¿El fin de la astronomía? Por qué el boom de las estrellas artificiales cambiará el cielo para siempre
Los nuevos operadores globales de internet planean lanzar en esta década medio millón de satélites, que alteran las observaciones e inyectan en la atmósfera contaminantes, con riesgos potenciales para la capa de ozono
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MADRID.-Los astrónomos han catalogado un nuevo objeto entre los más brillantes del firmamento. No es una estrella ni tampoco un planeta: es BlueWalker 3, el prototipo de una nueva flota de docenas de satélites que darán conexión 5G desde el espacio. Alcanzar el reto tecnológico de poder estar conectados en cualquier punto del planeta nos está llevando a cruzar otra frontera. Tras cambiar muchos paisajes y alterar el clima del planeta entero, la civilización humana está transformando también el aspecto del cielo nocturno.
A los ojos de cualquier persona, no solo de los astrónomos, mirar al cielo comenzó a ser algo radicalmente diferente en 2019. Entonces, la empresa SpaceX de Elon Musk empezó a desplegar Starlink, la mayor de las llamadas megaconstelaciones de satélites, que están poniendo en órbita los nuevos operadores que ofrecen cobertura global de internet de alta velocidad (entre ellos están Amazon y OneWeb). Ahora ese tipo de satélites han batido su récord de brillo, pues según un estudio publicado por la revista científica Nature, si considerásemos a BlueWalker 3 una estrella, estaría entre las 10 más brillantes, del total de 9096 estrellas que el ojo humano puede distinguir a simple vista.
Los autores del estudio alertan de que la actual proliferación sin control de estas estrellas artificiales son un riesgo para la ciencia: “Todas las ramas de la astronomía observacional pueden verse afectadas. Pese a las medidas que estamos tomando, esos satélites pueden llegar a confundirse con objetos astronómicos variables, o dejar restos en nuestros datos que tengan repercusiones inesperadas”, afirma Meredith Rawls, que participó en la investigación desde la Universidad de Washington. Además, la comunidad astronómica está empezando a estudiar su impacto ambiental. Ante la previsión de que en pocos años haya cientos de miles de estos satélites en la órbita terrestre baja, preocupa que contengan materiales que pueden desencadenar daños la capa de ozono.
Para quienes se acercan a la astronomía, estos cambios en el firmamento son un nuevo elemento, que lo hace más dinámico. El espectáculo que brinda un cielo nocturno bien oscuro ya no solo está protagonizado por estrellas y planetas, que vemos quietos sobre la bóveda celeste. Ahora también vemos estos satélites, que se mueven, y ese movimiento los distingue de los astros naturales. Tal y como explica el astrofísico Borja Tosar, en sus charlas de iniciación a la astronomía, “los satélites no brillan porque tengan luz propia, sino que reflejan la luz del Sol. Están construidos con materiales muy reflectantes y, por eso, aunque sean tan pequeños (los Starlink son como una lavadora, que despliega un panel solar del tamaño de una autocaravana) los vemos tan brillantes como una estrella de millones de kilómetros de radio, situada a varios años luz de distancia”. Tosar destaca especialmente cómo llaman la atención los trenes de satélites Starlink, que se mueven en línea durante su ascenso hasta su órbita definitiva a 550 kilómetros de altitud. “Despiertan mucha curiosidad y, con frecuencia, recibo reportes de personas que presencian este fenómeno y creen haber visto un ovni”, añade este experto.
Obstáculos
Las apps de astronomía para móviles, y también páginas web como Heavens Above, son utilizadas por aficionados y profesionales para saber con precisión cuándo van a verse, en cualquier ubicación del mundo, los pases de satélites como BlueWalker 3. Esa información es muy útil tanto para quien sale a cazar estas estrellas artificiales como para quien intenta evitarlas. Óscar Blanco interpreta ese doble papel. Enseña cómo identificarlas a los visitantes del Centro Astronómico de Trevinca, que dirige en A Veiga (Ourense). Y se las ingenia para evitar los arañazos que dejan los satélites en las astrofotografías. Estas imágenes necesitan al menos varios segundos con el objetivo de la cámara abierto, y eso hace que los puntos móviles de los satélites se conviertan en rayas que tachan el cielo.
“Por fortuna, los astrofotógrafos contamos con programas informáticos que pueden borrar esas trazas de satélites. Pero para ello se necesita tomar varias imágenes, y no siempre se consiguen eliminar”, explica Blanco. Los desvelos que le causan los satélites —que en verano son visibles durante casi toda noche y llegan hasta una altura considerable sobre el horizonte— dan una buena idea de las interferencias que pueden suponer las nuevas megaconstelaciones para la investigación astronómica.
Desde el desierto de Atacama (Chile), Jeremy Tregloan-Reed se dedica al estudio de exoplanetas. Es uno de los autores principales del artículo científico sobre el brillo de BlueWalker 3 y decidió investigarlo “porque se empezó a hablar de que supondría el principio del fin de la astronomía, cuando fue desplegado en noviembre de 2022. Pero también se dijo lo mismo cuando empezamos a ver los destellos de los satélites Iridium, a finales del siglo XX”.
