Tras la revelación de Maju Lozano: qué es el masking y por qué dificulta llegar al diagnóstico de autismo en las mujeres
Los especialistas explican que ellas atraviesan un proceso de camuflaje social por el cual desarrollan mecanismos de adaptación para ocultar inconcientemente los síntomas
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Contó que fue un verdadero alivio. La posibilidad de entenderse, de dar sentido a todo aquello que parecía no tenerlo. La semana pasada, la conductora Maju Lozano sorprendió a todos cuando reveló ante las cámaras y entre lágrimas que tiene autismo. “Soy autista. Para mí es volver a nacer, es reconstruir 51 años de dudas, de buscar explicaciones donde no las había”, explicó. Y las repercusiones no tardaron en llegar, incluso entre quienes desde las redes sociales se animaron a cuestionar cómo una persona con alta exposición y vida pública como Lozano pudiera responder a ese diagnóstico.
Lejos del estereotipo del personaje de la película Rainman, en la que Dustin Hoffman encarnó al hermano autista de Tom Cruise, y de tantos otros alimentados por la industria cinematográfica, cada vez son más los adultos que llegan a este diagnóstico, explican los especialistas. Sobre todo, las mujeres. De hecho, hasta hace unos años se creía que las mujeres no estaban dentro de los trastornos del espectro autista (TEA). Finalmente se descubrió que el problema era el test con el que se evaluaba: estaba centrado en las características del hombre arquetípico y pasaba por alto a las mujeres que presentaban esta condición. Es más, distintas investigaciones indicaron que la sobreadaptación al medio social a la que se exponen las mujeres actúa como un sesgo de género y dificulta el diagnóstico temprano. Lo llaman masking, o enmascaramiento social, para hablar del proceso por el cual las mujeres con autismo desarrollan mecanismos de adaptación social para ocultar inconcientemente los síntomas. Esto, porque desde chiquitas a las mujeres se les exige que se adapten, que no griten, que se sienten bien, que sean ordenadas, prolijas, que sean calladitas, entre otras cuestiones, detallan.
“El masking o camuflaje social es un mecanismo de defensa utilizado por las personas con autismo, especialmente las mujeres, para poder adaptarse a las demandas del entorno. Son personas que generalmente llegan a sus diagnósticos siendo funcionales, que significa que son exitosos en poder interactuar con su contexto y con lo que le pasa, con un estado de ánimo regulado. El entorno no se da cuenta de su diagnóstico porque inconcientemente pueden tener una preparación cognitiva para cumplir sus objetivos sin ser identificados como autistas”, explica Gabriel Grivel Sanguinetti, psicólogo con un posgrado en autismo, que trabaja en el Programa Argentino para la Niñez, Adolescencia y Adultez de Personas con Condición del Espectro Autista (Panaacea), dirigido por la psiquiatra infantojuvenil Alexia Rattazzi, autora del libro Sé amable con el autismo. “Llegar al diagnóstico en la vida adulta, dicen las pacientes, permitió entender que uno no está fallado, que no es mal educado, que el problema no está en uno, sino en que uno mismo no se entendía”, agrega Grivel.
“A veces, las características pueden ser muy sutiles y que la persona haya transitado por entornos amigables, respetuosos de la diversidad. Puede pasar desapercibido. Pero siempre está ligado a su personalidad, es algo que se lleva toda la vida. Puede aparecer con comportamiento como ser muy literales, no entender dobles sentidos, meter la pata con lo que dicen, tener intereses muy excluyentes, desórdenes en el procesamiento sensorial, torpeza motriz, resistencia al cambio. Pero puede ser que alguien pase por debajo del radar, sobre todo las mujeres con el enmascaramiento. Son estrategias que se tienen para disimular estas características que no son aceptadas socialmente. Muchas veces lo que hacen, al sentir que no encajan en el mundo social, es observar a las personas que se les da más fácil la vida social e imitarlas. Pero esto puede resultar agotador, estar impostando un personaje con el objetivo de pertenecer”, describe Rattazzi.
