuanto te duchás y asumís de nuevo, como diría, Immanuel Kant, el imperativo de lo real. En los últimos años, la diana del odio (al menos para aquella supuesta élite de los que tienen trabajo estable y pueden permitirse el lujo de interrumpirlo durante el fin de semana) se siguió desplazando hacia el domingo.
En las redes
Echen un vistazo, si no, a un par de hilos gemelos en Reddit. El titulado Mondays Are the Worst (“Los lunes son lo peor”) es un despliegue de animadversiones rutinarias, expresadas sin la menor convicción por el mismo tipo de gente que se tomaría la molestia de constatar con desgana que el agua moja. En cambio, I Hate Sundays and I Think They’re Depressing (“Odio los domingos y creo que son deprimentes”) es una obra maestra del odio refinado, elevado a la categoría de arte. Y qué decir de sus sucesores, Sundays Are Worse than Mondays, I Hate Sundays, Does Anyone Hate Sundays y I Seriously Hate Sundays.
Lean también la docta opinión de un tal Leslie Hancock, ciudadano estadounidense de una cierta edad, en Quora: “Odio los domingos desde que entré en la madurez”. A renglón seguido, rastrea los orígenes de ese odio en una infancia en la que los compromisos religiosos y la sombra ominosa del lunes, el día en que se iba a consumar la “embrutecedora” rutina de volver al colegio, conspiraban para teñir de pesadumbre el ocio dominical. De poco sirve que psicólogos como el doctor Joseph Suglia, que se presenta, también en Quora, como autor de novelas, pretenda que el domingo “no es más que un día cualquiera” y que puede disfrutarse como cualquier otro “si te mantienes ocupado” y no dejas que “el capitalismo y las religiones” se apoderen de la jornada atribuyéndole un sentido y un propósito que no tiene por qué tener. Pero el racionalismo pedestre de Suglia no hace mella en sus interlocutores. Todos detestan el domingo; algunos, con mucho mayor fervor e intensidad que el lunes.
Definiciones
Rachel Cooke, columnista de The Guardian, perpetró uno de los intentos más felices de acotar y cartografiar ese odio. Para Cooke, “no es en absoluto casual que tanto el arranque como el colofón de la clásica obra de teatro de John Osborne Look Back in Anger [Mirando hacia atrás con ira] se desarrollen en domingo”. Para cualquiera que pretendiese “estrujarle el pescuezo al tedio, la mezquindad, la estrechez de miras y los deprimentes hábitos cotidianos de la Inglaterra de 1956, no había mejor momento de la semana por el que empezar y acabar”.
El protagonista, otro misántropo de manual, aunque mucho menos entrañable que Garfield, verbaliza su desdén con virulencia gélida en uno de los momentos más recordados de la obra: “Dios, cómo odio los domingos. Son tan deprimentes. Siempre lo mismo. Nunca somos capaces de ir ni un triste paso más allá. Siempre el mismo ritual. Leer el diario, tomar el té, planchar la ropa. Pasan unas pocas horas y adiós a otra semana. Nuestra juventud se escurre por el desagüe. ¿Es eso lo que quieres?”.
El Osborne de la década de 1950 ponía el dedo en la verdadera llaga en la conclusión de esta deprimente escena. Los tres personajes encerrados en una habitación en pleno trance de tedio dominical se planteaban hacer algo distinto, ir al cine, por ejemplo, pero acababan por descartarlo ante la evidente desidia del autor del monólogo anterior, que, después de todo, prefería quedarse en casa a apurar las heces del día maldito hasta el final.
Qué mejor definición de ese síndrome del domingo, de esa ventana abierta a la melancolía. Un día en que el ocio degenera en tedio y suscita reflexiones nihilistas, en el que en apariencia no hay nada que hacer, pero lo que en verdad ocurre es que flaquean el ánimo y la voluntad de hacer cualquier cosa. Cooke se abona a una tesis revolucionaria: ese sundays blues, la depresión dominguera, tal vez tuviese todo el sentido en aquella Inglaterra (y, por extensión, en el conjunto de la Europa Occidental cristiana de hace tres cuartos de siglo) en que los domingos suponían “pubs y tiendas cerrados, iglesias abiertas y calles vacías”, generando un ambiente premortuorio que invitaba “a angustiarse por la irresistible futilidad de la vida”.
