Los referentes del deporte llegan todos los veranos a la localidad patagónica para subir a las cimas del cerro Torre y del Fitz Roy; riesgo y fatalidades en la montaña
El río verde marca el fin del paisaje árido y el principio de este pequeño oasis donde la Patagonia muestra su cara más amable. Pero esta postal idílica engaña. Detrás de su aparente placidez, El Chaltén es un lugar amenazante y amenazado.
“El riesgo es convertirnos en una nueva Bariloche”, dice Alejandro Caparrós, que se crió en Entre Ríos, recorrió el mundo y ahora es el guardaparques al frente del Parque Nacional Los Glaciares.
El pueblo tiene apenas 31 años y es el único de la Argentina que la revista Lonely Planet, la guía de los mochileros con tarjeta de crédito, ubicó en su listado 2015 de lugares que hay que visitar (ocupó el segundo puesto, después de Washington y antes de Milán). Atrapado en un valle de cursos de agua y montañas, no es más que un par de cuadras de asfalto donde se reparten casas de colores, restaurantes con salamandra y una escuela que en lugar de la típica canchita de fútbol tiene una pared de escalada.
Esta fachada de aldea de Heidi esconde una tensión que surge de los picos desparejos que la rodean. El pueblo depende de una sola industria, las montañas, y su propia dinámica de crecimiento atenta contra la pureza que vienen a buscar los que viajan hasta aquí.
El Chaltén se fundó el 12 de octubre de 1985 para poblar una zona entonces en litigio con Chile. El gobierno de Raúl Alfonsín cedió 135 hectáreas del parque nacional para armar un pueblo y hacia allí viajaron algunos pioneros. No había nada, apenas algún gaucho y los grupitos de escaladores que intentaban conquistar las cumbres de la zona. El turismo empujó el crecimiento, pero hay un riesgo en la expansión.
“Estamos al borde de hacer macanas”, admite Ricardo Sánchez. Dueño de uno de los locales de alquiler y venta de equipo de montaña, se instaló en 1991 y estuvo muy cerca de convertirse en el primer intendente electo de El Chaltén. La ley de lemas hizo que, aunque sacó el doble de votos, perdiera contra Raúl Andrade, amigo de la infancia de Néstor Kirchner, en las elecciones de octubre de 2015.
La expansión está trayendo dinero, pero también tensiones, admite Sánchez. El pueblo necesita empezar a resolver cuestiones básicas, como construir una planta de tratamiento de basura y armar un cementerio. También hay problemas de vivienda que resultan evidentes apenas se abandonan las calles céntricas. Decenas de carpas, domos y casas rodantes hacen las veces de hogar para los que llegan atraídos por oportunidades de trabajo.
Pero hay otro peligro incluso más dramático que la sobreexplotación turística y es el que enfrentan los escaladores. El Chaltén es una de las mecas de los andinistas de elite del mundo, que todos los veranos llenan los bares con extraños dialectos y relatos de grandes hazañas. Su juego, subir los picos nuevos y hacerlo más rápido que el que lo hizo antes, es para intrépidos y mucha veces termina en tragedia. En las últimas cuatro temporadas hubo 17 personas accidentadas en la zona de escalada de El Chaltén, cuatro de ellas murieron.
“Arriesgar es otra forma de sentirse vivo”, dice Rolando Garibotti, el decano de los escaladores de la zona. Puro hueso y músculos –lleva un arito en la oreja izquierda–, “Rolo” escaló su primer pico de la zona a los 15 años y hoy, cuando ronda los 45, dice estar semiretirado. En el medio estableció récords de ascensos que lo proyectaron de la Patagonia al mundo.
Ahora está tranquilo. “Me puedo quedar cortando el pasto un día como éste, que está ideal para escalar”, se ríe señalando la tarde calma que contradice al cartel que identifica su cabaña: “World’s worst weather (El peor clima del mundo, por su traducción del inglés)”, en referencia a la tormentas que suelen azotar la zona. Cuando hay sol y buen pronóstico, como esta tarde de verano a mediados del último enero, el pueblo se vacía de escaladores, que corren a las montañas.
“Rolo” era uno de ellos, pero ya no más. Asegura que estar en la naturaleza es lo único que lo sigue haciendo feliz, pero su forma de hablar, articulada y políglota, lo aleja del estereotipo del buen salvaje.
Antes que escalar, por estos días asesora a los jóvenes que se acercan a su casa en busca de consejos. Para ellos publicó Patagonia vertical, una guía ilustrada de 367 páginas que disecciona las montañas de la zona con datos técnicos e históricos de sus rutas de ascenso. Es la biblia de El Chaltén y los alpinistas sacrifican peso de comida y abrigo para llevarla en sus mochilas.
