El 28 de septiembre de 1966, un avión fue secuestrado por militantes nacionalistas y desviado hacia las islas. Cómo fue el vuelo y el aterrizaje, considerado un hito
En 1966, el Comandante Ernesto Fernández García tenía 39 años. La vida le mostró muy pronto su vocación de aviador. De adolescente comenzó a tomar clases de planeador en el Albatros de Merlo. Con 22 años recién cumplidos obtuvo, tras 25 horas de vuelo, su licencia de piloto. Posteriormente cursó la Escuela Nacional de Aeronáutica. En este período ingresó a Aerolíneas Argentinas. Un compañero de estudios lo convenció de unirse a la empresa, en la oficina de instrumental. No era lo que él quería, pero sí un comienzo. Poco después, debido a una convocatoria de la empresa pidiendo pilotos, obtuvo su gran oportunidad. De 250 postulantes quedó segundo. Hacia fines de septiembre de 1966 ya había acumulado unas 15.000 horas de vuelo y su experiencia le permitía volar tanto aviones livianos como pesados con razonable maestría.
Tres meses antes del vuelo que cambiaría su vida, un golpe militar inauguró la denominada Revolución Argentina, cuya cabeza más visible era el General Onganía, el nuevo presidente. Este hecho movilizó a un grupo de jóvenes nacionalistas a adelantar el plan que habían urdido para recuperar las Islas Malvinas. La visita al país de Felipe de Edimburgo, el Príncipe consorte de Isabel II, fue otro factor determinante.
Cuando a las 0.30 del 28 de septiembre de 1966 el vuelo de Aerolíneas Argentinas AR-648 inició la carrera de despegue en el aeroparque metropolitano con destino a Río Gallegos, el comandante ignoraba que iba a protagonizar el vuelo más extraordinario de su carrera, una verdadera misión imposible, y que toda su habilidad y experiencia serían puestas a prueba por estos jóvenes soñadores teñidos de patriotas.
El avión era un veterano Douglas DC-4 matrícula LV-AGG. Un cuatrimotor bautizado Benjamín Matienzo, de 37 toneladas. Transportaba 43 pasajeros (cinco eran niños), y seis tripulantes. El avión tenía delimitados dos sectores. Adelante estaban los VIP y, separada por una cortina, la clase turista. Los VIP tenían seis plazas, con asientos un poco más grandes y confortables. En uno de ellos viajaba el gobernador de Tierra del Fuego, Contraalmirante retirado J. M. Guzmán. En la clase turista viajaban, en su mayoría, nativos de Tierra del Fuego.
Al sobrevolar el radiofaro de Quilmes, la aeronave hizo un suave giro a la derecha, hacia el sur, para incorporarse a la aerovía que los llevaría a Río Gallegos. El radio operador Joaquín Soler pasó la posición en Azul, Bahía Blanca, San Antonio, y Trelew. Todo marchaba de acuerdo al plan de vuelo. Uno más de los tantos viajes tranquilos y sin novedad.
El DC-4 volaba sobre el Golfo de San Jorge, lateral a Comodoro Rivadavia. Al transmitirle la posición a la estación aérea, el control de tráfico envió un mensaje con el pronóstico del tiempo en Río Gallegos, preguntando al comandante si aterrizaría en Comodoro. El informe indicaba que un frente activo tenía fuera de operación al aeropuerto y que la visibilidad era de 200 metros y viento de 18 nudos. El comandante decidió continuar.
Cerca de las 5 de la mañana sobrevolaron Puerto San Julián. Estaban a dos horas de Río Gallegos y a tres de Malvinas. El piloto advirtió nubes de hielo que indicaban la existencia de una tormenta. Era un frente que seguía más allá de las islas, metiéndose en el Atlántico. Fernández García consideró entonces la posibilidad de pegar la vuelta y aterrizar en Comodoro Rivadavia. Pero de pronto la historia del vuelo AR-648 cambió de rumbo.
