Conrado Asselborn nació en Entre Ríos, pero terminó sus días en la zona más austral e inhóspita del mundo
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Cabo Vírgenes, en el extremo sur de Santa Cruz, vio nacer en 1584, por órdenes de Pedro Sarmiento de Gamboa, el primer pueblo español de la Patagonia, conocido como La Ciudad del Nombre de Jesús. En ese entonces, todos sus habitantes murieron de hambre y frío, y algunos de sus restos descansan en un cementerio desamparado y olvidado, a merced de los vendavales. A partir de ese momento, sus infranqueables vientos, la furia del indómito mar del fin del mundo, la proximidad del abismo náutico del Estrecho de Magallanes y sus apocalípticas tormentas no permitieron que se estableciera población alguna.
Sin embargo un hombre pudo contra todo eso: Conrado Asselborn, un entrerriano que pasó 40 años en un pequeño rancho en lo alto de un promontorio, retirado del mundo, esperando que la marea bajara para buscar pepas de oro. Fue el último buscador de ese metal de la Patagonia.
“Yo no doy trabajo a los demás, cuando la cosa se ponga grave, sé muy bien lo que tengo que hacer”, dijo alguna vez y el 11 de mayo de 1992 terminó con su vida en uno de los rincones más inhóspitos del mundo. Moría de esta manera, el ermitaño de Cabo Vírgenes. Sus restos descansan en aquella tierra, junto a los españoles y náufragos de todo el mundo que no pudieron dominar los misterios del mar austral.
La historia de Asselborn se asemeja a la de una novela de aventuras. Descendiente de alemanes del Volga, nació en Villa María, Entre Ríos, el 10 de enero de 1916. Desde pequeño se forjó en la dura tarea del campo, como respuesta al mandato familiar. “Fue buen domador, despostador, hábil con el lazo y mucho más con el cuchillo”, afirma Aníbal Parera, exmilitar e historiador entrerriano que escribió Asselborn y El ermitaño de Cabo Vírgenes. “Por sobre todas las cosas, era una persona solitaria”, agrega.
Rodeado de monte y aridez litoraleña, Conrado sintió el deseo de ver otros horizontes. Soñó con conocer Ushuaia. “Es un paisaje muy hermoso, muy distinto a todo esto”, escuchó a un viajero que estuvo en su hogar. Fue lo que necesitó para señalar su destino. En aquellos años, el servicio militar era una de las pocas alternativas para salir del terruño. Asselborn tuvo mala suerte, no salió sorteado, pero se ofreció como voluntario y pidió un destino al que todos rehuían: Ushuaia, el fin del mundo.
“Se fue y nunca más volvió”, afirma Parera. Embarcó en 1936 desde el puerto de Paraná y después de estar dos semanas en alta mar, llegó a Río Gallegos. Su destino había cambiado. Por primera vez, estaba solo. La Patagonia en esos años era una tierra indómita. Importaba la presencia. Eso hacía el ejército: estar. Eligió ser fusilero y cuidó como nadie su máuser. Según testigos, lo limpiaba todos los días. Callado y obediente, el ambiente castrense lo contuvo. Como era voluntario, en la primera baja podía salir. Sus superiores esperaban que se quedara. “No fue así”, dice Parera.
Durante el tiempo que permaneció en el ejército, no descansaba en sus francos. Había conseguido trabajo de estibador para La Anónima en el puerto de Río Gallegos. Enigmático, y con pocos amigos, nadie sabía que estaba ahorrando dinero para pagar un pasaje en un vapor que lo llevara a Ushuaia y montar un almacén. “Tenía brazos de ñandubay, potentes bíceps y muñecas grandes”, lo describe el escritor Hugo Martínez Viademonte, autor de Conrado. Nuevamente la ciudad austral, le fue esquiva.
“Están buscando gendarmes de frontera”, le dijo Inocencio Montoya, un soldado. “Me estoy cansando de la ciudad”, le contestó Asselborn. Río Gallegos en ese entonces era apenas un poblado. Se ofreció para el puesto y lo derivaron al destacamento El Zurdo. ¿Su misión? Patrullar las montañas para impedir la entrada de ciudadanos chilenos. Le dieron un caballo, uniforme y un fusil. Para Conrado, era tocar el cielo con las manos.
Durante el año que patrulló, cumplió a rajatabla su misión. Corría 1939. Lo enviaron a un nuevo destino: Gobernador Meyer con una nueva tarea, controlar el cuatrerismo. Estuvo tres años cuidando el ganado de las grandes estancias hasta que se cansó y se fue a Río Turbio, trabajo en una mina de carbón y fue personal de seguridad en un bar. “Conrado no tenía sentido del humor”, afirma Julio César Melchior, historiador de la inmigración del Volga.