“Rolo” defiende y pregona el estilo alpino, un sistema de escalada que es simple, directo y prescinde de los clavos martillados en las paredes y otros artefactos con que los primeros aventureros hicieron cumbre. Subir con esas ayudas no tiene sentido, sostiene en polémicas que atraviesan el universo del alpinismo y lo tienen a él como un fanático de los puristas, posición que le ha ganado enemigos. Habiendo conquistado casi todas las cimas del mundo, el juego ahora es hacerlo rápido y con la menor cantidad de medios mecánicos posibles.
“Rolo”, sin embargo, ya no está dispuesto a arriesgar su vida jugándolo. La lista de muertos cercanos que cosechó en sus tres décadas de escalada asciende a alrededor de treinta, pero fue el accidente fatal de un amigo, ocurrido hace poco más de dos años, lo que lo hizo abandonar su actitud temeraria. “Antes no me había parado a pensar lo poco informado que es arriesgar todo lo que depara la vida por una experiencia puntual”, sostiene. Puesto a reflexionar sobre qué los lleva a realizar “esta actividad de mierda”, como él llama a su pasión, cree que los escaladores, como otros deportistas de riesgo, encuentran en su deporte una forma de lidiar con cierta “inhabilidad para gestionar emociones”.
La atracción del Torre
Cuando al fin atardece, al fondo del valle se empieza a desdibujar el pico deforme del cerro Torre. Tiene poco más de 3000 metros, menos de la mitad que el Aconcagua, pero en sus paredes verticales y lisas, en su clima tormentoso y en el hongo de hielo que hace de último obstáculo para aquellos que se le animan, se cifran dos de los misterios más apasionantes de este rincón del mundo. El primero es cuál es el sentido de subir montañas. El segundo, quién fue el primer hombre que hizo cumbre en el Torre.
Cesare Maestri tiene 87 años, es de Trento, una ciudad montañosa del norte de Italia y sostiene que en 1959 él fue el primero en llegar a la cima. Su ascenso junto a Toni Egger, que murió en la expedición, fue famoso en su momento y ahora es controversial. Muchos creen que Maestri nunca hizo cumbre. Indignado por las dudas que comenzaron a circular sobre su supuesta proeza, en 1970 volvió al Torre con un compresor de 135 kilos y colocó clavos en la montaña para llegar a la cima. Aquello resultó un golpe publicitario, pero también una afrenta para los puristas de la escalada que, como Garibotti, creen que en la primera expedición Maestri mintió y en la segunda, hizo trampa.
Los clavos (y el compresor) quedaron en la montaña y fueron usados por otros escaladores a lo largo de los años, hasta que en 2012 Hayden Kennedy y Jason Kruk, dos jóvenes de Estados Unidos y Canadá, subieron prescindiendo de ellos y, de bajada, los quitaron. Lo hicieron como un gesto de rebeldía, para devolver al Torre su condición de montaña indómita, pero en El Chaltén hubo indignación y una turba fue a buscarlos a su hospedaje. Tuvieron que ser rescatados por la policía, que los interrogó durante un par de horas y les requisó los famosos clavos. Hoy están guardados en la oficina del guardaparque. Enlazados con un cordel amarillo y en una bolsa de plástico, es difícil entender la polémica que alguna vez se generó por estos pedazos de hierro viejo.
Luego de una caminata que incluso a los más entrenados les puede tomar unas cinco horas –hay que vadear un río, atravesar un bosque y trepar un pedrero empinado–, el vivac de Piedra Negra resulta un para- íso para los pies cansados. Ubicado a la vera del monte Fitz Roy, es uno de los campamentos que los escaladores usan de base para acceder a las montañas. Hasta allí llegan con sus mochilas, cargadas con equipos técnicos, ropa, comida, carpas y bolsas de dormir.
A la vera de un lago turquesa en el que flotan pedazos de hielo que se desprenden del glaciar que lo circunda, Piedra Negra es un terreno inclinado, pedregoso y rodeado de paredes de montañas. No es bello, pero sí sorprende por la geografía –parece el paladar de una boca deforme y mal cuidada– y el movimiento de escaladores de todo el mundo. Son las 19 y quedan más de tres horas de luz, pero la tribu de montañistas ya está preparando la cena: polenta para los argentinos, manjares liofilizados para los extranjeros más pudientes. El plan en Piedra Negra es acostarse temprano y amanecer al alba para encarar hacia las cumbres.
Anita Rivera y Camila Monsalve, dos chilenas de 27 y 24 años, son pura alegría mientras acomodan las cuerdas que usarán cuando arranquen al día siguiente a las 6. Quieren cruzar el glaciar antes de que el sol lo ablande y un plan posible es escalar el cerro Saint Exupéry, pero su actitud es relajada. Antes que enfocadas en la conquista de cumbres, buscan el goce de estar en la naturaleza. “Es un templo –dice Anita–. Disfruto estar al lado del agua, verla correr, ver las montañas, sentir su energía.”
