Después de someterse a una cirugía estética en Venezuela, Yadira Pérez comenzó a padecer los efectos de mala praxis; su historia, en primera persona
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A Yadira Pérez le vaciaron las nalgas.
Cuando muestra la foto del tejido que le extrajo el cirujano hace cuatro meses, apunta a unas esferas amarillas y viscosas.
“Esas pelotitas son los biopolímeros”, dice la fotógrafa venezolana de 43 años, como si ese cúmulo de tejido y sangre seca no fuera suyo.
“Algunas de esas pelotitas llegaron a incrustarse en el músculo de mi glúteo derecho y me producían un dolor insoportable”.
Yadira pagó para que le inyectaran biopolímeros en las nalgas cuando tenía 26 años.
Aunque se consideraba una mujer bonita y con buena figura, su novio de entonces estaba obsesionado con la idea de que tuviera el “culo grande”.
Y ella quiso complacerlo.
Cuando tuvo la primera menstruación después de inyectarse los biopolímeros, sus nalgas se pusieron rojas, duras y calientes. No podía sentarse ni acostarse.
Desde entonces, cada vez que le llegaba la regla tenía los mismos síntomas.
Los biopolímeros son sustancias sintéticas que permiten aumentar el tamaño de labios, senos y glúteos.
En 2021, 14 años después de que Yadira se sometiera a aquel procedimiento, las autoridades venezolanas prohibieron el uso de “sustancias de relleno” en cirugías estéticas, al igual que otros países de la región como Colombia, Brasil y México.
En vista de que muchos de estos procedimientos son informales o clandestinos, no existen cifras globales sobre pacientes inyectadas con biopolímeros.
BBC Mundo llamó al salón de belleza en Caracas en el que Yadira se implantó los biopolímeros, pero no obtuvo respuesta.
Durante los 16 años que han transcurrido desde que se inyectó los implantes, Yadira se sometió a dos liposucciones láser y una cirugía para extraerlos.
En el último procedimiento decidió fotografiarse a sí misma para documentar el tratamiento y la recuperación, mientras pedía un préstamo para pagar la cirugía y los medicamentos en Miami, la ciudad de Florida (EE.UU.) en la que vive desde hace dos años.
Yadira forma parte de un grupo integrado por 44 mujeres provenientes de Cuba, Colombia y Venezuela, que viven en diferentes ciudades de Estados Unidos y que también se preparan para someterse a cirugías para retirarse los implantes.
En este testimonio en primera persona, cuenta su recorrido por hospitales, clínicas y especialistas que no eran capaces de determinar si sus síntomas estaban relacionados con los implantes ni le ofrecían tratamientos efectivos para eliminar sus dolores.
“Vamos a hacerte las nalgas”
En el año 2007 había un boom de cirugías estéticas en Caracas.
En esa época yo vivía con Henrry, el papá de mi hijo Leo.
Henrry siempre compraba el periódico y en las revistas había anuncios publicitarios para hacerse cirugías.
“Mira, están haciendo las nalgas. Vamos a hacerte las nalgas”, me dijo un día. “Imagínate, vas a tener un culo grande”.
Al principio me negué, pero al final dije: “Lo voy a complacer”.
Fuimos a un lugar que ni siquiera era una clínica, pero había un quirófano donde hacían implantes de mamas y liposucciones, como una especie de consultorio que quedaba en Bello Monte, en Caracas.
Fuimos por el anuncio, sin recomendación de nadie. En la revista decían que el material de los implantes había sido utilizado por cirujanos en Estados Unidos y Europa.
Nunca pensé en ponerme implantes porque tenía buen cuerpo. No tenía un culo grande ni pequeño, era proporcional con mi cuerpo y mi estatura.
Pero él tenía esa obsesión de que tuviera el culo grande. Estábamos empezando, teníamos un año de relación más o menos.
Yo tenía implantes ya. Me operé los senos a los 21 años porque tuve quistes de mama y cuando me hicieron la biopsia, descubrieron que había células malignas.
Me hicieron una mastectomía parcial en ambos senos y me pusieron las prótesis.
“Pégate un teipe”
La primera vez que Henrry y yo fuimos a aquella consulta, había una fila de mujeres esperando para ponerse los biopolímeros.
