El Cromagnon de los trenes suburbanos
La tragedia del Sarmiento, el Cromagnon de los trenes suburbanos, me deja sin palabras cuando más las busco. Sólo puedo emitir interjecciones furiosas mientras devoro imágenes.
Hipnotizada, desatendiendo el mucho trabajo pendiente, no logro (no quiero) separarme del televisor, desentenderme de las radios. Necesito compartir el dolor de tantos. Los atrapados entre vidrios rotos y vagones que parecen fuelles, los que veo pasar sobre camillas, con máscaras de oxígeno, los que buscan a los suyos, mostrando en las pantallas de sus celulares las fotos de un ayer que parece lejano, dividido del hoy por una frontera de hierros ensangrentados que muchos no lograrán sobrepasar.
Llamadas de amigos distantes me recuerdan, con su inquietud afectuosa, que estamos vivos e ilesos, pero podríamos estar muertos o heridos. También somos gente del Oeste. También tomamos esos trenes que no frenan, que arrollan autos o colectivos, que cooperan involuntariamente con la desesperación de los suicidas en los pasos a nivel, que, en el mejor de los casos, suelen detenerse en medio del trayecto por causas siempre inexplicables e inexplicadas (al menos para sus hacinados pasajeros), y que rara vez llegan a horario.
El hartazgo de más de treinta años de sufrida viajera entre Castelar y Once, la aparición de los servicios de combis y el hecho de pertenecer a la clase media profesional de cierta edad se conjugaron para que me diese el "lujo" de viajar como si fuera un ser humano con derechos.
Pero mis hijos, con su módico presupuesto de jóvenes, recurren al Sarmiento cuando van a la Capital por razones de trabajo o estudio. Como lo hace la inmensa mayoría de los habitantes del conurbano, sin opción intermedia entre las combis demasiado caras y un tren subsidiado que ya no sólo es incómodo, ineficaz, insuficiente, sino que se ha convertido en una máquina mortal.
Lo mismo de siempre
Como de costumbre, volveremos a escuchar las mismas voces que se echan mutuas culpas.
Funcionarios de TBA, funcionarios del Estado, sindicalistas, se trabarán (ya lo están haciendo) en un galimatías de acusaciones recíprocas.
En el medio, o mejor dicho, por debajo, ignorados bajo esos tiroteos verbales que son más bien fuegos de artificio, estamos nosotros: los pasajeros en acto o en potencia, las víctimas pasadas, presentes y futuras de algo que ya ha sucedido y que volverá a suceder, como una fatalidad.
Y sin embargo no lo es, si por fatalidad se entiende un destino que no dependa de los actos responsables.
La crónica que ahora estamos escuchando por todos los medios es la de un desastre largamente anunciado, la consecuencia de una deuda histórica que ninguno de los sucesivos gobiernos, por décadas, ha podido, sabido o querido reconocer y reparar.
Se han hecho inversiones, sí, pero no alcanzan. Se dan subsidios, pero no sirven tal como ahora se conceden. No queda ya margen para esperar ni diez ni cinco ni tres años a que se realicen las proclamadas obras de modernización y soterramiento.
Para los heridos, los muertos y sus familias y afectos sólo existe un único homenaje: que todos cuantos hablan callen y se hagan cargo de lo que está en sus manos evitar.
La autora es escritora y usuaria habitual del ferrocarril Sarmiento.