El día que le puse rostro a la tragedia de Chernobyl
CORDOBA. Hace 21 años, para mí (y seguramente para buena parte de los argentinos y de quienes vivían a miles de kilómetros de Ucrania ) Chernobyl era una tragedia sin rostro. Claro que sabía que había sido gravísimo pero como todo drama a la distancia siempre pierde dimensión. En agosto de 1998 el destino me permitió ponerle rostro a esa explosión. No caras destruidas ni con marcas de radioactividad –como una desbocada imaginación puede suponer-; eran rostros sonrientes, de piel muy blanca y pelo muy rubio.
Tenían entre seis y 12 años, eran los "chicos de Chernobyl" que llegaban al mar italiano a buscar salud. Todavía ahora, justo en estos meses, siguen yendo.
Fue en Ancona ( Italia ), la ciudad puerto del Adriático, donde -como todavía hoy lo hacen- distintas asociaciones y comunas de la zona se unen a familias locales para que los chicos de Bielorusia hagan la "cura del mar". Unas vacaciones "humanitarias y terapeúticas" de las que ellos no tenían conciencia; sólo eran vacaciones. Horas y horas en la playa, tardes de cine, plazas y juegos. Vacaciones de su realidad donde la palabra Chernobyl no estaba en cada conversación; el mayor cambio para esos chicos era una vida más liviana, con comodidades que la mayoría no tenía en sus casas.
Llegué al lugar por una beca y amigos. Allí estaba en marcha esta iniciativa que sostenía la Liga Ambiente y asociaciones de la zona. Con su trabajo financiaban los vuelos y las actividades especiales. Al regresar a Córdoba armé una especie de mini documental con las imágenes y los testimonios recogidos. Hasta costó convencer para emitirlo en el programa de televisión donde trabajaba. No era actualidad "dura".
Todos habían nacido después del terrible sábado 26 de abril de 1986, cuando estalló la central nuclear. Pero igual estaban expuestos a altísimos niveles de radioactividad que podían causarle cáncer de tiroides.
¿Por qué el mar? Porque el iodo ayuda al funcionamiento de la tiroides. Los datos que difunden las organizaciones que todavía organizan estos viajes muestran que después de una estadía de al menos 30 días en Italia, los chicos pierden entre 30% y 50% del cesio-137 absorbido, lo que reduce la posibilidad de desarrollar cáncer de tiroides. En la miniserie de HBO, la física Ulana Khomyak está obsesionada con tomar iodo; esa es la explicación.
Según el Parlamento Europeo –en base a cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS)- cinco millones de personas que viven actualmente en zonas de Bielorrusia, Rusia y Ucrania podrían estar contaminadas con radionucleidos debido al accidente.
El tiempo borró nombres y exactitudes, pero nunca la sensación de que buena parte de los habitantes de esta tierra teníamos apenas una pálida idea de lo que significó esa tragedia y de lo seguía implicando para millones de personas. Probablemente esos chicos que hacían castillos de arena y bailaban en una plaza mostrando a sus anfitriones parte de su cultura recién se enteraron cuando crecieron de porqué disfrutaron de esas vacaciones italianas.
Una traductora –en general también educadora- se encargaba de contarles en su lengua lo que veían el mes que estaban en los pueblos de la Marche. Los helados, por ejemplo, les hacían abrir los ojos grandes y parecían siempre tener ganas de más. Hoy tienen más de 25 años y extrañarán aquellos veranos de mar. Las imágenes me traen a Gorin, flaquito y rubio, sólo reía y aceptaba amablemente a los extranjeros. Eran muy chicos para intercambiar contactos, así que no sé qué pasó con él. Lo mejor que todos esperábamos cuando los conocimos es que el cáncer de tiroides los saltara, no los alcanzara. Eso era desearles una "buena vida".
Si no se fue de su país, es probable que Gorin sea una de los dos millones de bielorusos que viven en un territorio contaminado. Su tierra sufrió, antes de Chernobyl, la invasión nazi y la represión estalinista. Aunque es un lugar olvidado y desconocido por muchos, hay otros tanto que siguen tratando de aportar algo de felicidad. Laura Trevi vive en Osimo lleva 11 años consecutivos alojando a Maxim, quien viene del sur de Bielorusia, de un pueblo pegado al límite con Ucrania. Hoy ya tiene 24 años y llega sin ser parte de los grupos organizados por instituciones.
Removiendo recuerdos de aquel 1998, encontré a Laura. "El abuelo de Maxim murió poco después de la explosión por un cáncer agresivo; el Estado les entregó una casa por ser considerados víctimas de la explosión –me cuenta-. La primera vez que vino lloró mucho, pensaba que su familia lo había abandonado. Porque él tiene la suerte de tener familia, muchos de los chicos están en institutos porque sus padres (si los tienen) son alcohólicos o no están en condiciones de tenerlos. Maxim se fue dando cuenta de lo que fue Chernobyl con el tiempo, cuando le contaron un poco. Sí repite que su tierra es un lugar donde el mundo descarga basura; nos describe cómo atrás de su casa llegan camiones a tirar tecnología obsoleta".
Los "chicos de Chernobyl" siguen buscando una "cura de mar" en Italia; para mí –en lo personal- ese verano del ’98 significó despertarme y comprender mejor una tragedia que sigue para millones.
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