El legado emocional del Covid-19: la culpa y la angustia, las vivencias más comunes de los pacientes
"Lo único que logramos es que no la cremaran, porque ella no quería. Nos permitieron ir detrás de la ambulancia, solo a los íntimos, en dos autos, y media cuadra antes de llegar, para que no lo vieran, el que manejaba la ambulancia tuvo un gesto de humanidad y nos abrió las puertas para que viéramos el cajón. Mi mamá, mi tío y yo nos acercamos para despedirnos. Fue solo un minuto: después cerró y arrancó. Yo caminé hasta la puerta para ver cómo entraba la ambulancia al cementerio. Nunca nos vamos a enterar de qué pasó con ella".
Hace diez días, así, en un minuto y en la calle, se despedía Julieta de su abuela Aída, que murió a los 84 años después de pasar un mes en un sanatorio, tras enfermarse de Covid-19. Poco tiempo antes había estado internada en otro lugar para que le pusieran un marcapasos; aunque la operación salió bien, su nieta sospecha que allí fue donde se contagió. "Pero en el fondo no sabemos cómo fue, porque al final todos en la familia nos contagiamos", dice Julieta, una profesora de canto de 39 años de Quilmes. "Todos" son unas 20 personas, empezando por ella misma y los familiares que asistieron a Aída entre las dos internaciones.
"Mi mamá sintió mucha culpa. Imaginate la culpa que te queda si no podés despedirte de tu madre. Te queda la duda eterna de si ella te contagió a vos o vos la contagiaste a ella", cuenta Julieta. Y reflexiona: "Todos te hablan de ‘la tosecita’, pero no de lo más dramático: lo que sucede emocionalmente con la pandemia".
Aunque cada caso es distinto, tanto por el curso –muchas veces trágico– que sigue la enfermedad como por las características psicológicas de cada persona, entre los testimonios de quienes se contagiaron del nuevo coronavirus hay palabras que se repiten. Emociones como la culpa o la vergüenza, además del dolor y la bronca de sentirse señalados por enfermarse. Angustias que permanecen, incluso, después de la recuperación.
"Lo terrible de las enfermedades infecciosas es no se pueden manejar. No contagiás porque querés: es al revés, el virus hace lo que quiere y te usa a vos de vehículo. Es una impotencia muy difícil", apunta Ester Romero, doctora en Psicología, psicoterapeuta y docente de la Universidad del Salvador (USAL). Por las características del coronavirus, cuyo tratamiento requiere aislamiento, "la sensación de soledad, abandono y desamparo crece" y en el caso de sufrir una pérdida, muchos experimentan "la culpa de estar vivo, que puede traer una depresión muy grande", observa la especialista.
Pedir ayuda
En marzo pasado, Melitón Villegas Aguirre, de 65 años, viajó desde Bolivia a Buenos Aires para visitar a su hija Helen, de 43. Ella vive en la manzana 48 de la villa 1-11-14 y trabaja en un comedor del Polo Obrero, donde todos los días se alimentan 250 familias. En el barrio ya hubo 3188 contagios y 60 personas murieron por coronavirus. El padre de Helen fue una de ellas.
La segunda semana de junio, Melitón, que padecía de poliglubulia –un exceso de glóbulos rojos en sangre- empezó a sentirse mal. Tenía dolor de cabeza, pero demoró varios días en ir al médico para diagnosticarse. Todo fue muy rápido, demasiado rápido: el 18 de junio lo internaron, estable, en el Hospital Penna. El 19, falleció de un paro cardíaco.
Al día siguiente, Helen también dio positivo al Covid-19: "Había unos albañiles que estaban arreglando las cloacas en mi casa y se contagiaron. Para mí que se contagió primero mi papá y después yo, al cuidarlo". Pero, con el virus circulando por todos lados no existen las certezas. "Otra opción es que yo lo haya contraído en el comedor, y se lo haya traído a mí papá", agrega Helen, que luego pasó diez días aislada en un hotel y otros 20 en su casa.
En medio del dolor por la muerte de su padre –de quien no pudo despedirse- y la impotencia de no poder enviar su cuerpo a Bolivia, como hubiera querido, también sintió culpa al enterarse del resultado de su hisopado: "Cuando mis compañeras del comedor habían venido a darme el pésame, me abrazaron y yo todavía no sabía que me había contagiado. Cuando supe, me asusté sobre todo por una que es asmática y tiene niños. Avisé, se fueron a revisar y menos mal que salió negativo".
La semana pasada, Helen volvió al comedor. Todavía tiene dolores de cabeza y adormecimientos en el cuerpo. Y cierto recelo: "Salgo a la calle y regreso rápido, trabajo con más distancia y cuidados". En la 1-11-14, explica, muchos no se animan a ir al hospital o a contar que tienen síntomas de Covid-19, porque no quieren ser discriminados: "Pero no hay que tener miedo, hay que hablar y pedir ayuda. Si mi papá hubiera ido a tiempo, quizás hubiera sido otro tema".
En todos lados
Para María Cecilia Bodon, licenciada en Psicología y docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA), la interminable presencia de la pandemia en el debate público terminan por reforzar estas angustias: "Hay un seguimiento de esta enfermedad que nunca se hizo con otras, aunque todos los días mueran miles de personas por otras causas". Aunque sea con intenciones de prevenir, a nivel oficial "se apunta a la fantasía de que si todos nos hubiéramos portado bien se habría podido controlar, algo que los mismos epidemiólogos reconocen que no era posible". Ese tipo de discursos, advierte Bodon, instala la idea de "que si alguien se contagió pareciera que es porque hizo algo malo, algo prohibido, cuando no tiene por qué haber ocurrido así. Entonces aparece la estigmatización".
La historia de José Luis Ramírez con el coronavirus tiene final feliz. Oriundo de Villa Lugano y dueño de una pyme textil, el 18 de julio pasado supo que se había contagiado. "Sigo atando cabos y todavía no sé cómo pasó", afirma. Quedó internado en la misma clínica donde poco antes le habían colocado exitosamente un stent y pasó la enfermedad sin más síntomas que una fiebre intermitente.
Así y todo, el aspecto psicológico le pesó. "Mucho", reconoce este empresario de 64 años: "Estás encerrado en una habitación y la cabeza te trabaja: te sentís un monstruo". Lo más difícil fue enterarse de que Stella Maris, su pareja, también había contraído coronavirus y tuvo que quedar aislada en la casa que comparten: "Somos un matrimonio muy unido, siempre estamos juntos y me sentí muy mal por haberla contagiado. Se quedó sola, encerrada las 24 horas". Una de esas noches de aislamiento, ella escuchó ruidos afuera y puso una mesa detrás de la puerta de entrada para intentar trabarla y sentirse más segura. "Me afectó un montón saber que la estaba pasando mal y yo estaba lejos", dice Ramírez. El lunes pasado le dieron el alta y pudo volver a su casa donde ambos se recuperaron bien.
En el caso de Julieta, la angustia aún no pasó: "No se termina cuando te recuperás. Quedás traumado, con miedo de mandarte una macana y volver al mismo punto. Esta pandemia nos vino a quitar: nos quitó gente, salud, trabajo. Cuesta mucho salir de la tristeza". Es el caso de su hija, de 12 años, que no se animó a contarles a sus amigas lo que había pasado en su familia: "Todo lo que vivió le dio vergüenza y tiene miedo de que no la quieran ver", dice Julieta, y se pregunta con preocupación por el futuro: "Los adultos tuvimos una vida normal antes de esto. Pero a los chicos los marca a fuego. Y los grandes vamos a tener que trabajar un montón para ayudarlos con eso".
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