El doctor que nos atendió dijo que era médico cirujano. Nos mostró un frasquito que contenía el líquido que me iba a inyectar. No decía biopolímeros, decía que eran células expansivas para dar volumen.
El doctor nos presentó a su esposa, que era una señora mayor como él. Dijo que ella tenía más de 15 años con esa sustancia en las nalgas y que no le había generado ningún malestar.
Ella iba vestida con un pantalón de lycra y una franela apretadita. Se veía chévere.
Aunque yo no tenía la necesidad de hacerlo, sabía que Henrry iba a insistir hasta lograr que me pusiera los implantes, así que dije que sí.
Fui muy confiada, no leí ni investigué nada sobre lo que me iba a poner.
El doctor me limpió con povidine (antiséptico), me inyectó anestesia local y no vi más nada porque estaba acostada boca abajo en una camilla.
En ningún momento vi cómo era el instrumento con el que me inyectó ni qué me inyectó. Tampoco sentí dolor.
Me puso una curita redondita en cada huequito donde inyectó los biopolímeros y me fui a mi casa.
Cuando me vi en el espejo, me sorprendí. Henrry dijo que era una maravilla.
Al principio sentí que estaba más buena. Sentía más seguridad al momento de tener sexo. No tenía que ver con mi autoestima, sino con la satisfacción que teníamos durante el acto.
Pero en los días siguientes, el líquido empezó a salir y me mojaba el pantalón. El doctor me decía: “Pégate un teipe” (cinta adhesiva) y eso paraba el líquido.
Nalgas rojas, duras y calientes
Me quedó un huequito que parecía celulitis y Henrry me dijo que fuera al médico a que me arreglara eso.
El doctor puso más líquido allí, pero ese huequito nunca se rellenó.
Una semana después de aquella segunda inyección, se me inflamaron las nalgas. Se me pusieron rojas, duras y calientes.
Y luego se me inflamó la cadera y la espalda hasta arriba (señala sus omóplatos).
No me podía acostar. No podía dormir boca abajo por las prótesis de los senos ni boca arriba por los biopolímeros en las nalgas.
Estar sentada era como un calvario. El dolor era como cuando se pisa el nervio, que baja por la pierna. Si me tocaba, sentía un ardor que me quemaba.
Cuando empecé a tener estos problemas todo cambió con Henrry. Ya no teníamos sexo, yo no podía con tanto dolor.
Él me lo reclamaba. No tenía paciencia, quería satisfacer su deseo sexual fuese como fuese y no le importaba que me doliera o que estuviera de reposo.
“Usted nos dijo que esto era seguro”
El doctor empezó a inyectarme un medicamento para bajar la inflamación y el dolor.
Todos los meses, cuando me venía el período, tenía la misma reacción: se me inflamaban las nalgas, la espalda y la cadera. Aquello se me ponía rojo, me dolía, se ponía durísimo.
Él me inyectaba todos los meses y se solucionaba hasta el mes siguiente.
Henrry iba conmigo y le decía al doctor: “Usted nos dijo que esto era seguro, que no iba a tener ninguna reacción”.
Y el doctor le decía: “No te preocupes, a veces pasa, pero con esto lo vamos a solucionar”.
El doctor estuvo inyectándome todos los meses durante un año más o menos.
Hasta que un día nos dijo que era muy costoso para él seguir inyectándome porque no me cobraba.
Conejillo de Indias
La inflamación, el dolor, la dureza y el enrojecimiento volvían a aparecer cada vez que me venía la regla. No podía sentarme, no iba a trabajar, me sentía muy mal.
Empecé a ir de médico en médico. Me mandaron antibióticos y antialérgicos y no me hacían nada.
Al final nadie me quería atender porque no entendían lo que pasaba.
Hasta que encontré un médico que estaba haciendo investigaciones sobre los biopolímeros. Él me recomendó que me pusiera en control con una reumatóloga, que me mandó a hacer estudios y me detectó artritis reumatoidea en la cadera.
Yo apenas tenía 27 o 28 años.
La doctora me decía que no sabía si aquello había sido producto de los biopolímeros, pero me recetó prednisona para que actuara como un antiinflamatorio.
Durante un tiempo iba a retirar ese medicamento en la farmacia del seguro social en Caracas.
Entonces bajaba la inflamación de la cadera y las nalgas. Hasta que el medicamento también dejó de funcionar.
