El caso argentino: de la grandeza a la miseria
Cuando el diario LA NACION fue fundado, el 4 de enero de 1870, el país vivía las vísperas históricas de un largo período de apogeo económico. A principios del siglo XX, la Argentina era uno de los diez países más ricos del mundo. Suscribió los principios de una globalización avant la lettre con una política de apertura comercial, de libre circulación de bienes y de estabilidad monetaria. Hasta la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la renta per cápita de la Argentina era similar a la de los Estados Unidos y estaba muy por encima de los principales países europeos.
En el otro extremo del tiempo, que no es otro que el presente, la Argentina viene de vivir 30 años con índices de pobreza que promediaron el 27% de la población. El producto bruto interno creció, también en promedio, solo un 1% anual en las últimas tres décadas, una cifra inferior al crecimiento de la población.
Tal vez el instante que quebró para siempre la historia argentina haya sido el golpe de 1930, que derrocó al presidente radical Hipólito Yrigoyen, porque fue también el momento en que la burocracia del Estado empezó a pasar de manos según la facción gobernante.
Una cultura de autarquía económica, de excesivo intervencionismo del Estado y de escasa seguridad jurídica se instaló en la dirigencia política, sea peronista, radical o militar, cuando los uniformados constituían también un importante partido político
El proceso se profundizó con la llegada de Juan Domingo Perón, en 1946, que abandonó definitivamente las políticas que habían hecho grande al país. También se instaló la idea de que la democracia se limitaba solo a un día de elecciones, porque el caudillo triunfante se convertía automáticamente en dueño de las instituciones y las libertades. El derecho de las minorías desapareció. La Constitución se podía cambiar de acuerdo al proyecto político (y a la ambición personal) del líder.
El caso argentino, un país que pasó de la grandeza a la miseria, ha sido estudiado en todo el mundo. Hay muy pocas explicaciones. Lo cierto es que una cultura de autarquía económica, de excesivo intervencionismo del Estado y de escasa seguridad jurídica se instaló en la dirigencia política, sea peronista, radical o militar, cuando los uniformados constituían también un importante partido político.
De un extremo al otro
Esa cultura en el ámbito económico convivió con una política siempre binaria, que primero dividió a radicales y conservadores, después a peronistas y radicales, y, más cerca en el tiempo, a kirchneristas y antikirchneristas.
No hay experiencias en el mundo occidental de un país que haya vivido en apenas 40 años una guerra interna entre grupos insurreccionales armados y militares que violaron sistemáticamente los derechos humanos; dos hiperinflaciones; dos confiscaciones de depósitos; incautación de dólares ahorrados por la sociedad; el período más largo de depresión económica (una categoría más grave que la recesión), que fue desde 1998 hasta 2003, y el default de la deuda pública más grande de la historia de la humanidad.
El escaso compromiso de la dirigencia política con una noción certera de la nación, el personalismo en la conducción del Estado y la sucesiva captación de este como un botín político provocaron un fracaso detrás de otro
Una sola de esas crisis habría significado una tragedia histórica para más de una generación en cualquier país. Todo junto en tan poco tiempo, y en perjuicio de varias generaciones, provocó inevitablemente un trauma político y social que no ha concluido.
Desde la restauración democrática, en 1983, el país vivió entre profundas crisis económicas y proyectos políticos fundacionales. El escaso compromiso de la dirigencia política con una noción certera de la nación, el personalismo en la conducción del Estado y la sucesiva captación de este como un botín político provocaron un fracaso detrás de otro.
La economía fue como un barrilete loco que salta siempre de un extremo a otro. De cierto keynesianismo de Raúl Alfonsín al liberalismo extremo de Carlos Menem (no exento de innumerables denuncias de corrupción), del nacionalismo autárquico de Néstor y Cristina Kirchner (también cargado de presuntos hechos corruptos) al regreso del liberalismo con Mauricio Macri, aunque en una versión más blanda que la de Menem. Esa falta de un eje cierto para las certidumbres económicas alejó a inversores locales y extranjeros y depositó el ahorro nacional en bancos del exterior.
La Argentina es un país carente de un sistema financiero sólido si se lo entiende como un motor de la economía a través del crédito al sector público y al sector privado. Las muchas devaluaciones de los últimos años y la inflación permanentemente alta fueron creando de hecho un sistema bimonetario, en el que la sociedad tiene al dólar como moneda de ahorro y al peso como moneda transaccional. Un país sin moneda y sin crédito carece necesariamente de una economía previsible y en crecimiento constante.
La nueva democracia argentina le dio poca importancia a la economía. Si bien Raúl Alfonsín cumplió acabadamente con su principal promesa electoral, la reinstalación de un sistema democrático y de libertades públicas (lo que le valió el título post mortem de "padre de la democracia"), también es cierto que en los años buenos de su gobierno se dejó llevar por proyectos políticos faraónicos como la reforma de la Constitución, la creación del tercer movimiento histórico (después del yrigoyenismo y del peronismo) y el imposible traslado de la capital del país.