El comandante sintió algo en el cuello. Era una pistola tipo Parabellum, un arma vieja, con la pintura descascarada que dejaba ver el frío acero con que la habían fabricado. Al ver quien le apuntaba, se sobresaltó. Era un joven de unos 25 años que había subido último al avión. Junto a él había otro joven con una 45 que amenazaba al resto de los tripulantes de cabina: Alejandro Giovenco, miembro del grupo nacionalista Tacuara. Ambos vestían uniformes de color caqui y eran los cabecillas del denominado grupo Cóndor.
–¿Usted es el Comandante Fernández García? –le preguntó uno de los jóvenes, algo nervioso.
–Sí.
–¿Usted vive en Belgrano, en la calle Maure, tiene un nenito y una esposa bonita que está embarazada?
–Sí.
–¡Haga lo que le digo y no les va a pasar nada! Ponga rumbo 105. Vamos a las Islas Malvinas.
Aunque el comandante lo ignoraba, se trataba de un comando integrado por 18 jóvenes. La autora intelectual de esta verdadera locura había sido la periodista y dramaturga María Cristina Verrier. El secuestro de un avión de línea no solo les reducía el tiempo de viaje, sino que, por aquella época, no se revisaba el equipaje y podrían disimular fácilmente las armas. Fue así que el 28 de septiembre cerca de las 5 de la mañana, el Douglas DC-4 fue declarado en emergencia. El vuelo AR 648 no respondía, se lo daba por perdido.
Fernández García se sobresaltó, pero nunca perdió la calma. Trato de convencerlos de lo imposible de aquella empresa. El copiloto se mantuvo sospechosamente al margen. La auxiliar, en cambio, estaba pálida de susto. En la cabina también estaba el mecánico Aldo Baratti, tan sorprendido como el comandante.
–Miren muchachos –les dijo Fernández García–, yo no tengo gasolina para llegar.
–No mienta. Usted tiene gasolina por lo menos para seis horas más –enfatizó el joven.
–Igual, ¡no tengo cartas de navegación!
–Nosotros las tenemos.
- ¿Y cuál es el rumbo?
- Ya le dije, rumbo 105.
Mientras seguían conversando el piloto busca su punto débil.
–No voy a tener combustible para volver –dijo.
–Le daré todo el que quiera –le contestó el joven.
–¿Y el aeropuerto? No sé si habrá uno en las islas.
–¡Hay un aeropuerto de 1800 metros! –afirmó el secuestrador.
Las objeciones del piloto eran atendidas con suficiencia, pero ponían nervioso al líder del grupo. "El copiloto seguía todo con actitud pasiva; sin otro compromiso que el silencio profundo. El silencio de los cómplices… Tanto el copiloto, como el radio y el mecánico se mantenían ausentes de la realidad, como si comulgaran con el secuestro", recordaría años después el comandante. ¿Quién los había traicionado? ¿Cómo sabían de su casa y su familia? ¿Cómo sabían cuánta gasolina tenían?
En ese momento tan tenso cualquiera de la tripulación de cabina podría haber reaccionado del modo más inesperado; pero a nadie se le movió un pelo. La prioridad del comandante era evitar por todos los medios situaciones de violencia que pusieran en peligro a los pasajeros.
El comandante estuvo de acuerdo con no informar al pasaje sobre la situación del vuelo. Preocupado, muy preocupado, se preparó para afrontar el nuevo desafío: encontrar las islas. El cabecilla le acercó una hoja con un diagrama rudimentario, hecho a lápiz, que señalaba una bahía; una cruz indicando un barco hundido; dos líneas representando lo que parecía ser el trazado de una supuesta pista, y un círculo que señalaba la capital malvinense. Ese trozo de papel y un pequeño mapa que venía adosado a su libreta de enrolamiento era de todo lo que disponía el piloto para encontrar las islas en medio del Atlántico Sur.