Estuve alrededor de un año viéndome con el doctor que estaba investigando los biopolímeros. Él no estaba seguro de qué hacer y consultaba mi caso con otros cirujanos, hasta que me recomendó hacer una liposucción láser.
Él mismo reconoció que no estaba preparado para hacerme una cirugía abierta. Lo mejor en ese momento era insertar una cánula y extraer todo lo que se pudiera.
El doctor solo tenía dos pacientes con biopolímeros, otra señora y yo, así que fuimos como sus conejillos de Indias.
Estaba tan desesperada que le dije que quería que me sacara todo. No tenía dificultades para caminar, pero sí me dolía la cadera y la columna.
“¡No se inyecten!”
Henrry y yo volvimos a hablar con el médico que me puso los biopolímeros para contarle lo que estaba pasando y había filas de mujeres esperando para ponerse implantes.
Un día entré en crisis, me bajé los pantalones en la sala de espera y les mostré mis nalgas a las pacientes que estaban ahí, con eso rojo y caliente.
“¡No se inyecten, no se inyecten! Miren lo que les va a pasar”, les dije desesperada.
Y una de ellas me respondió: “Eso es una lotería. No a todo el mundo le pasa”.
El doctor dijo que no me podía seguir ayudando. “O usted me resuelve esto o voy a venir todos los días al consultorio y le voy a mostrar mis nalgas a todo el mundo para espantarle a las pacientes”, le dije.
Entonces pagó la primera liposucción que me hizo el otro doctor, el investigador, en el año 2011, después de hacerme una resonancia en la que vio la cantidad de material que tenía en las nalgas.
Ese doctor me sacó un pote de mayonesa lleno de pelotitas.
La pérdida
Durante un año me sentí bien. Pero en 2012, los síntomas reaparecieron cuando me venía la regla.
No se me inflamaba tanto la espalda, pero las nalgas se me ponían duras como bloques. El doctor mandó a hacerme una resonancia y me dijo que todavía quedaban como el 15% de biopolímeros.
Me hizo una segunda liposucción, que pagué yo, y usé una faja por tres meses.
Poco después volví a quedar embarazada.
Tuve a mi primera hija a los 17 años y no había tenido ningún problema de infertilidad. Pero esta vez, a los 32, el embrión no se sostuvo.
El doctor me diagnosticó tiroiditis de Hashimoto (el sistema inmune ataca a la tiroides) y dijo que la pérdida había sido causada por una actividad irregular de mi tiroides, quizás producto de los biopolímeros.
Él no tenía claro si por la tiroides empecé a rechazar los biopolímeros o si el sistema inmunológico estaba tan fuera de control por los biopolímeros que me dañó la tiroides.
Le llamaba la atención que no había tenido ningún contratiempo con las prótesis de mamas. Mi cuerpo no había rechazado las prótesis en los senos, lo que rechazaba eran los biopolímeros.
Yo no tenía necesidad de vivir aquello, me sorprendía todo lo que había sufrido por ponerme los implantes.
Luego volví a quedar embarazada y en julio de 2014 tuve a mi hijo Leo sin problemas.
El dolor regresa
Después de la segunda operación mi vida cambió. No tuve dolor durante diez años, hasta que en octubre del año pasado se me volvió a inflamar todo.
Esta vez no fueron solo las nalgas y la espalda, también la cara y las manos. Por primera vez sentí dolor en las articulaciones.
Tenía sensación de fiebre y me dolía el cuerpo. Sentía que la cabeza me iba a explotar.
Fui al hospital y cuando estaba esperando en la emergencia, empecé a temblar hasta que me desmayé.
Le dije a la doctora que debía ser una reacción a los biopolímeros y me dijo que no sabía de qué le estaba hablando.
Me hicieron un electrocardiograma y salí bien. La doctora ordenó que me hicieran una prueba de covid y una de gripe, y salí negativa en las dos.
Yo seguía diciendo que eran los biopolímeros, pero me dejaron en hospitalización tres días para evaluar si tenía una infección, aunque no había ningún indicador en mis exámenes de laboratorio de que pudiera tenerla.
“Yo lo que necesito es que me saquen esto de aquí, esto es lo que me está afectando”, les dije a los médicos cuando les expliqué que tenía implantes en las nalgas.