El mismo deslumbre místico es el que transmite Vicente Pedregal, de 35 años, que también es chileno y tiene un trabajo “formal, con camisa en una oficina”, pero se escapa a las montañas para buscar paz. Con el torso desnudo para aprovechar el sol que se refleja en las piedras, contempla la cima del cerro Torre, que por una vez aparece despejada. “Dicen que si lográs verlo sin ninguna nube alrededor es que el Torre te está hablando”, se entusiasma.
La actividad es intensa, pero termina temprano: a las 21 en Piedra Negra sólo se escucha el susurro del agua de deshielo que desagota la laguna. Aún queda luz, pero los escaladores están dentro de sus carpas o recostados a la intemperie, apenas protegidos por sus bolsas de dormir. Duermen o intentan hacerlo, ansiosos por las cumbres a las que se enfrentarán apenas salga el sol.
“El riesgo es definitivamente parte de lo que hace de la escalada una experiencia satisfactoria”, dice Colin Haley. Compacto, metódico, de brazos anchos y un tatuaje de estrellas en el brazo derecho, Colin tiene 32 años, es de Seattle, Estados Unidos, y se pasa los veranos en El Chaltén. Es uno de los escaladores de la elite mundial, un ránking que no es oficial pero que todos conocen y se establece, como en tantos otros deportes, mejorando los logros de quienes los precedieron.
Colin es de los mejores en uno de los formatos más radicales de escalada: ascensos en solitario, prescindiendo de un compañero, lo que los hace más peligrosos porque no hay nadie para dar seguro a la cuerda con que los escaladores protegen sus movimientos. “Las ascensiones en solitario son muy intensas y no son para todos. Ni siquiera para mí todo el tiempo. Pero me gustan las experiencias intensas”, dice Colin en La Senyera, el restaurante pionero de El Chaltén, que está adornado con fotos de montañistas y tiene platos nombrados en honor a los próceres del deporte, incluyendo a Colin.
Además de desafíos físicos y un contacto único con la naturaleza, en su deporte Colin encuentra la adrenalina que, dice, ya no existe en el mundo moderno. La experiencia lo conecta con la “intensidad primaria” de nuestros antepasados y su lucha por la subsistencia. También lo expone a enormes riesgos. “Varios amigos cercanos murieron escalando –dice Colin antes de hacer silencio y disimular su incomodidad con una media sonrisa–. Uff..., no sé qué se puede decir al respecto. Es algo que, si subís montañas, tenés que aceptar como una posibilidad. De otra forma está siendo naíf. No querés eso y hacés todo lo posible para evitarlo, pero no podés subir montañas con la certeza de que no vas a morir.”
Ese mismo día y a un par de cuadras, mientras Colin habla, los riesgos de la escalada se hacen patentes de la peor manera. La comisión de auxilio está reunida atrás del hospital porque hubo un accidente en el que murió Iñaki Coussarit, un escalador de 24 años, de la zona. Una piedra se le cayó encima mientras subía el Fitz Roy y el grupo de voluntarios se organiza para subir a rescatar el cuerpo. Llevan los ojos rojos y el gesto abatido.
Al frente del equipo está Carolina Cordo, una médica cordobesa que hace 23 años se estableció aquí y tiene la cara curtida y el cuerpo anguloso de los escaladores. A su alrededor no hay nervios, ni apuro –ya no queda nada que hacer por Iñaki, más que bajar su cuerpo de la montaña–, pero sí dolor. Ella misma está consternada. “Sigo escalando pero cada vez con menos ganas”, admite. Como médica del hospital y miembro de la comisión de rescate, conoce el detalle de todos los accidentes ocurridos en la zona. Cuando le preguntamos cuál es el atractivo de la escalada, por qué arriesgan su vida subiendo montañas, ensaya una respuesta repleta de dudas: “La verdad, yo todavía no lo sé. Creo que es una actividad hasta un poco estúpida si se quiere, ¿no? Porque no tiene mucho sentido. Pero creo que el atractivo es vivir en la naturaleza, superar una pared. Es algo medio personal”, intenta antes de rendirse. “Pero no, cada vez entiendo menos a los escaladores”, dice.
Una imagen de Colin del 19 de enero pasado puede servir de explicación. Tiene el gesto cansado y la cara embadurnada con protector solar. “Luego de años de planear y soñar estoy solo en la cima de la Torre Egger”, anuncia mientras graba una selfie en video. Es un día calmo y soleado que permite admirar la infinidad del paisaje patagónico. Está en la cumbre y debajo suyo se extiende el mundo del resto de nosotros. “Se siente mucho la soledad acá arriba”, dice con una sonrisa de satisfacción que confirma lo obvio: Colin está feliz.
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