El hombre libre que puso en debate el lugar del arte y que el establishment consagró
La muerte de León Ferrari no fue una sorpresa para la comunidad del arte, que ayer hizo sentir en las redes sociales la enorme adhesión que su persona y su obra despertaban, más allá de militancias políticas y estéticas. También circularon furibundos mensajes de hostilidad. Nada de medias tintas. León fue considerado por sus contemporáneos y especialmente por los más jóvenes un artista de culto. Un hombre libre al que no le tembló el pulso cuando cargó sus corrosivos mensajes contra de las autoridades de turno y del poder eclesiástico. El doble discurso era el límite que su vara no dejaba pasar y así lo demostró en la serie de obras expuestas en 2004, en el Centro Cultural Recoleta.
La muestra fue la piedra del escándalo, avivó la polémica sobre el lugar del arte y, finalmente, determinó la clausura de la exposición curada por Andrea Giunta en la sala Cronopios. Ese mismo año, el Malba presentó, con palabras de Marcelo Pacheco, el libro sobre su obra, que había merecido años antes el Premio Costantini, cuando el empresario dueño de Consultatio todavía no había fundado el museo de la avenida Figueroa Alcorta.
La clausura de aquella muestra, los dichos de las autoridades eclesiásticas y el eco mediático le abrieron a Ferrari un inesperado horizonte de popularidad. Se revalorizaron sus obras, y la crítica internacional se ocupó de él como nunca lo había hecho, para colocarlo en el parnaso del arte contemporáneo. Museos como el MoMA, el Reina Sofía, la Pinacoteca y la Bienal de San Pablo, el Museo de Houston y las ferias de Arco de Madrid y Basel de Miami Beach consideraban imprescindible la exhibición de sus trabajos en respuesta a la creciente demanda del público. Se sumaba, también, la ola de prestigio que rodeaba la abstracción y el arte conceptual a partir de la acción de promoción, difusión y legitimación, emprendida por la gran coleccionista venezolana Patricia Phelps de Cisneros.
Mientras tanto el coleccionismo vernáculo catapultaba la caligrafía de sus cuadros como la figurita difícil de una pinacoteca de valor. Sin embargo, ninguno de estos halagos alteró el estilo campechano, llano y sencillo del artista que de chico pasaba sus veranos en Villa Allende, Córdoba, donde su padre, el arquitecto Augusto Ferrari, terminaba el proyecto de la Iglesia del Carmen.
En la ciudad de Córdoba, en el vecindario de Plaza España, Ferrari padre levantó la Iglesia del Sagrado Corazón, conocida como "los capuchinos". Un ejemplo único de estilo ecléctico, casi un alarde de la proverbial habilidad de los constructores italianos para la ornamentación de las fachadas. En Buenos Aires construyó las iglesias de San Miguel y Nueva Pompeya.
A modo de homenaje, León organizó años atrás en el Centro Recoleta una muestra de fotografías de la colección de su padre, en la que se destacaba una panorámica tomada poco después del terremoto de Messina, Sicilia. La foto, fantástica, fue incluida por Adriana Rosenberg en la Bienal del Mercosur, de la que fue curadora, y que tuvo como eje las obras realizadas por León Ferrari en San Pablo durante los años del exilio que precedieron a la desaparición de su hijo.
En aquella oportunidad, para la Bienal del Mercosur, me tocó compartir un desayuno con León y Alicia, su mujer de toda la vida, en el hotel de Porto Alegre donde nos alojábamos. Allí pude comprobar de cerca la admiración que despertaba entre los jóvenes artistas conceptuales. Era un astro. Lo saludaban y rodeaban de afecto, mientras él se reía con su mujer, sus hijos y nietos, presidiendo la mesa como un patriarca de largo pelo blanco. Esa melena rebelde era otro rasgo de su eterna juventud. De esa energía única que le inspiró, pasados los ochenta, la creación de esculturas de resina en colores flúo, que hubieran sorprendido aun en las manos de un artista joven. Esas obras las mostró en los Arsenales de la Bienal de Venecia, en 2007, seleccionadas, junto con las portadas intervenidas del L'Obsservatore Romano y la monumental pieza de los años sesenta Civilización occidental y cristiana. Esa obra fue paradigmática. Lo sigue siendo. Romero Brest la rechazó para el Premio Di Tella, y, al hacerlo, garantizó su primer escalón a la fama.
A la Bienal de Venecia lo llevó Robert Storr, decano de la Universidad de Yale, ex curador del MoMA y director de la 52a edición que lo premió con el León de Oro.
A su regreso lo entrevisté en un departamento de Barrio Norte, cerca de Pueyrredón y Las Heras. Estaba contento y divertido con ese premio. "Bueno -me dijo con una sonrisa pícara cuando entré-, siempre digo que le debo la fama a Bergoglio. Pero de verdad, el reconocimiento y la valoración tienen mucho que ver con las investigaciones de Mari Carmen Ramírez, curadora del Museo de Houston, de teóricos como Néstor García Canclini y Andrea Giunta, y, especialmente, se lo debo a Luis Camnitzer, que cuando analizó mi obra en su libro sobre conceptualismo estableció una relación entre mi Cuadro escrito y la obra de [Joseph] Kosuth."
Ya estaba enfermo cuando la Fundación Konex le otorgó el Konex de Brillante. Sin embargo, una ovación acompañó el anuncio en la entrega del premio. Recibió también el Premio de Pintura del Banco Central y su obra fue exhibida en las salas de Sotheby's de Nueva York, como parte de la muestra "Entre el silencio y la violencia", curada por Mercedes Casanegra.
Créase o no, este hombre que pasó su infancia en las iglesias, que se despachó sin miedo contra el poder -de todo tipo- recibió del establishment el mayor de los reconocimientos, hasta tal punto que "tener" un Ferrari se convirtió en objeto de deseo.
Tal vez sin saberlo, José Nun, cuando era secretario de Cultura de la Nación, ayudó para que muchos lograran el objetivo al imprimir una generosa tirada de sus grafismos de masiva distribución. Una vez más, los planetas se habían alineado a su favor.
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