Atilio Mosca es el dueño del Ksar, un velero preparado para recorrer el Atlántico sur
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USHUAIA.— Shackleton, FitzRoy, Magallanes, Le Maire… A lo largo de la historia han sido muy pocos los que se han animado a navegar los embravecidos mares que rugen al sur de esta ciudad.
En la bahía de Ushuaia, un refugio rodeado de montañas donde amarran los barcos que recorren la zona, descansan apenas un par de decenas de veleros. La mayoría de ellos, de bandera europea. Allí sobresale el Ksar y su capitán, Atilio Mosca. Robusto y afable, Mosca nació hace 53 años en Quilmes pero a los 14 se mudó a Puerto Deseado, en Santa Cruz, y se enamoró de las gélidas aguas del Atlántico Sur.
“Hay pocos lugares en el mundo donde podés navegar rodeado de glaciares y de montañas de 2600 metros”, dice mientras acomoda su barco, un diseño de 1976 con casco de acero, preparado para soportar los rigores del clima antártico. Tiene dos palos, 12 de metros de eslora (largo) y pesa 18 toneladas.
“Este es el corazón del barco”, dice Mosca, mientras señala la estufa de gasoil que se encuentra bajo cubierta, en el compartimento que funciona de cocina, living y habitación. “Pasamos mucho tiempo acá abajo”, se ríe, en referencia al frío que suele expulsar a los tripulantes de la vida al aire libre. El ambiente, que incluye un pequeño bar y biblioteca, está recubierto de madera y, a 22 grados de temperatura, es un acogedor refugio que protege de las tormentas. Tiene una capa de poliuretano que lo aísla del frío y, según Mosca, es estanco. “No entra ni una gota de agua”, se jacta. “Es un barquito viejo, pero noble”, resume Mosca sobre el Ksar, en el que hay cuchetas para seis personas.}
Dificultades
La navegación en los mares del sur es compleja. “El clima está muy nervioso —dice—. Los cambios de condición son agresivos y te pueden agarrar desprevenido.” Además, la geografía no ofrece atajos. Hay pocas bahías naturales o puertos donde guardarse de una tormenta y, en caso de emergencia, es difícil conseguir ayuda. “Cuando salís, estás solo y te la tenés que arreglar”, explica Mosca, que conoce cada vericueto del Ksar. “Conozco la presión de cada abrazadera”, exagera.
“La clave es la paciencia”, explica sobre el secreto de navegar tan al sur. Con un clima inestable, Mosca sabe que muchas veces hay que retrasar la zarpada hasta que pase un frente tormentoso. “Hay que saber esperar”, dice. Las expediciones que ofrece en el Ksar son de alrededor de diez días y pueden tener como destino Península Mitre, el Cabo de Hornos o los glaciares de la Cordillera de Darwin. Escenarios de frío y aventura, pero no aptos para quien tiene una fecha ajustada de regreso a la casa.
Igual, todo eso ocurre cuando el clima es un poco más cálido. Ahora, en invierno, Mosca arregla su barco y trata de mantenerlo a salvo de los cormoranes que anidan en las crucetas y le llenan la cubierta de excremento.
Todo este mundo acuático era muy ajeno a Mosca durante su niñez en Quilmes, pero el traslado de su padre —trabajaba en una empresa constructora— lo depositó en Puerto Deseado y pronto estaba arriba de un kayak. Marcos Oliva Day, un abogado y amante de la naturaleza radicado en la zona, entusiasmó y capacitó a un grupo de chicos para que salieran a explorar el lugar donde vivían, repleto de paisajes y poblado con delfines, ballenas y todo tipo de aves. Así fue como Mosca abandonó el básquet y los otros deportes de gimnasio que se practicaban en el colegio y comenzó a remar primero por la ría y luego por el mar de Puerto Deseado.
Junto con Marcos y su mujer, emprendió su primera gran aventura: recorrer en kayak toda la costa de Santa Cruz, hasta el Estrecho de Magallanes. Cargados con comida, agua y abrigo, hacían unos 30 km por día. Mosca quedó fascinado y se fue más al sur. A los 19 años logró el récord de ser la persona más joven en ir y volver al Cabo de Hornos en kayak.
Como una de las últimas oportunidades de abastecimiento de las exploraciones con rumbo al Pacífico, o a la Antártida, Puerto Deseado tiene un lugar importante en la historia de la navegación. De joven, Mosca leía fascinado las historias marinas y se entusiasmaba soñando con un destino marinero. Con un amigo se fascinaron al ver la libertad que tenían los navegantes que llegaban a su ciudad y decidieron que tenían que construirse un barco. Ahorraron unos pesos con su trabajo de estibadores y se compraron una soldadora. “Nuestro proyecto quedó en eso”, se ríe.
Zona de naufragios
Las historias de antiguos naufragios también los tocaban de cerca. En 1982, justo antes de la guerra, unos jóvenes buceadores de Puerto Deseado encontraron los restos de la corbeta Swift. El barco había zarpado de las islas Malvinas y naufragó el 13 de marzo de 1770. El hallazgo revolucionó a la incipiente arqueología marina de la Argentina y disparó la imaginación de Mosca y sus amigos, que trabajaron en el rescate y se entusiasmaron con un nuevo proyecto: encontrar los restos del Hoorn, el barco al mando de Jacob Le Maire que se incendió en la zona en 1615. “Encontramos objetos, pero no la estructura del barco. Es probable que la hayan desarmado para utilizar la madera”, dice Mosca.
Mientras tanto, él trabajaba en una empresa pesquera, pero estaba agobiado por la vida de oficina y en 2001 renunció y se mudó a Ushuaia con la idea de dedicarse a navegar. Trabajó en cruceros que hacían expediciones a la Antártida hasta que un día Jean Paul Bassaget, un amigo francés, le propuso venderle su velero, el Ksar.
—No tengo plata —le respondió Mosca.
—No importa, me lo vas pagando a medida que la juntas trabajando en el barco.
Mosca no sabía demasiado de navegación a vela, mucho menos en las condiciones drásticas del Atlántico Sur, pero igual dijo que sí. Aunque el plan tuvo algún retraso —apremiado por no poder pagarle, le devolvió el barco a su amigo quien, años después, se lo volvió a vender— Atilio cumplió su sueño de capitán.
La vida a bordo, sin embargo, tiene sus complicaciones. “El barco te roba de la familia”, explica. Entre los largos viajes y la demanda de mantenimiento, Atilio extrañaba la convivencia con Eva, su mujer, y sus tres hijos. Para no convertirse en un solitario lobo de mar, se estableció un límite: si estaba una semana navegando, a la vuelta se tomaba una semana en casa. Incluso si este descanso le implicaba perder la facturación de un viaje.
Y en 2017, su decisión fue aún más drástica y subió a toda la familia al barco para poner rumbo al norte. La idea original era irse a la Polinesia, pero eso implicaba unos 30 días de travesía sin tocar puertos y pronto se dio cuenta de que no era plan para sus hijos. Decidió cambiar de rumbo y remontaron la costa del Pacífico hasta Panamá. Cada dos o tres días entraban a un puerto, descansaban, y seguían viaje. “A los chicos les gusta navegar, pero no tanto como a mí”, concluye Mosca.
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