A un adulto llegar al diagnóstico le da mucho alivio, le trae resignificación y comprensión de lo que le ha sucedido a lo largo de la vida. En algunos casos, hasta una justificación para entender por qué les pasaron determinadas cosas y nadie las sabía entender y eran mal juzgados. Es importante entender que tener un diagnóstico no significa que se necesita apoyo o tratamiento”, agrega Rattazzi.
Se estima que, a nivel mundial, una de cada 36 personas tiene algún trastorno del espectro autista, cuyo diagnóstico e incidencia viene creciendo en las nuevas generaciones. Sin embargo, también existe un importante subdiagnóstico, ya que hasta hace unos años muchas de las condiciones que hoy se definen como neurodivergencias se confundían con problemas de conducta, trastornos de ansiedad, depresión, problemas psiquiátricos o de aprendizaje, que en realidad eran comorbilidades del diagnóstico principal al que pocas veces se llegaba.
“Hoy hay muchos adultos que estuvieron en la búsqueda de su identidad y llegan al diagnóstico con mucho agotamiento, esto se llama fatiga de identidad. Por eso encuentran un real alivio en un diagnóstico de autismo. Es no saberse fallados, sino que hay una real dificultad o desafíos en el plano social. Muchas personas quizás llevan una vida social muy activa, pero después terminan agotadas”, sostiene Matías Cadaveira, psicólogo especializado en TEA y autor de varios libros.
Muchos adultos, añade, enmascaran sus dificultades para encajar socialmente. Recibir un diagnóstico en la vida adulta puede traer alivio. También puede implicar un cambio en las rutinas, en la organización de lo cotidiano. “No todas las personas con autismo necesitan apoyos, o tratamiento, todo va a depender de la cantidad de comorbilidades que una persona tenga; si tiene o no discapacidad intelectual, si tiene ansiedad o si está sufriendo bullying, entre otras cuestiones. En definitiva, hay que evaluar cuánto interfiere el trastorno en tu vida; dependiendo de cuánto se complique la vida diaria el procesar los estímulos de determinada forma, se requerirán ajustes”, advierte.
La influencer del TEA
Sol Camila Lugo, conocida como Sunny, tiene 27 años, es actriz, cantante y desde hace algún tiempo, influencer del autismo, ya que desde Instagram y Tik Tok va contando la cotidianeidad de una persona con TEA. Ella reivindica el término autista. Hace algunos años, se cambió esa denominación por la de persona con autismo, para no anteponer el diagnóstico a la persona. “Es lo que yo soy. No es una mochila que viene conmigo”, señala Lugo.
En sus redes suele contar experiencias tales como qué le pasa cuando se baña y se lava el pelo: explica que la hipersensibilidad que tiene ante los estímulos de la ducha le generan un fuerte malestar. Primero el sonido de la ducha sobre su cabeza, después la sensación de permanecer con el pelo mojado. Pero eso no significa que no se lave o no se bañe. Sin embargo, algunos comentarios en las redes pueden resultar muy hirientes. Lugo decide ignorarlos y sabe que su aporte ayuda a que otras personas puedan reconocerse en las características del diagnóstico y consultar a un especialista.
“Esto no es una enfermedad. Es una condición que va a estar presente toda mi vida. Me llevó mucho tiempo llegar a este diagnóstico. En la secundaria sufrí mucho bullying. A lo largo de mi vida, recibí distintos diagnósticos que no eran o que eran secundarios. Hasta que a los 20 años finalmente descubrí que soy autista. Para mí, significó sacarme otras etiquetas que me atormentaban, como que soy vaga, que soy tonta, que soy lenta, que me gustan cosas de vieja. Tener un diagnóstico me sirvió para entenderme, a ser empática conmigo misma, me sirvió para aprender que puedo pedir adaptaciones cuando las necesito. Que estar en un entorno con demasiados estímulos no me hace bien, pero que lo puedo manejar; que puedo elegir exposiciones no tan prolongadas, cuidarme a mí y regular mis emociones”, relata.
