Se cumplieron nueve años de un hecho inusual que conmocionó a la ciudad balnearia en pleno verano; la furia de la naturaleza se cobró cuatro víctimas fatales y casi treinta heridos
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Habían transcurrido pocos días desde inicio de la temporada alta del verano 2014. Villa Gesell vivía jornadas de gran ocupación turística. Pletórica de familias y adolescentes, el público mayoritario que suele elegir a la bella urbe de calles a las que llaman “paseo”, dunas que buscan ganarle la batalla a la civilidad y playas tan extensas que parecieran ser la constatación del infinito.
Aquel jueves 9 de enero, el cielo había amanecido plomizo en la ciudad de esos inviernos extensos que describió Guillermo Saccomanno en su inquietante novela Cámara Gesell. Pero era verano y el calor no menguaba a pesar de las nubes, lo cual impulsó la presencia masiva de la gente en los balnearios. Pasado el mediodía no cabía un alfiler. Mucho menos una sombrilla.
Luego de las 15, comenzaron a aflorar los vendedores ambulantes de confituras, esas que tienen otro sabor por el agua de la costa, dicen. El día gris apuraba el mate. A pesar de lo inhóspito, cientos de personas estaban sorteando las olas, muchos caminaban en esas playas no interrumpidas por escolleras. El tejo y el vóley a la orden, más allá el picado y no faltaba el que le bancaba la parada al truco con un “quiero vale cuatro” atroz.
Nada hacía suponer que, pasadas las 16, ese clima de fiesta se transformaría en horror, gritos, corridas y muerte. El sol se había anulado y las almas se teñirían también de ese gris que todo lo abarcaba. Lo que casi nadie imagina que alguna vez pueda suceder, a veces sucede. Sucedió.
El anuncio
“Con lluvia no hay que estar dentro del mar”, decían los viejos sabios. Razón no les faltaba. Aquello de no estar en el mar o en una piscina cuando hay mal tiempo, se constató trágicamente. Aunque, esta vez, la voracidad de la naturaleza no solo desplegó sus garras en el océano, sino también sobre las arenas, concretamente las del balneario Afrika, uno de los más tradicionales de Villa Gesell, ubicado no muy lejos del centro de la ciudad.
Si bien a nadie le importó el cielo melancólico, casi una bendición para hacer descansar a las pieles enrojecidas, cerca las cuatro y media de la tarde, no eran pocos los que habían emprendido la retirada.
A los lejos, se podía percibir esa textura gris que va del cielo al agua y no es otra cosa que la lluvia. Esa lluvia que impiadosa se iba acercando de este a oeste. Primero sobre la masa de agua y luego sobre la costa de esta ciudad fundada por Carlos Gesell, el hijo del empresario de la casa de artículos para bebés que llevaba el apellido familiar y era toda una referencia del rubro.
Las primeras gotas fueron la constatación de ese cielo color cemento que pronto se desmoronaría sobre la playa y la ciudad. Ese bautismo intermitente hizo correr a muchos. Las familias protegían a los más pequeños. Los que tenían bebés fueron los primeros en irse. Sin embargo, los adolescentes seguían jugando en la playa y más de un audaz continuaba nadando en un mar que se iba poniendo dificultoso. Hacía calor. Un calor que ni las nubes amenguaban.
Aquellas aguas fueron el preludio de una tormenta que se acercaba. Sobre las nubes ensimismadas ya se podía ver la actividad eléctrica, acompañada por los truenos. Eran atronadores, inquietaban, pero hasta podría presumirse que, en la falta de conciencia del riesgo, la postal era poética, casi épica, como suele ser la bravura del poder natural. Para todos se trataba de una habitual tormenta de verano, esas que arrecian con todo, inundan calles y, en cuestión de minutos, se mandan a mudar.
¿Qué pasó?
Fue cuestión de segundos. Fogonazo, estruendo y silencio. Y luego gritos. Parecía el final de los tiempos. Una alegoría bíblica. La confusión reinaba, la mayoría corría sin saber bien por qué. Lo anómalo alteraba.
La gente gritaba ante lo dantesco y desconocido, mientras que los más centrados buscaban contener el pánico generalizado, cuando aún no estaba tan claro qué había sucedido y si podría volver a repetirse.
Los que estuvieron más cerca rápidamente entendieron qué sucedía. Un rayo había impactado en la zona de la primera línea de carpas del balneario Afrika. Los datos oficiales confirmaron que el fucilazo había tocado tierra a las 16.45, a la altura del Paseo 123 y la costa.
El primer rescate lo motorizaron los guardavidas, empleados del lugar, turistas y vecinos, como suele suceder. A los minutos, llegaron las fuerzas de seguridad y los móviles sanitarios. Rápidamente, se resguardó la zona con las típicas cintas, una forma de poder trabajar sobre los heridos y alejar a las miradas curiosas.
Los que llegaron primero no podían creer el panorama. Algunos de los cuerpos presentaban rostros de color violeta por el impacto del rayo. Como la lluvia había anegado parte de los ingresos a los balnearios, al personal médico le resultó complejo acercarse. Las reposeras fueron camillas. Y hasta un cuatriciclo colaboró en el operativo.
Fue tal la magnitud del estruendo que el fogonazo se percibió en los alrededores y hasta en los edificios del centro se pudo sentir esa especie de explosión. Un resplandor inusual iluminó la oscura tarde de Villa Gesell.
Cuatro muertes, el saldo trágico
En el lugar fallecieron tres jóvenes de 17, 19 y 20 años. Al día siguiente, una chica de 16, prima de otra de las víctimas, murió en el centro de salud municipal de Gesell.
Los casi treinta heridos y aquellos que resultaron ilesos debieron convivir con la conmoción durante varias semanas. Cualquiera de ellos podría haber tenido un destino fatal. Durante un breve lapso, el balneario permaneció cerrado.
En la fila de carpas donde había sucedido el impacto y sobre una reposera, la gente ofrendó flores en un improvisado santuario donde más de uno rezó por el alma de los cuatro chicos que aún no habían despertado a la vida.
La ciudad de Villa Gesell se caracteriza por la fidelización de sus visitantes. Los que van a Gesell, lo hacen siempre. Y lo siguieron haciendo. Pero aquella tarde del 2014, el descanso se transformó en tragedia. Designio del destino. Contra la fuerza natural, el hombre pierde la partida. La naturaleza tiene sus reglas y con ellas hay que convivir.
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