El corso desde adentro: miles de murgueros marcan el ritmo del Carnaval en San Fernando
En Villa Adalguisa, cuando la noche está por terminar de correr al día, los vecinos se concentran lentamente. A mitad de cuadra está el local de “Los Desconocidos”. Los chicos sacan los bombos, los zurdos, los repiques y los redoblantes a la calle. Con distintas herramientas los empiezan a afinar. Hay lugar para todos porque hay instrumentos de todos los tamaños. El más grande tiene 53 años. Toca el bombo. Los más grandes llevan los instrumentos más pesados y van atrás de todo para cerrar la fila que avanzará a paso lento por las calles de los barrios. Benito es el más chico de la murga, tiene cuatro años y un redoblante de 25 centímetros de diámetro que golpea al ritmo del latido de la música, pero con la suavidad e inocencia de su niñez.
Las chicas van llegando con sus disfraces. Se juntan sonrientes e impacientes en la vereda de enfrente, a pintarse los labio. Minuciosos y coloridos dibujos brillan en sus ojos. El maquillaje deberá aguantar la transpiración del Carnaval no menos de cuatro horas, hasta que el colectivo las deje devuelta en el barrio.
La Asociación “Red de Murgas de San Fernando” gestiona los corsos. Se fundó en 2002, cuando la crisis pegó en los barrios y la situación de inseguridad llevó a las autoridades municipales a prohibir la salida de las comparsas. “Nos propusimos con algunos de los directores cambiarle la cara a las murgas y crear un gran corso, con la idea de contener a los más grandes y a los más chicos”, cuenta Marcelo García, director de la asociación, elegido por el voto de los directores de las 33 murgas. Desde entonces, la red no hace más que crecer y de generar cada día más aceptación entre los vecinos. García dice que en 2004, cuando volvieron las murgas a los barrios, recibían alrededor de 500 denuncias por parte de los vecinos y que para esta edición solo recibieron cinco.
Ariel tiene 39 años. Es el director de la murga. Va de acá para allá, a los gritos. Controla que todo salga bien porque dirige a 130 personas, la mayoría menores. “¿Qué es la murga para mi? Una linda locura, una linda locura”, dice, y lo repite una vez más: “Una linda locura que solo entendemos los que estamos ahí”. Cuenta que para formar parte de una murga solo hace falta traer alegría.
No se puede olvidar de nada. Como en un tetris, cargan todos los instrumentos en una camioneta blanca. No entra ni un alfiler más. En unos minutos salen de gira. “Cada vez que salimos hay un poco de nerviosismo. Trabajamos todo el año para que salga bien y para que la disfruten no solo los chicos, sino también la gente en las pasarelas”, dice Ariel.
Alrededor de las 22 llega el colectivo escolar que levanta a todos los integrantes. En caravana, junto a la camioneta que lleva los instrumentos y el auto de uno de los chicos, salen derecho a la “29”, el primer corso de la gira. Tienen que esperar a que la murga anterior les deje la calle.
Juan Altamirano (41) dice que las murgas para él son todo, pura emoción y alegría. “Conocés gente que jamás te imaginabas que ibas a conocer, evitás que los pibes estén en la calle sin hacer nada”, dice cuando describe lo que más le gusta del Carnaval.
Irónicamente, los corsos son el culto a la calle, al espacio público. Los chicos se divierten libres y sueltos. Juegan con espuma. Las veredas se colman de gente que en familia ven pasar el movimiento y el sonido alborotado del Carnaval. Como si faltara color, las brasas, naranja radiantes, esperan como en una montaña de arena para cocinar las hamburguesas y los choris que crujen en las parrillas. Cien pesos alcanzan para que los vecinos puedan comprar un chori, una gaseosa o un fernet y solo contemplar la fiesta.