Pero dijeron que no me podían operar, que tenía que ir a una consulta privada con un cirujano.
Por la emergencia del hospital y a través del seguro no podían hacerlo porque lo consideraban una cirugía estética, a menos de que tuviera secreciones en las nalgas. En ese caso, sí podrían operarme.
Me mandaron antibióticos por diez días, cada ocho horas, y con el tiempo empecé a mejorar.
La depresión
Fui al médico primario para preguntar qué podía estar ocurriendo y la doctora me dijo que había dos opciones: o me estaban afectando los restos de biopolímeros que habían quedado o las prótesis en los senos.
Me recomendó sacarme también las prótesis de los senos.
Ya tenía un año y medio en Miami y sentía mucha ansiedad. Tenía ganas de volver a Venezuela para ver a mi familia. No tener el apoyo de mi mamá y mis hermanos cuando estuve hospitalizada me afectó mucho porque estamos muy unidos.
La doctora me recetó antidepresivos. Dijo que mi organismo estaba reaccionando de esa forma por la depresión. “Tómate esta pastillita, te va a relajar y te va a hacer sentir mejor”, me dijo.
Consulté con mi psicóloga y ella me advirtió que esas pastillas podían apagarme. “Vas a perder el contacto que tienes con Leo. La decisión es tuya”.
Entonces decidí no tomar pastillas contra la depresión y buscar un cirujano especializado en biopolímeros para retirar lo que faltaba.
Encontré uno en Colombia. Por mi estatus migratorio no podía salir de Estados Unidos en ese momento, pero estaba dispuesta a pedir un permiso de salud para que me dejaran viajar a ver si podía operarme.
El dolor era tan intenso que estaba dispuesta a arriesgar mi trámite migratorio con tal de que alguien me sacara eso. Pero comencé a sentirme mejor y decidí pensarlo un poco más.
La cirugía y las cicatrices
Hice un viaje por carretera hasta Ohio con una amiga. Estuve muchas horas sentada y las nalgas se me volvieron a inflamar, se pusieron rojas y duras como unos bloques.
Otra vez tenía esa sensación de fiebre y cansancio, como si tuviera covid. Sentía que no podía levantarme de la cama.
Mientras estuve en Ohio, Henrry llamaba desde Venezuela a Leo todos los días y yo no quería contestar el teléfono, no quería saber nada de él. Hasta que le dije que no quería atender porque estaba atravesando esa situación que era culpa suya.
Y él me respondió: “Creo que fue decisión de los dos”.
Accedí a muchísimas cosas por el papá de Leo. Aprendí muchísimo, pero en ese camino perdí mi identidad.
Regresé a Miami en avión porque no podía estar tantas horas sentada. Antes de volver, una amiga me dio el contacto del doctor Nair Nayaranan y me dijo que era experto en biopolímeros. Casualmente vivía en Miami, justo lo que andaba buscando.
Fui a consulta con el doctor y me mandó a hacer unos exámenes para ver cómo estaba. Antes de la cirugía sentí pánico de morirme en ese quirófano por mi hijo Leo.
Tuve que contraer una deuda grande porque el seguro no cubrió nada del procedimiento.
Finalmente el doctor me hizo una cirugía abierta, cortó la piel y sacó todo. Encontró pelotitas que estaban adheridas al músculo.
La recuperación fue muy larga y dolorosa. Durante las primeras tres semanas no podía sentarme, tenía que orinar de pie.
Me costaba mucho dormir. Intentaba dormir boca abajo sobre una almohada y como tenía drenajes, no podía acostarme de lado.
Mi hijo Leo me ayudaba a hacerme las curas y me asistía en todo. Durante dos meses no pude manejar y no podía llevarlo a ninguna parte.
Trabajé desde casa, de pie frente a la computadora los ratos que podía.
Me quedaron unas cicatrices grandes, pero no me duele tenerlas. Estas cicatrices me recuerdan lo que he vivido.
Ahora quiero sembrar conciencia sobre las consecuencias de los biopolímeros.
A las personas que tienen intenciones de ponérselos, les digo: ¡No lo hagan, no se lastimen de esa manera!
Y a las que están viviendo con dolor, les recuerdo que hay alternativas. No se rindan porque hay esperanza.
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