El gato que no toleró el amor a distancia
No era costumbre tener mascotas en 1917, pero Iaia se las ingenió para que Pepe fuera considerado como parte de la familia
Mi abuela nació en 1917 en Arenales, provincia de Buenos Aires. Era la segunda de diez hermanos y la primera mujer de entre las cinco que tuvieron Brígida y Cesáreo. Iaia, así se llamaba, debió ocuparse desde chica de ayudar a su madre en las tareas de la casa y en criar a sus hermanos menores. En la familia no había ni tiempo ni humor para mascotas. En aquella época los animales que se tenían eran exclusivamente para satisfacer necesidades básicas: una vaca que diera leche, cerdos para engordar y comer, gallinas para huevos y algún que otro pavo que sirviera para la mesa de Navidad. Nada sobraba.
¡Ah! Me olvidaba de mencionar que dos o tres perros pululaban por allí, flaquísimos, cuyo único alimento debían proveérselo por sí mismos cazando algún peludo o bicho rastrero. Los gatos eran bienvenidos únicamente porque cazaban las ratas y así el depósito de maíz se mantenía a salvo.
A pesar de tanta rigidez y censura, mi abuela había conseguido que uno de los felinos, Pepe, se convirtiera en un amigo incondicional. La acompañaba a recoger los huevos, se subía con ella a caballo cuando iba a la escuela, y era el único beneficiado con las magras sobras de alguna comida. Don Cesáreo, un español estricto, de pocas palabras y corazón duro, se quejaba constantemente con su mujer por las actitudes de su hija mayor. Pero Brígida de alguna manera u otra lograba disuadirlo de hacer desaparecer al animal.
70 kilómetros hacia lo inesperado
Pasaron los años y la familia pudo finalmente mudarse a Junín, ciudad distante a unos 70 kilómetros de Arenales. Había fallecido Brígida y el viudo consideró que era mejor criar a sus hijos en la ciudad; ya las mayores estaban en edad de buscar marido. La partida fue rápida y expeditiva: nada de mirar atrás con nostalgia. De más está decir que Pepe, ya de edad avanzada, no fue de la partida. Mi abuela, por más que sufría por dentro como una condenada, tragó su angustia y dolor y dejó en el campo a su buen amigo.
La adaptación a la vida en Junín fue extraña pero rápida. Los más chicos se acostumbraron al poco tiempo a la nueva escuela y los mayores prontamente a las necesidades recientes y las actividades. Iaia, pese a todo, extrañaba a Pepe, su ronroneo. Acariciar su pelaje gris, su silenciosa compañía y los alegres juegos que solito se inventaba.
A veces no se sabe si el deseo, el destino, o una fuerza superior entran en juego, pero el hecho es que lo impensado sucedió. Un mediodía, dos meses después de la mudanza, mi abuela estaba lavando ropa en el patio cuando creyó sentir un maullido conocido, demasiado conocido. Al principio pensó que era su memoria, la lontananza, que le jugaban una mala pasada. Pero la insistencia en ese maullido pudo más, junto con su curiosidad.
Un espejismo demasiado real
El corazón por poco le salta del pecho de la emoción al ver a Pepe, flaquísimo y con el pelo opaco y sucio, sentado sobre la medianera, que la miraba con esos ojos color miel inconfundibles. Iaia lo abrazó muy fuerte, temiendo romperle los huesos por lo consumido que estaba. Más de 70 kilómetros había andado el gato, más otros 15 a campo traviesa, para reencontrarse con su dueña, su ama, su amiga. Nadie pudo explicarse cómo fue que logró llegar hasta ella, nadie. Pero ese amor que no se puede medir con ningún parámetro, esa necesidad de estar juntos, esa fidelidad incondicional, pudo más.
Lo curioso es que nunca escuché a mi abuela contar la historia, me llegó gracias a mi mamá. Pero la encuentro totalmente verosímil. Siempre trató a mis perros con un cariño especial: le gustaba bañarlos y peinarlos, les cocinaba a escondidas carne o pollo y estaba atenta ante un cambio de humor de alguno de ellos. Muchas veces la encontré al sol, acariciándoles la panza y hablándoles con una dulzura como si se tratara de un niño.
Iaia murió hace unos años. De los recuerdos más vívidos que tengo de ella, la mayoría incluyen a una mascota. Pepe fue el primero, el que marcó el camino, y el que seguramente está ahora con ella.
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