Pero en el mundo de hoy, los domingos ya no suponen un corte radical con el resto de la semana. Ya no vivimos atrapados en esa lógica de cinco días de trabajo, uno de consumo voraz y ocio desaforado e insalubre y otro de descanso, resaca, beatería y aburrimiento. Tenemos alternativas. Podemos convertir el domingo en otro sábado. O en un saludable, industrioso y sensato miércoles.
Algunos tips
Contra el voluntarismo de Cooke, hay quien opone estadísticas tan abrumadoras como que el 76% de los estadounidenses y canadienses sufren con cierta frecuencia esos accesos de tristeza inexplicables que conocemos como síndrome del domingo. Es más, científicos alemanes y suecos apuntan a que el domingo –no el denostado lunes– es el día más triste de la semana y el viernes –no el sobrevalorado sábado– el más feliz. Eso, en opinión de la psicóloga australiana Marny Lishman, podría deberse a que, como criaturas conscientes de nuestra mortalidad y de la fugacidad del tiempo, “vivimos menos en el presente que proyectados hacia un futuro inmediato”.
Del viernes, aunque sea un día laborable para la mayoría de los trabajadores asalariados, disfrutamos muy especialmente “la inminencia de la libertad” y del ocio. Una expectativa. Y del domingo nos mortifica “la cercanía del lunes, de la vuelta a la rutina y las obligaciones ingratas”, y también la constatación de que esa expectativa del viernes no se concretó, porque muy rara vez lo hace. Como dice uno de los personajes de la película del momento, Todo a la vez en todas partes: “Experimenté todas las vidas posibles y tengo una mala noticia: ninguna vale la pena. Nada importa de verdad, todo es igual”.
Si es cierto que es la lógica inexorable de la vida proyectada hacia un futuro inminente y de las expectativas nunca del todo concretadas lo que nos convierte a (casi) todos en nihilistas de domingo, el síndrome tiene muy difícil solución. A diferencia de los gatos, que ya nos explicó John Gray que son filósofos estoicos que alcanzaron la ataraxia, no estamos programados para disfrutar sin interferencias del instante.
Por suerte, especialistas en salud y bienestar psicológico como Robert Half proponen posibles antídotos para contrarrestar la tristeza dominguera, trucos del estilo de “concebir tu fin de semana como un todo compacto y planificarlo ya desde la tarde del viernes, para llenarlo de contenido”. También “dedicar algo de tiempo a alguna actividad relacionada con tu trabajo que te resulte gratificante”, para suavizar así en cierta medida el aterrizaje forzoso en la rutina del lunes.
Algunas de las obligaciones engorrosas es mejor reservarlas para el sábado, de manera que no asociemos el domingo solo con quehaceres aburridos, como llamar por teléfono a ese pariente lejano al que en realidad no tenemos nada que decir. Y, sí, relajarse, dormir bien, leer un libro, ver una buena película, anticipar los acontecimientos positivos que van a producirse durante la semana laboral. Se supone que todo eso funciona.
Lishman cree también en las virtudes de recurrir a una cierta disciplina mental como remedio contra “la melancolía y los estados predepresivos”. Si nada de lo apuntado les sirve, consideren por un momento la receta alternativa de Rachel Cooke: ya no vivimos en la Europa de la década de 1950, salgamos a las calles, disfrutemos de nuestro ocio, busquemos algo estimulante que hacer, porque seguro que acabamos encontrándolo. Así podremos, tal vez, restaurar el equilibrio de la Fuerza y volver a centrar nuestro odio en el día que más esfuerzos históricos hizo para merecerlo: el lunes.
Por Miquel Echarri
©EL PAÍS, SL
Otras noticias de Psicología
- 1
En la ciudad. Lanzan un programa para que los mayores de 25 terminen el secundario en un año: cómo inscribirse
- 2
Ya tiene fecha el comienzo del juicio a la enfermera acusada de asesinar a seis bebés
- 3
Un vuelo de Aerolíneas Argentinas tuvo problemas cuando pasaba por Río de Janeiro y debió regresar a Buenos Aires
- 4
Por qué los mayores de 60 años no deberían tomar vitamina D