El final no debe ser inducido ni acelerado
El caso de la niña Camila ha replanteado la discusión sobre la muerte digna. En las provincias de Río Negro y Neuquén se han aprobado normas relativas al tema y en el Congreso se ha planteado la posibilidad de aprobar una ley que regule las decisiones de pacientes y médicos referidas al final de la vida.
Hablar de muerte digna implica hablar de vida digna, porque lo que dignifica al ser humano es su vida; por tanto, hablar de muerte digna implica hablar del respeto a una vida digna que concluya en una muerte natural, acompañada por médicos y familiares, que no deberá ser inducida o acelerada. La cuestión central, entonces, es la dignidad del paciente. El médico debe proteger la integridad de la persona enferma, brindándole los cuidados paliativos necesarios para su subsistencia, cuando la ciencia médica ha agotado las posibilidades de curación. Los médicos tenemos la obligación de emplear todos los medios terapéuticos para devolver la salud a nuestros pacientes. Para evaluar eso deben confrontarse el tipo de tratamiento, el grado de dificultad y el riesgo que comporta la aplicación, los gastos necesarios y las posibilidades de que su empleo sea beneficioso para el paciente. No es correcto que se apliquen medios terapéuticos desproporcionados ni es aceptable prolongar la vida a toda costa (encarnizamiento terapéutico).
Toda legislación deberá respetar la dignidad del paciente, acotar sus propias decisiones de tal modo que no lo empujen hacia la pendiente resbaladiza de la eutanasia, y el profesional no deberá ser obligado a prácticas que ejerzan violencia sobre su conciencia.
El autor es director del Departamento de Bioética de la Univ. Austral
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