El futuro depende de la voluntad de todos los ciudadanos
Toda tecnología se siembra y se cosecha. Crece en un cierto contexto, en un clima de época, en un ecosistema que a veces le es propicio, a veces no.
Cuando pensamos la Argentina solemos percibirla como alejada de los progresos técnicos más espectaculares, que son más bien cosa del primer mundo, de Japón, Alemania y Estados Unidos.
Sin embargo, nada es tan lineal. Nuestro país tiene una de las comunidades científicas y técnicas más brillantes del planeta, y esto ni es nuevo ni es un secreto. Pero parece que preferimos mirar para otro lado. Me decía alguien, hace poco, que la ciencia argentina nunca produjo grandes cambios en el mundo. Falso.
Durante la Primera Guerra Mundial, Enrique Finochietto salvó muchas vidas en el Hopital Argentin, en París, y fue pionero en la cirugía reconstructiva de rostros. El doctor Luis Agote, durante el mismo conflicto, ofreció su método para las transfusiones de sangre, el primero seguro, a los dos contendientes. Ninguno la aceptó, con las consecuencias previsibles. Estamos hablando de más de un siglo atrás.
El país no ha declinado en esa tradición. Varias veces por año, los titulares de las secciones científicas de los diarios se enorgullecen de hallazgos claves de nuestros compatriotas.
Se fueron los trenes
Pero el semillero muchas veces no pudo sino dispersarse. En mis más de 30 años de reportar los avances técnicos me he encontrado con argentinos en todas las grandes compañías de hardware, software y servicios del mundo. Sin ir más lejos, y en línea con la nota de esta página, fueron dos de los nuestros, César Cerrudo y Lucas Apa, los que en 2017 descubrieron que los robots pueden hackearse. Desde los grandes autómatas industriales hasta los que hoy empiezan a aparecer en las calles y los domicilios particulares. Pero, eso sí, Cerrudo y Apa trabajan para IOActive, una compañía de Seattle, Estados Unidos.
Los científicos han hecho aquí milagros. No se les puede pedir más. Si la Argentina quiere ponerse a la altura de lo que es capaz de hacer, hay que mirar alrededor. Nos comparamos con naciones que no solo tienen presupuestos para proyectos científicos y técnicos varios órdenes de magnitud superiores, sino que, además, cuentan con una logística aceitada. La Argentina es el octavo país más grande del mundo en superficie, justo debajo de India, y casi no tiene trenes.
Fuera del eterno retorno de la crisis económica, hay otro problema que impacta directamente en el mentón de la inteligencia que hemos sabido cultivar. Carecemos de un mercado de capitales de riesgo. ¿Qué puede hacer un genio de la técnica ante esto? Un emprendedor me contaba, hace unos años, durante el cepo cambiario, que cuando consiguió la primera gran inversión para su empresa (con una gran idea y un gran software detrás), tuvo que abrir oficinas en Brasil. De otro modo, el capital nunca llegaría. Ahora empiezan a verse cambios, en este sentido, pero si el clima de la época es observar al capital como sospechoso, entonces va a ser imposible colocar al país a la altura de su comunidad científica y técnica.
La metáfora ferroviaria, la que dice que esta es la última oportunidad para no perder el tren, para subirnos al menos al vagón de cola, es acertada. Pero estamos para más. Depende de todos nosotros. Porque el futuro no se macera solo en los laboratorios. Es, más bien, el resultado de la voluntad de toda una nación.
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