El lector, sumido en una intemperie intelectual
Mitchell's, Beutelspacher, Palacio del Libro, Pigmalión, El Buen Libro. Pocos, cada vez menos, recordarán los nombres (y locales) de estas librerías, algunas de las varias que vendían en Buenos Aires libros ingleses, alemanes, franceses.
Todas esas librerías sufrieron una lenta declinación (es posible que la última en cerrar haya sido, hace un par de años, ABC), en parte (como en el caso alemán) porque fueron desapareciendo los lectores de esas lenguas, y en parte también porque, desde el uso más masivo de Internet, a partir de mediados de la década de 1990, todos empezamos a comprar libros en negocios online vía, por ejemplo, Barnes&Noble, Amazon (en sus múltiples variantes .com, .uk, .fr, .de, y, ahora, .es), provistas, además, de una zona de usados que podía complementarse con el sitio AbeBooks, dedicado a los anticuarios.
Ya no hizo falta viajar ni contar con el buen ojo de los importadores. Allí está el lector solitario, con sus preferencias y necesidades, en una librería virtual con esos libros que nadie se digna traducir al español, o que se traducen tardíamente, o que, aun traducidos temprana o tardíamente, nadie se toma el trabajo de traer a estas costas.
Arabescos discursivos
Decir, como se dijo en estos días, que no existían restricciones para semejante tipo de compras fue un arabesco discursivo; no hacía falta la lisa y llana veda al ingreso de libros para que ese ingreso se restringiera significativamente.
El mero hecho de que se pretendiera cobrar un arancel tentativo (que duplicaría o triplicaría el precio en dólares de la mayoría de los libros) y derivar el trámite al aeropuerto era una evidente estrategia restrictiva por su simple efecto disuasivo. Así las cosas, de todas las plúmbeas medidas anunciadas y luego refutadas (a propósito, el plomo se volvió súbitamente inocuo) sobre las importaciones de libros y revistas, la que afectaba las compras on-line directas al exterior era la que incidía más resueltamente sobre los particulares, sobre el lector considerado ya no como mercado potencial de libros de gran tirada (esos habrían llegado finalmente, de un modo u otro) sino como simple individuo.
El lado más sensible del lector es justamente aquello que quiere leer, por trabajo (pensemos nada más en volúmenes específicos de cualquier disciplina) o por capricho hedónico (después de todo, lo segundo no es menos válido que lo primero).
Si estas medidas se hubieran prolongado en el tiempo y se hubieran finalmente naturalizado, nos habríamos encontrado en una rara intemperie intelectual: sin la intimidad de leer lo que se quiere ni, por supuesto, el anacronismo de ir a buscarlo a Mitchell's, Beutelspacher, Pigmalión o Hachette.