Destino
Una noche su vida cambió. En el bar, un ciudadano chileno llamado Santiago García Esquivel comenzó a burlarse de su apariencia. Asselborn, además, estaba, como señalaron, con “mal vino”. Lo sacó del lugar y en un duelo criollo, le atravesó el abdomen con su cuchillo. La Justicia le hizo un guiño: lo trasladaron al presidio de Ushuaia. Para él fue un premio.
En la ciudad más austral del mundo, las condiciones carcelarias eran inhumanas. Asselborn tuvo una conducta ejemplar y fue liberado. Consiguió trabajo en Vialidad Nacional. ¿Su función? Matar vacas cimarronas para alimentar a los trabajadores. Todo iba bien hasta que se encontró con otro rival. Ambos estaban con “mal vino”, pero Asselborn corría con ventaja: su furia reprimida. José del Carmen Chaura, alias el “El Tigre de la Cordillera”, fue su nueva víctima. Debió volver al presidio, y al poco tiempo salió por buena conducta.
Luego de Ushuaia se trasladó a Cabo Vírgenes. “Se escondió del mundo, debía algunas muertes. Me recibió con su escopeta”, recuerda el periodista Mario Markic, nacido en Río Gallegos, conocedor de la historia y del personaje. En 1985 fue a hacerle una nota. “Odiaba a los periodistas”, afirma. Había construido un rancho en lo alto del acantilado, cerca del promontorio donde está el faro. “Como los pájaros, sabía hacer el nido”, dice en referencia al manejo de la dirección de los vientos. “Tuve la impresión de ver a un hombre de otro planeta, ajeno a la Tierra”, agrega.
“Su ranchito tenía un olor nauseabundo”, rememora Markic. Una cocina patagónica, oscura de hollín, un camastro, dos sillas y una mesa. Unos cuernos de toro se usaban para colgar sus ropas y la escopeta. Un farol a gas, unas ollas y nada más. “Fue el último ermitaño, fue el hombre más escondido del mundo”, completa Markic. “Iba a buscar oro en una zona de naufragios”, concluye.
Fiebre
La fiebre del oro en Cabo Vírgenes nace en las últimas décadas del siglo XIX. Inmigrantes, yugoslavos, croatas y austríacos iban a saquear los barcos naufragados y al revolver la arena hallaron algo más valioso que vajillas y herramientas: pepitas de oro. Pronto la noticia llegó a Punta Arenas, entonces no estaba el Canal de Panamá y era una ciudad que ebullía. La zona de Cabo Vírgenes fue la meca de los buscadores de oro. La fiebre terminó y el lugar quedó con su natural desolación, entonces Asselborn halló su lugar en el mundo.
“Era un gran baqueano, tenía un profundo conocimiento de la zona”, afirma Parera, que trabó amistad con él entre 1972 y 1975. “Había conseguido tener sus propios recursos económicos”, sostiene. Tenía una zaranda que usaba para colar la arena y separar el oro. Una vez por año, un emisario de la joyería Escasany de Buenos Aires venía a buscar el metal. En ese entonces, por radio no daban la cotización del dólar, sí la del oro. Asselborn la oía. “Vendía su oro al precio de la última cotización”, sostiene Parera.
“Vaya a saber cómo, veía algo en el mar que nadie podía ver: sabía cuándo había cardúmenes de róbalo”, recuerda el especialista. Pescada con espinel, al modo entrerriano, con una plomada de un kilo. Usaba la radio del faro para ofrecérselos a una pescadería de Río Gallegos . “No era de hablar, pero daba la impresión de haber encontrado su paraíso”, afirma Parera.
Durante el conflicto de Malvinas, todos los días y por las noches, patrullaba en soledad con su viejo máuser la costa. “Estaba convencido de que el Cabo Vírgenes era el único lugar por donde podían desembarcar los ingleses: su deber era impedir esa invasión”, manifiesta el historiador.
En Río Gallegos era conocido. Al oro lo usaba como trueque. Una calle de la localidad santacruceña lleva su nombre. “Él me dijo que cuando ya no pueda hacer las cosas solo, se iba a pegar un tiro”, recuerda Markic. La noche del 11 de mayo de 1992, un vendaval le destrozó el techo de su rancho, intentó arreglarlo y cayó. Se rompió las costillas. Tenía 75 años, el viejo buscador de oro, el ermitaño de Cabo Vírgenes, cumplió su palabra. Dos días después, el torrero del faro halló el cadáver. Y ahí empezó a tejerse su leyenda.
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