Uno de los mayores hallazgos, dice, fue entender que el cerebro autista procesa distinto la información. Y que una de estas características es que muchas de las sensaciones se detectan y atraviesan el mismo punto del cerebro que procesa el dolor. Entonces, “puede ser que tenga hambre, o ganas de ir al baño, o que sienta mucha alegría, pero en mi cerebro mucho de esto se activa como sensación de dolor”, explica. Desde que llegó al diagnóstico, aprendió que hay elementos sensoriales que le permiten autoregularse y no tener crisis por excesos de estímulos. Y que si no se preserva a ella misma de las situaciones que le generan mucho estrés, puede terminar agotada. Y que ese agotamiento es mucho mayor cuando intenta estar a la altura de las demandas sociales.
María Gracia Vícari es nutricionista y madre de León, de 9 años, y Theo, de 7, los dos con diagnóstico de autismo. El mayor lo recibió hace un año y el menor, hace menos de un mes. Como ella se sentía tan identificada con las características de su hijo, decidió pedir una evaluación: el resultado fue que ella tiene trastorno de déficit atencional con hiperactividad (TDAH), otra de las llamadas neurodivergencias, que muchos especialistas consideran que tiene muchos puntos en común con el TEA. “Llegar al diagnóstico siendo ya adulta, mamá y profesional es duro, pero a la vez alivia. Porque entendés que eso que te pasa o como sos no es porque sos un desastre o una mala madre, sino que tenés que entenderte para poder ayudarte. Siempre me sentí culpable por tener que ponerme una alarma para ir a buscar a mis hijos al colegio o para tomar agua. ¿Cómo me podía olvidar de algo así? ¿Cómo podía ser que fuera cuatro veces al baño a buscar el teléfono y me lo olvidara? Pero entendí qué es lo que lo causa y qué necesito hacer. No es fácil contarlo, sobre todo cuando sos grande, porque las discapacidades invisibles son las más dolorosas. Encontrarme con otros adultos diagnosticados de grandes fue sanador”, recuerda.
De hecho, desde hace un tiempo forma parte de un grupo de Whatsapp que se llama Los Doris, por la amiga desmemoriada del padre del pececito Nemo, de la película de Disney. “La primera vez que hicimos un encuentro real, fue un caos. Aunque estábamos enfrente, no nos podíamos encontrar por nuestra dificultad de concentrarnos, pero de pronto sentís que no estás sola y dejás de culparte”, suma.
Lourdes Prado Méndez tiene 43 años y hace diez descubrió que eso que siempre le pasaba era autismo. “Tardé diez años en poder contarlo”, sentencia. Fue a partir de características que encontraba en su hijo que decidió evaluarse. “Yo no sabía nada de autismo. Siempre había vivido con mi familia, muy cuidada; en la escuela no me iba muy bien, pero la piloteaba. Hasta que me mudé sola y los estímulos del mundo real desataron muchas crisis de ansiedad. Llegaba una y otra vez a la guardia, diciéndole que me dolía todo, pero no podía explicar qué me dolía o qué me causaba tanta angustia. Pensaron que era trastorno de ansiedad o problemas psiquiátricos. Cuando empecé a leer, para entender qué le pasaba a mi hijo, fue como verme a un espejo. Esa soy yo”, dice.
Como es guionista y escritora, la mayor parte de su trabajo transcurre en soledad. Tiene cuatro hijos y dos de ellos fueron diagnosticados con Asperger, que está dentro del espectro autista. “La convivencia es buena, porque nos entendemos y respetamos”, apunta.
“No me gusta que la gente hable del diagnóstico de los demás, o que cuestione alguien si una persona es más o menos autista, o que diga impunemente que alguien está actuando los síntomas. Realmente no saben el daño que hace eso”, concluye.
Más información
- El Programa Argentino para Niños, Adolescentes y Adultos con Condición del Espectro Autista (Panaacea) es una organización sin fines de lucro dedicada a mejorar la calidad de vida de las personas con condiciones del espectro autista y de sus familias, a través de la concientización, capacitación, intervención, investigación e incidencia en políticas públicas integrado por un grupo de profesionales de la salud y la educación. Si tenés dudas, a cualquier edad puede realizarse un diagnóstico. Ingresá a panaacea.org y solicitá una videoconsulta.
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