En la cabina, Giovenco, un joven de 22 años, parco y acotado en sus expresiones, con grandes anteojos ahumados que le daban a su fisonomía un aspecto misterioso y, al mismo tiempo, algo de siniestro, no dejaba de apuntarle al radio Soler, que, con los auriculares puestos, oía el constante llamado de la red de aeronavegación y no podía hacer nada.
El cuatrimotor había girado al rumbo 105 y el comandante decidió, una vez más, poner a prueba los conocimientos del joven secuestrador, en un intento por hacerlo desistir.
–¿Cómo se llama?
–Cabo.
–Mire, Cabo, no lo tome a mal, pero adelante hay un frente frío y no puedo asegurarle que el tiempo en las islas sea bueno como para aterrizar.
–El tiempo en las islas es bueno –respondió Cabo, sin miramientos, aunque dejando entrever la duda en su semblante.
Fernández necesitaba ganar tiempo para persuadirlos de abortar semejante locura. Pidió permiso para ir al baño. Hacía diez horas que estaba en la cabina. Fue durante esta breve salida que se enteró de que el comisario Raúl Ferrari estaba encerrado en el baño de mujeres. Negoció su liberación y regresó. Aprovechando un descuido, el radio Soler logró enviar un mensaje dando cuenta de la toma del avión y del desvío hacia Malvinas. La red solo captó parte del mensaje, pero fue suficiente para que supieran que seguían vivos y que estaban en el aire.
Habían pasado dos horas desde el inicio del secuestro y la tensión iba en aumento. Las islas no aparecían. Perderse era morir o con suerte amerizar en un mar con olas de más de cinco metros. Volaban a cinco mil metros de altura. El viento era fuerte y tenían combustible para dos horas más. Estaban en el centro de un frente de nubes gélidas. La temperatura exterior era de –40°C. El piloto miró el pequeño mapa adosado a su libreta de enrolamiento y calculó que, con la deriva producida, de seguir así el avión iba a perderse en el océano. No tenía dudas: las Malvinas estaban quedando atrás.
La única alternativa era buscar una lenticular: una nube que, por efecto del fuerte viento, al pasar por una montaña condensa la humedad y produce una forma ondulada clásica. Poco después, sobre la derecha del avión el comandante divisó una, en medio del Atlántico. Estaba muy lejos, como a media hora de vuelo, pero era la única esperanza. Las islas debían estar en ese rumbo. De inmediato se lo hizo saber a Cabo, pero este no quiso dar el brazo a torcer y a punta de pistola mantuvo la orden de continuar en el rumbo 105. Si seguían ese curso se internarían más y más en la inmensidad del océano. Debían regresar hasta donde se estaba formando la nube lenticular. Si había una lenticular, había una montaña, y cerca, algún lugar donde aterrizar.
Un ardid clave
Ante la caprichosa negativa, el piloto urdió un engaño para lograr que Cabo cambiara de actitud. Aprovechando un descuido de los secuestradores, le dijo a Baratti que consumiera la gasolina de los tanques auxiliares del ala derecha. Este obedeció, y a los pocos minutos los motores comenzaron a hacer falsas explosiones hasta detenerse. Al tirar de los aceleradores hacia atrás comenzaron a sonar todas las alarmas del avión. Cabo y Giovenco se asustaron y, rápidamente, intentaron averiguar qué estaba pasando. Baratti los miro y les dijo aterrado: ¡se nos acaba la nafta!
Giovenco y Cabo se pusieron blancos.
–Se los dije.
–Y ahora… ¿Qué? –le preguntó Cabo.
–Nuestra única esperanza es esa nube que esta allá. Si no es, no importa. Vamos a caernos de todas formas.