La economía fue como un barrilete loco que salta siempre de un extremo a otro. De cierto keynesianismo de
Semejantes objetivos políticos relegaron necesariamente la economía, que Alfonsín había heredado con el default de los militares. La economía que gobernó Alfonsín era frágil antes de Alfonsín. La oscilación (y, muchas veces, la contradicción) entre una conducción económica razonable (en manos de Juan Sourrouille y José Luis Machinea) y las necesidades políticas del presidente radical terminó, en 1989, en la hiperinflación y la salida anticipada del poder por parte de Alfonsín.
Como buen peronista, Menem se acomodó luego a los nuevos vientos del mundo y a los requerimientos de la sociedad. Pasó de beligerantes promesas nacionalistas en la campaña electoral a suscribir in totumlo que se llamó el Consenso de Washington. La política económica en sí de Menem empezó mucho después de que asumió, cuando le dio el poder del Ministerio de Economía a Domingo Cavallo. Antes, Menem tuvo otra hiperinflación.
La política de Cavallo, que promovía la privatización de las empresas de servicios públicos y aceptaba de hecho una economía bimonetaria (el peso valía lo mismo que el dólar y eran intercambiables), produjo un tiempo de crecimiento económico y de tranquilidad social. La política se enamoró de una herramienta de política económica coyuntural, como era la convertibilidad. Sobre todo el presidente de entonces. Menem se aferró a la convertibilidad soñando con sucesivas reelecciones. El éxito momentáneo de la convertibilidad ya le había permitido la reforma de la Constitución en beneficio suyo.
Nadie advirtió que la ley que estableció la convertibilidad debió incluir un artículo que prohibiera el endeudamiento del Estado. Imposibilitado por ley a emitir más pesos que los dólares que había en el Banco Central, el gobierno se dedicó a contraer deuda. Esa deuda, cuyo tamaño era impagable para la economía argentina, le estallaría a su sucesor poco tiempo después.
El trauma de 2001
El problema fundamental de Fernando de la Rúa, más allá de la crisis que tuvo en la coalición que lo llevó al poder, fue que no quiso salir de la convertibilidad, que ya a esas alturas era una antigualla que nadie quería mandar al desván de las cosas inservibles. Es cierto que la sociedad argentina no quería abandonar la convertibilidad, que le había dado la irreal certeza de que el peso valía lo mismo que el dólar y que este era de fácil acceso. Cuando De la Rúa debió condicionar la salida de divisas de los bancos, comenzó la fenomenal crisis de 2001.
La Argentina nunca volvió a ser la misma después de esa crisis. Sobre todo, luego de que el peronismo de Adolfo Rodríguez Saá, presidente durante siete días, declaró un default de dimensiones únicas en la historia mundial delante de una festiva asamblea de senadores y diputados. El trauma social que provocó ese estallido, la suspicacia de los inversores y la desconfianza de los mercados internacionales de crédito perduran hasta hoy.
Cuatro años después de la victoria de Macri, el peronismo mezclado con el kirchnerismo volvió a ganar el poder. En el mundo aparecía un nuevo modelo de protesta social, indescriptiblemente violenta, movilizada por las nuevas tecnologías de la comunicación
El proceso que siguió es historia reciente. El kirchnerismo tuvo a su favor una revalorización enorme de los precios de las commodities en el mundo y, fundamentalmente, de la soja. La Argentina recibió dólares como no lo hacía desde la Segunda Guerra, cuando se convirtió en uno de los principales proveedores de alimentos del mundo. No sirvió de nada. El kirchnerismo se ocupó de hacer populismo con esos recursos hasta agotarlos. Agotó también los stocks nacionales de carne, de energía, y las reservas del Banco Central. Volvió a instalar un sistema político autoritario, de persecución a los opositores y críticos. Olvidó el principio de la división de poderes.
La llegada de Mauricio Macri al poder cambió ese clima político, restituyó totalmente las libertades y respetó a las minorías. Pero no pudo resolver la crisis de la economía, que puede resumirse en alto déficit fiscal (ya sea por los gastos o por los pagos de la deuda), alta inflación y escasez de dólares en una sociedad que no puede vivir tranquila sin dólares.
Cuatro años después de la victoria de Macri, el peronismo mezclado con el kirchnerismo volvió a ganar el poder. En el mundo aparecía un nuevo modelo de protesta social, indescriptiblemente violenta, movilizada por las nuevas tecnologías de la comunicación.
Durante un siglo y medio, LA NACION estuvo contando esa historia nacional y también la del mundo. Hay muy pocas instituciones en el país con tantos años, con tanta vocación de renovarse según el incesante progreso tecnológico de los medios periodísticos y, al mismo tiempo, con tanta coherencia.