El Café Porteño: secretos y virtudes de un símbolo aún en tiempos digitales
Hoy los Bares Notables de Buenos Aires festejan su día, testigos de encuentros, reflexiones y actividades culturales; marca imborrable de nuestra identidad
Charly -que se llama Carlos y lleva 46 años trabajando en el Florida Garden, en la esquina de Florida y Paraguay- se toma apenas un minuto para personalizar el plato de su cliente, un abogado que espera al otro lado de la barra con los ojos atentos en el diario del día. En este café notable, al igual que en los más de 80 que hay en la ciudad, el carácter individual del cliente no se imprime con un marcador indeleble en un vaso importado de cartón ni tiene ninguna estrategia de marketing por detrás. Una vez que sale el plato de la cocina, Charly se toma esos sesenta segundos para quitarle la piel al pollo y para rociar con aceite de oliva el puré mixto sin sal. Nunca le preguntó a su cliente si debía hacerlo: lo hace porque tiene data, lo conoce. “Le gusta comer lo más sano posible”, dirá después cuando se lo consulte por ese gesto casi familiar. “¿Viste que me agradeció la comida y dijo que le gustó? Eso es lo que importa”.
El Café, ese templo de identidad porteña que hoy celebra su día en conmemoración a la apertura de la actual entrada del Café Tortoni, sobre Av. de Mayo, aún funciona como una extensión del propio hogar. Esa rara sinfonía de murmullos, molinillos de café, vajilla, teléfonos que suenan y gaseosas que se destapan constituye la banda de sonido de reuniones de trabajo, tardes de estudio, lectura y debates no siempre profundos, pero necesarios. “Son preservados de la idiotez: la gente habla de verdad en los Cafés, y es un lugar en el que se puede escribir: el ruido no perturba, acompaña”, dice la escritora Liliana Heker, desde la cabecera de una mesa del Café La Poesía, en la esquina de Chile y Bolívar.
Aún en pleno mediodía y con el ir y venir de los menús ejecutivos, el que predomina es el olor del café. Charly, quien dedicó buena parte de su vida a servir cafés, se enorgullece de haber sabido utilizar las máquinas que no eran automáticas. “Antes el que hacía el café se dedicaba sólo a eso, tanto que al final del día te ibas con la marca de la manija en la palma de la mano”, dice. Eran tiempos artesanales, de descargar el café a ojo, de chequear el termómetro para medir la temperatura del agua y de volver a repetir todo el proceso si salía quemado. “Hoy ya no hace falta saber mucho, las máquinas hacen todo solas”, dice, pero sin criticar. “No es que antes fuera mejor, pero sí tenía otro cariño”.
Señores de traje con corbatas que aprietan papadas hasta el ahogo y caballeros prácticos con camperas Uniqlo; mujeres que almuerzan solas pero acompañadas desde el Whatsapp y amigas que se juntan para ponerse al día; hombres que arrancan solos y que terminan intercambiando gritos de mesa a mesa: ellos, todos, están como en su casa. “Ningún porteño se siente extraño en un café”, dice Carlos Cantini, escritor y gestor cultural, autor de Café Contado, una web que hizo casi por obligación y que pensó que no iba a poder darle mucha letra, hasta que se dio cuenta de que todos los cafés son distintos aunque iguales.
Museo de historia porteña y de sus costumbres, un café notable debe reunir ciertas características, o al menos algunas de ellas: una determinada cantidad de años en el rubro, que dentro de sus paredes hayan ocurrido sucesos que puedan ser de interés cultural y que, además, pueda ser considerado un referente, un infaltable que le dé identidad a un barrio o una esquina. “Así como otras ciudades se vanaglorian de que cada 400 metros hay una parada de subtes, Buenos Aires lo hace con sus cafés”, dice Cantini. Y algo de razón tiene: aunque no estén reunidos bajo una misma marca ni sean globales ni con dueños millonarios, los cafés porteños poseen una identidad colectiva, un prestigio ganado con tiempo, simbología propia y una personalización casi invisible, de esas que no se pueden compartir en Instagram.
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