Los secuestradores no tuvieron otra opción que ponerse en manos del comandante. Pusieron en marcha los motores, y el avión cayó más de 90 grados a la derecha, hacia el sudoeste. Fernández rogaba que esa nube los llevara a las islas. Miraba hacia el mar con la esperanza de encontrar algo, pero era como buscar una aguja en un pajar. Veinte minutos después, al quebrarse las nubes, divisó lo que parecía ser una aguja muy puntiaguda en el mar, como un ancho obelisco y luego otras más. El piloto se frotó los ojos ya cansados. No era un espejismo. Todo era real. Podían salvarse.
El piloto realizó un viraje muy escarpado y entró al estrecho de San Carlos que separa la Gran Malvina de la isla Soledad, y puso un rumbo paralelo al canal. Iba a unos 200 km por hora. "¿En qué dirección está Stanley?", le preguntó a Cabo. El copiloto que hasta entonces había permanecido encadenado a su silencio abrió la boca y se descubrió: al Este, dijo.
El avión descendió de 5000 a 50 metros sobre el nivel del mar y viró hacia el Este. En ese momento, el piloto vio un camino y lo siguió. Vio unas casas y unos galpones y, pronto, comprendió que aquello era Puerto Stanley [Puerto Argentino], pero no había ningún aeropuerto. Solo una playa sembrada de guijarros, como todas las playas de las Malvinas. Había que buscar rápidamente otra alternativa. De pronto divisó un terreo semiplano: el hipódromo de la isla. El único lugar donde el avión podría descender; ondulado y curvo, y flanqueado por cables de alta tensión cruzando el camino, más dos tribunas, una a cada lado.
Mientras tomaba la decisión final, aquella que los salvaría o los mataría a todos, aparecieron de golpe. Eran seis enormes antenas paradas como gigantes frente al avión. El comandante atinó a tirar los comandos hacia atrás y logró saltarlas. Mientras el copiloto y el mecánico hacían la lista de inspección de emergencia, terminó el primer giro sobre el faro, bajó el tren de aterrizaje e hizo un segundo giro, para observar con más detenimiento el lugar elegido para aterrizar. El piloto se alejó de las antenas, a la derecha, llevando el aparato sobre el pueblo, viéndose obligado a saltar unos cables de alta tensión, que desde el cielo se veían como un pentagrama. Cortó los motores y pasó por arriba de las dos tribunas en dirección al hipódromo. Mató la velocidad rozando ocho montículos de tierra que había en la superficie. La hélice izquierda fue rompiendo la empalizada de madera que separaba a la pista de la gente. Luego, llegó el momento en que no hubo más sustentación y la rueda izquierda golpeó contra uno de los montículos de tierra. Fernández García dejó caer el avión y clavó los frenos a pastilla. El DC-4 llevaba la nariz levantada. Tiró los comandos hacia atrás para bajar la cola. pero las hélices rompieron parte de la empalizada de madera. Apoyó la nariz y el avión se hundió hasta la mitad y finalmente se detuvo. Se habían salvado. Había logrado aterrizar en 200 metros. Una hazaña. ¡Una de las más extraordinarias de la aviación comercial argentina! Pero, en este viaje, no sería la única.
Los isleños que presenciaron el aterrizaje no salían de su asombro al comprobar que el enorme cuatrimotor había logrado posarse sin un rasguño. Fascinados ante la mágica e inesperada presencia de los recién llegados, aparecieron varios curiosos. Ni bien los secuestradores descendieron de la máquina, tomaron una veintena de rehenes. La rueda del motor derecho había quedado enterrada y el ala se apoyaba sobre el pasto.
Fernández García, todavía a bordo, advirtió que a unos 200 metros del avión se había detenido un jeep Land Rover con una patrulla compuesta de seis Royal Marines. Enseguida envió al comisario Ferrari y a la auxiliar a informales de que había pasajeros como rehenes que nada tenían que ver con los secuestradores. El radio Soler, libre ahora de la vigilancia de Giovenco, envió un mensaje haciendo saber que habían aterrizado en Malvinas sin novedad.