‘BlueWalker 3′ y el fin de la astronomía
Tregloan-Reed sostiene que en general, y por el momento, no parece un gran problema. Pero puede llegar a serlo, “si no se controla la proliferación y no se actúa para reducir la cantidad de luz solar que reflejan los satélites. El paso de un satélite con un brillo mayor del límite recomendado de 7 podrá arruinar una imagen entera de telescopios específicos, como el del Observatorio Vera C. Rubin [en construcción en el norte de Chile]”.
Y según los resultados de su reciente investigación, BlueWalker 3 alcanza un brillo de magnitud 0,4. La cifra puede parecer tranquilizadora, pero no lo es: implica que es 437 veces más brillante de lo recomendado. Tal y como aclara Tregloan-Reed, la luminosidad de los cuerpos celestes se mide en una escala inversa: “Cuanto mayor es el brillo, menor es el número de magnitud; y además es una escala logarítmica, de modo que disminuir cinco unidades significa que el objeto será 100 veces más brillante”.
Los expertos coinciden en que el problema no es este artefacto en concreto, sino que se espera que en 2030 haya cientos de miles de satélites, lanzados por muchas compañías diferentes. BlueWalker 3, que ha batido récords debido a su gigantesca antena de 64 metros cuadrados, es solo un ensayo para la nueva red del operador AST SpaceMobile, que contará con cerca de 90 satélites hasta siete veces más grandes, denominados BlueBirds. Esto los haría al menos tan brillantes como Sirio, la estrella más reluciente del cielo.
“El aspecto del cielo nocturno podría cambiar para siempre. Hay un riesgo de que esa vista esté dominada por los satélites en movimiento, en lugar de por las estrellas”, explica Mike Peel, del Imperial College de Londres, y también participante en la investigación publicada por Nature. “Para evitarlo está la recomendación general del límite de magnitud 7, que implica un brillo tan débil que no puede verse a simple vista”, añade Peel.
A esta problemática ha dedicado la Unión Astronómica Internacional (IAU, por sus siglas en inglés) un simposio celebrado en octubre en la isla canaria de La Palma. El investigador español David Galadí, miembro de las comisiones de la IAU que estudian como afectan las megaconstelaciones de satélites a la astronomía, destaca que en la reunión científica de La Palma el impacto sobre el medio ambiente pasó a un primer plano: “Cunde una preocupación considerable por el efecto en la atmósfera del incremento de lanzamientos de satélites; y también de reentradas, pues todo lo que se sube a la órbita terrestre baja termina por caer de nuevo”, afirma Galadí.
Estudiar los efectos en la capa de ozono
Mantener esos enjambres de cientos de miles de satélites implicará que cada poco estará cayendo alguno y desintegrándose en su reentrada a la atmósfera, según Galadí. “Esto inyectará en las capas altas de la atmósfera cantidades de sustancias extrañas vaporizadas, como aluminio, a un ritmo hasta 10 veces superior al de la aportación natural de los meteoritos. Y la formación de óxidos de aluminio puede afectar a la capa de ozono”, explica el investigador.
Ante esta posibilidad teórica de un daño a la capa de ozono, explorada en una comunicación del simposio de La Palma, Galadí señala la necesidad de más investigación para cuantificar ese impacto. Y critica que a las empresas que lanzan las megaconstelaciones de satélites no se les exijan esos estudios de impacto ambiental en las capas altas de la atmósfera, ante la falta de una normativa internacional que regule el uso de la órbita terrestre baja: “Es como el Lejano Oeste. Están ocupando un territorio sin ley y pueden hacer lo que quieran”, añade.
Mientras que la investigación de ese nuevo tipo de contaminación ambiental está dando sus primeros pasos, sí que está mucho más estudiada la contaminación lumínica que traerá esa proliferación de satélites. Jeremy Tregloan-Reed advierte de que “aunque todos los operadores cumplieran con la recomendación de que sus satélites tuvieran un brillo máximo de magnitud 7, y así no fueran visibles a simple vista, sí contribuirían a aumentar el resplandor de fondo del cielo”. Según este investigador, eso borraría del firmamento las estrellas más débiles que puede detectar el ojo humano, si se hacen realidad los más de medio millón de satélites planeados para 2030. Confirman este riesgo los datos de un reciente estudio del español Salvador Bará, publicado en Nature Astronomy. Y ese efecto se notará más, precisamente, en los lugares que ahora tienen un cielo más oscuro, idóneo para contemplar las estrellas.
Para Meredith Rawls esta nueva forma de contaminación lumínica es totalmente diferente a la habitual, de la cual podíamos huir yéndonos a una ubicación alejada de ciudades y pueblos. “Sin embargo, los satélites orbitan alrededor de todo el planeta. Cuando todas esas megaconstelaciones estén completas, ya no habrá ningún sitio en la Tierra al que escaparse a observar un cielo nocturno oscuro y limpio”, lamenta Rawls.
Por Francisco Doménech y José A. Álvarez
© EL PAÍS, SL
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