Cuando se van corriendo “Los Cohetes” las chicas pasan al frente y avanzan despacio pero a puro baile. Una de ellas manda con el silbato. Se mueven en bloque, hacen formas con las piernas, sacuden el pecho y revolean los brazos desde el piso hasta el cielo con tanto entusiasmo que parece que se les van a desprender del cuerpo. Atrás van los hombres y las mujeres más grandes, que siguen la coreografía. Recién unos treinta metros atrás aparecen los chicos y los jóvenes con los bombos y los redoblantes. El sonido del ambiente, tan característico de las murgas, lo imponen los bombos con platillo, pero el ritmo, las pausas y los cambios los marca el redoblante, que suena más agudo, más conciso. El que tiene el silbato manda. Hace señas con los dedos que se pasan de atrás para adelante hasta que todos se enteran.
“El Municipio invierte mucho para mantener esta identidad cultural que trajo la gente del interior al conurbano”, explica Luis Andreotti, intendente de San Fernando. La Dirección Ceremonial de Turismo y Murgas subsidia a los corsos a través de siete programas. Prevención odontológica y oftalmológica, incendios domésticos, VIH, violencia familiar y primeros auxilios, son los programas y charlas que el municipio brinda. Los subsidios, siempre en órdenes de compra (telas, mercería, instrumentos, luces led, cotillón y una máquina de coser) están condicionados a que cada murga cumpla con un mínimo de asistentes a cada programa. Por ejemplo, para poder acceder a los 5000 pesos en telas, al menos 20 chicos de la murga tienen que pasar por el dentista y por el oftalmólogo.
Una hora de baile no lo agota. Así como van llegando al final de la pasada, aplaudidos por todo el barrio, se suben al colectivo que ya tiene los motores prendidos para salir rápido, porque los esperan los vecinos de San Roque y de San Jorge. La adrenalina que corre es tal que ni los más chicos, de unos cuatro años, se quejan del cansancio.
El gran día
Esta tradición tiene su fiesta cumbre. Los días de Carnaval, la Avenida Avellaneda transforma siete de sus cuadras en un corsódromo para que 250.000 personas puedan ver durante tres días “el mejor carnaval de Buenos Aires”. “Elegimos Avellaneda porque es una avenida que cruza todo San Fernando, es un símbolo de integración que es lo que el Carnaval y las murgas significan para nosotros”, dice Andreotti.
Las murgas salen de sus barrios en dos colectivos escolares que llegan puntuales (en el horario que les tocó por sorteo) a la entrada al corsódromo. Tienen unos minutos para prepararse, ajustar los disfraces, empezar a agitar los tambores y tirar los primeros pasos, que se volverán cada vez más desinhibidos a medida que crezca la euforia.
Desde la entrada se puede ver la infinidad del corsódromo. Ahí se entiende la ontología de una murga. ¿Quién aguantaría siete cuadras reprimiendo sus impulsos corporales más genuinos? Una murga es un espacio ordenadamente alborotado. “Una forma de tal plasticidad que permite gran cantidad de combinaciones y variantes”, explica Alicia Martín, antropóloga en una columna para LA NACIÓN.
“Su formato multimedia admite también la participación de un variadísimo universo expresivo. Allí se puede bailar, cantar, interpretar el instrumento”, explica la especialista. Por eso es que en la pista vale todo. Chicos que apenas dan sus primeros pasos, bebés en cochecitos y hasta una madre que se revolea con su hijo de apenas dos meses en sus brazos. En las murgas cada uno saca lo que más quiere.
Los disfraces son otro símbolo de la expresividad, la diversidad y la integración del espíritu murguero. Los colores de cada murga no impiden que cada uno pueda llevar en su espalda los dibujos que más lo representan. Con brillosas lentejuelas, pegan en sus vestidos desde los nombres de sus hijos hasta distintos dibujos.
Hay tres personas en el jurado que desde una torre, en el medio del corsódromo, evalúan la musicalidad, el baile y la puesta en escena. Confirman el espíritu murguero: “Los que pasaron atrás venían muy coordinados, pero apenas se los siente, acá lo que importa es la pasión y eso se ve con facilidad”, explica Silvina Sacre, una de los tres jurados.
"Carnaval en San Fernando, más que una competencia, es la fiesta que une a todo el pueblo. No nos importa ganar, solo queremos ser muchos y ser parte de esta hermosa tradición”, dice Pety Lascurain, mientras ultima detalles en Barrio Villa Nájera antes de salir para Avenida Avellaneda.
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