Como precaución, el piloto hizo descender a los pasajeros para evitar que el avión siguiera hundiéndose en la turba. En todo momento Fernández García actuó como el portavoz de los pasajeros. El almirante Guzmán y su comitiva se pusieron a su disposición y dejaron en sus manos el control de las negociaciones.
Merced al padre Rodolfo Roel se logró que los secuestradores liberaran a todos los rehenes a las pocas horas. Era el principio del fin de la Operación Cóndor. El capellán Millam en un acto de arrojo, logró sacar del avión disimulado entre su sotana al sargento Peck, jefe de policía local. Mientras tanto, los pasajeros y la tripulación fueron repartidos en distintas viviendas.
Al día siguiente, los esfuerzos del Padre Roel y del comandante se vieron recompensados cuando los secuestradores se rindieron. El 1° de octubre fueron enviados al continente bajo una fuerte custodia policial a bordo del Bahía Buen Suceso. Conjuntamente con los secuestradores se embarcaron los 26 pasajeros, la auxiliar y el comisario.
Regreso sin gloria
Con mucho esfuerzo se logró levantar el avión, colocándole tablones para que no volviera a hundirse en el fango. Para lograr un decolaje exitoso se aligeró el avión de todo lo que era superfluo. El terreno era el gran obstáculo a vencer, ya que la turba iba a frenar la carrera del despegue. Para alisar la pista y retirar los montículos se utilizaron chapas de hierro. El piloto no estaba seguro de poder sacar el avión, pero se sentía atraído por el desafío. Lo cierto era que el suelo era ondulado, curvo, blando, con postes telefónicos en el lado derecho y una zanja y rocas en el lado izquierdo… Las tenía todas en contra.
Cansado de esperar y ansioso por partir, Fernández García habló con la tripulación y fijó la hora para el despegue a las tres de la tarde. Todos los isleños se habían dado cita para presenciar el gran acontecimiento. El comandante dio una breve entrevista a la BBC y autorizó al Padre Roel a bendecir el avión. Los tripulantes habían cambiado sus gorras por las boinas de los Royal Marines. Eran las 15.30 cuando Baratti cerró la puerta del avión.
Cuando Fernández llegó a la cabina, el velocímetro indicaba 74 km por hora y venía de frente. Rápidamente pusieron los motores en marcha. Miró por última vez a los isleños y aceleró los motores. Cuando llegaron a la potencia máxima, con veinte grados de flaps, largo los frenos. El avión inició la carrera de despegue. Al salir de las chapas se quiso hundir, pero los motores tiraron cada vez más. A los 380 metros de carrera levantó el tren. En ese momento notó que el velocímetro se había acelerado y con más sabiduría que conocimientos, pero con coraje, el avión fue tomando lentamente velocidad y altura.
Pero lo peor no había pasado. ¡Las antenas se les venían cada vez más encima, las iban a embestir! Por suerte tomaron altura, y viraron suavemente hacia la derecha –hacia la bahía– el viento hizo el resto. El tiempo era bueno. Al rato tomaron contacto con un avión Albatros de la Armada que los escoltó de regreso. El aterrizaje en la Base Aeronaval de Rio Gallegos se produjo sin novedad a las 19.
Los cóndores fueron condenados a prisión por un tribunal de Bahía Blanca. La mayoría fue liberado a los nueve meses, entre ellos María Cristina Verrier, quien en poco tiempo se convertiría en la esposa de Dardo Cabo y daría a luz a una hija. Cabo y Giovenco fueron condenados a tres años de prisión, debido a sus antecedentes penales. Aunque en el juicio se quiso responsabilizar al comandante, él salió absuelto de culpa y cargo. El verdadero cómplice pudo eludir a la Justicia gracias a que su hermano era gobernador de facto de la provincia de Formosa. Se retiró de Aerolíneas Argentinas en 1979.
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