El encantador alivio de conseguir cancha (aunque fuera a las 7.30) y volver a jugar al tenis
"Estamos perdidos. No hay turno en ningún lado". El chat de mi cuñado Juan sonaba desolador: después de cinco meses de interminable espera, todas las canchas de tenis de Villa Pueyrredón, Villa Urquiza y aledaños estaban completas en el feriado. Al rato, llegó la buena noticia: un club casi en el límite con la avenida General Paz nos ofrecía el espacio que necesitábamos, pero con una condición… el turno era a las 7 y 30 de la mañana.
"No pasa nada", nos dijimos con Juan, habitual compañero en épocas en las que el tenis no estaba prohibido. Durante los días anteriores habíamos estado pendientes de los anuncios oficiales que, finalmente, autorizaron el retorno de las prácticas de los deportes individuales en la ciudad. No queríamos repetir lo que ocurriera dos semanas atrás, cuando Juan ya había comprado por internet pelotitas nuevas, confiado en una autorización que finalmente se postergó.
Pero el día del retorno llegó. Así que, cuando se hizo la hora, e intentando no despertar a mi familia, apronté el barbijo, el alcohol en gel, la raqueta y salí de casa. Una panadería abierta me hizo sentir un poco menos solo en las calles desiertas. Todavía estaba oscuro.
Muchas dudas
Al llegar al club, algunas dudas nos asaltaron. ¿Necesitamos seis pelotitas, tres para cada uno? ¿O con una cada uno alcanza? "No se preocupen, con dos bien marcadas alcanza", nos recibió el empleado, mientras nos tiraba alcohol vía spray y esbozaba una sonrisa debajo de su barbijo. Con una mezcla de temor e ignorancia, le pregunté si hacía falta jugar con el barbijo puesto. "No, para nada. Pongan cada uno sus cosas en un banco diferente, usen toallas distintas, respeten la distancia y salgan cinco minutos antes de la hora, así desinfectamos para los que vienen después", nos indicó.
Ya en el banco asignado, miré a mi alrededor: éramos los primeros (y únicos) en jugar en ese horario. "Cuidado, no te desgarres, andá despacio", me gritó el profesor luego de mi primer (e inútil) esfuerzo por alcanzar una bola muy esquinada. Al rato, el propio profesor comenzó a dar clases en la cancha de al lado, entre suspiros y una frase que sentí muy cercana: "¡Qué bueno esto! ¡Cuánto tiempo sin jugar!", se repetía. Su compañero de juegos prefería la ironía. "Bueno, ahora estamos mejor, porque en abril esto contagiaba mucho más, ahora no tanto", bromeó, mientras yo intentaba concentrarme en el partido que, de todos modos y al igual que antes de la cuarentena, perdería por paliza.
"¿Y? ¿Cómo la pasaron?", preguntó el mismo empleado cuando nos íbamos del lugar. Yo estaba con las piernas duras y casi sin aliento, mi compañero lo mismo. Pero volvimos, cada uno a su casa, felices de haber compartido un momento de esparcimiento, aún sin abrazos y con saludos a la distancia. Contentos, sobre todo, de haber comenzado a recuperar una rutina que, confieso, en algún momento consideré irremediablemente perdida.
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