El café La Paz dejó atrás la bohemia y entró en la onda light
Reabrió sus puertas la tradicional confitería de Corrientes y Montevideo
El clásico café La Paz, que comenzó a funcionar en la década del ´50 y concentró gran parte de la intelectualidad noctámbula, abrió nuevamente sus puertas al público, pero esta vez reformado y modernizado.
Desde noviembre del año último, el viejo café de Corrientes y Montevideo estuvo cerrado.
Durante ese tiempo, los dueños del local, junto con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, lo restauraron para que no pierda su condición de patrimonio cultural, ya que se lo considera parte de la historia de Buenos Aires.
El antes y el después
El bar fue inaugurado en 1944, y hasta 1972 fue frecuentado por artistas e intelectuales de los más variados sectores, con preponderancia de las vanguardias de izquierda. Su decadencia comenzó con el último gobierno militar, cuando muchos de sus habitués debieron exiliarse o desaparecieron por pensar diferente.
Resurgió en la primavera de 1983, aunque sin el poder de convocatoria de los viejos tiempos.
La necesidad de renovación del café trajo muchas controversias. Se temió que La Paz se convirtiese en una pizzería o en un bar más de los que existen en la capital porteña.
Si bien no había ninguna reglamentación que coartara la decisión de los dueños, existió un consenso con el Gobierno de la Ciudad para mantener esa esquina característica.
Imaginario colectivo
Uno de los socios del café La Paz, José Luis Caneiro, dijo a La Nación : "Somos conscientes de lo que fue La Paz en Buenos Aires, de la presencia que tiene en el imaginario colectivo, por eso intentamos darle la forma que la mayoría de la gente creía que debía tener el bar".
Por otra parte, el director de Planeamiento Urbano del gobierno porteño, Enrique García Espil, destacó: "Buscábamos mantener la particularidad de la zona, no queríamos que fuese un bar más".
La restauración apuntó a dos frentes. Uno encargado de evocar un café de los Õ50 y otro vinculado con la infraestructura.
De esta manera, se conserva el espíritu de los viejos cafés, con mesas y sillas de madera, divisores como los de las casas antiguas, pero convertido en un bar de los Õ90, con un salón confortable, baños modernos y mejor servicio.
Para no alejarlo de su vinculación con la cultura, existe un entrepiso donde se exponen pinturas, además de la presencia de un piano.
Los habitués
Entre 1950 y 1970 la clientela del bar estaba segmentada; grupos de intelectuales se daban cita en el lugar para pasar un rato agradable y beber tragos junto a los amigos.
El nuevo bar tiene otras características por la atendible razón de que ésta es otra época.
José Luis Caneiro dijo: "Queremos que venga el vastísimo público de la calle Corrientes. El que quiere viene a comer, a leer un libro o a charlar entre amigos".
Agregó que "a los bares no los hacen ni los dueños ni los arquitectos, sino la gente que los habita".
Mientras tanto, tal como lo apuntó Caneiro, ayer, en el bar, había una señora comiendo pizza al lado de un hombre de negocios, aparentemente, haciendo cuentas, un grupo de jóvenes amigos conversando y otros tantos diseminados por el salón.
Entre los concurrentes, Ana Laura Alvarez dijo que es muy positivo el trabajo que hicieron: "Ahora da gusto venir a tomar algo a este lugar".
Claudio Jackson, de 68 años, aseguró que "era necesario que un bar tan lindo fuese remodelado y mantenido, ya que es parte de la tradición de Buenos Aires".
De barbas, pipas y revoluciones truncas
Era imposible no volver al lugar de los sueños de adolescente. Aquellos de los Õ60, con un libro debajo del brazo y el espíritu de revolucionario de café. Y ayer volví, horas después de su reinauguración, al legendario cafe La Paz. Eso sí: con menos pelos, más kilos, pero al menos con el mismo espíritu.
Me senté a una mesa, pedí un café y abrí el libro, que poco tenía que ver con alguno de aquellos de otro tiempo. Nada de Lacan, de Proust o el mismísimo Freud. Y ni qué hablar de La Vanguardia, que podía comprarse, sin mucho secreto, en la vereda.
Ahí, en ese momento, en pleno mediodía porteño, cuando abría el sobrecito de edulcorante, sin la azucarera de acero a mano, me di cuenta de que el tiempo no había transcurrido en vano.
Marrones, viejos y nuevos
Nada quedó de las mesas marrones, casi negras por las colillas de los cigarrilos; ni de las sillas que, sin moverlas, ya hacían ruido. Ahora, las mesas y las sillas también son marrones. Pero impecables.
Levanté la vista y miré atentamente la barra. Me emocioné. Ahí, impecable, imperturbable, estaba la vieja chopera. Exactamente la misma. De bronce, naturalmente restaurada, pero diría que con el mismo porte, casi desafiante, de otra época.
Giré, y desde mi mesa, convertida en una máquina del tiempo, clavé la vista en cada rincón. No había libros abiertos ni revolucionarios de café. Nada de gente con barba ni del mítico pocillo de café que alargaba la tarde y la noche. Ni siquiera la copita de ginebra que convertía en eruditos a los que sólo habían leído el prólogo de un libro. Sucede que ahora es el tiempo de la comida rápida, con los infaltables menús light.
Otra vez un repaso visual. Ni un papel con una lapicera lista para garabatear un poema a la dama de turno. Generalmente una consuetudinaria estudiante de psicología, que uno nunca uno llegaría a saber si había pisado un claustro universitario pero que dominaba casi a la perfección los vericuetos de Freud. Ahora también están la mujer y el hombre, pero él aferrado a su teléfono celular, como si esa hermosa mujer fuese un adorno en la tertulia.
De pronto me acordé de aquellas redadas de la policía. De aquella policía que entraba, saludaba y pedía documentos. Y se iba con el deber cumplido. Porque en realidad, en aquellos tiempos de sueños, nunca vi ningún arma, como no fuera la de la palabra encendida de pasión de muchachos que, en una mesa y café de por medio, pretendían arreglar el mundo.
Cerré el libro, pagué el café y me perdí en la calle Corrientes. Con mis sueños de revolucionario de café a cuestas.