
El aviador italiano que aterrizó en el teatro argentino
Laura Linares LA NACION
Sólo hay que sentarse. El telón de la memoria se abre sin preámbulos y es la vida, como en el teatro. Pero en un teatro montado para televisión, a su manera muy actual, con una comedia de enredos acelerada, sin orden, que mezcla asombros y absurdos, iluminaciones y confusiones de 88 años de acción sin respiro. Y todo en italiano, "perché mi piace". (Amén.)
El protagonista es Nino (Antonio, Antonino) Fortuna (en general buena). Olazábal es sólo una calle del barrio de Belgrano, donde vivía cuando necesitó un nombre artístico. Su historia empieza en la región de los Abruzos, Italia, en 1922. El pueblo es Avezzano y Europa es un sordo temblor que se prepara, entre roces todavía inconexos, para la gran masacre que comenzaría quince años después.
La primera escena ocurre todavía antes, en L’Aquila, en 1915. La ciudad y sus alrededores son destruidos hasta los escombros por un terremoto pavoroso que deja 30.000 muertos en 30 segundos. Bajo los restos de una pared, una voz ahogada pide auxilio y es el mismísimo don Orione, entonces un desesperado curita en bicicleta, quien oye y salva a la muchacha de 15 años, llevándola en brazos hasta el refugio más cercano. La muchacha es Elena y será la madre de Nino. El padre de Nino se llama Angel, pero es ateo. También es un marqués que devuelve su título de nobleza por fervor político. Gran amigo del jefe del Partido Socialista Italiano, Giacomo Matteotti, cuando éste es asesinado -en junio de 1924, después de un valiente discurso en el Congreso contra el Partido Nacional Fascista-, Angel Fortuna debe escapar a los Estados Unidos. Lo logra porque es masón, y lo hace disfrazado de cura.
Ese es el mundo que se está incubando cuando, en el ventoso invierno de 1922, la partera deja la puerta abierta al salir, entra el helado aire de montaña y la madre reciente contrae neumonía. Al bebe recién nacido debe amamantarlo una campesina hasta pasado el año y medio. Elena sobrevive y cuando Nino la reencuentra no la vuelve a perder, ni en su memoria. Es la mamma , la que, estando el padre ausente, los sostiene a él y a su hermano menor con un pequeño viñedo.
Pausa (breve). El nuevo escenario es el patio de la escuela de pueblo. Un chiquilín flacucho y determinado, de 8 años, de quien se burla un grupito del mismo curso, le rompe la nariz de un trompazo al brutote cabecilla, hijo del alcalde del pueblo, fascista.
La tía del flacucho (Nino) convence al alcalde de que la pelea fue un empate: dos narices rotas. Pero inmediatamente le explica a la madre que hay que sacar al nene de la escuela antes de que su nariz pierda el invicto y de que el brutote adulto se entere de quién es el padre del chico. Como no hay otras escuelas en el pueblo, sólo queda el seminario. Allí, Gaetano Tantalo, un sacerdote jesuita recién ordenado, se vuelve su tutor. Es don Gaetano. Desde entonces, una figura fundamental para Nino, y, más adelante, un aspirante a santo de la iglesia italiana y un héroe para los refugiados judíos de la región.
A los 17, Nino es osado, imaginativo, quiere volar, literalmente. Aunque ese año hay 12.800 aspirantes -se lo recalcan-, igual se anota para dar el examen de ingreso a la Real Academia de Aeronáutica. Entran 250. Uno es él, que pasó con las mejores calificaciones en italiano y sólo raspando en matemáticas.
El nuevo escenario es el suntuoso Palacio Real de Caserta, cercano a Nápoles, donde funciona la Academia. En uniforme azul, con un águila en el pecho, jura lealtad a Víctor Manuel III. Y, desde entonces hasta hoy, insiste en que él es un monárquico liberal. También será antiperonista y amigo de Perón; pero eso ocurrirá en otra mitad del siglo y en otro mundo. Por ahora está en la epifanía de la primera juventud. Incluso logra, como cadete gracioso y audaz, ser amante de la mujer del capitán y tener los encuentros galantes en la cama que fue de la princesa María Cristina (una habitación cerrada en el palacio, de la que consigue la llave y la gloria del lecho con baldaquino).
Los de la Academia son sus tres años de escenas casi cinematográficas. En el segundo verano, en vacaciones, su compañero y amigo Mario Eugeni lo invita a pasar unos días en la casa de sus padres, en Roma. Así como el padre de Nino era socialista y masón, el padre de Mario era un rico general fascista. Nino, a los 19 años, era ecuménico; tenía un uniforme elegante para conquistar chicas y podía seducirlas recitando a Dante. Eso y aprender a pilotear aviones era suficiente para él.
Entre los invitados a cenar en la casa de los Eugeni había una muy joven y exitosa bailarina clásica, que él llama -ocultando caballerosamente el nombre- Dari. Finalizada la comida, los más jóvenes salen a bailar. Nino y Dari se enamoran furiosamente desde las primeras vueltas de vals en la pista, y terminan en la casa -y en la cama- de Dari, donde la estrella vivía sola. No fue un fin de semana, fue toda una semana apoteótica entre las sábanas, según el recuerdo de Nino. Después, la guerra.
Los cadetes de su promoción ya tenían el grado de teniente y piloteaban aviones caza en el ejército de Mussolini. "Extraordinarios", los aviones, pero pocos. Al final, no había nafta.
Nino está en Roma en 1943; el rey terminaba de firmar un armisticio con los aliados, que habían desembarcado en el sur de Italia, pero el Norte estaba ocupado por los alemanes y, ahora también, Roma, "ciudad abierta", teóricamente desmilitarizada. Allí, siempre con el uniforme de la Academia pero abandonado a su suerte, participa en el Grupo de Acción Patriótica (GAP), con acciones partisanas comandadas por su antiguo profesor de geometría analítica, que, a su vez, estaba conectado con un obispo cuyo nombre no se mencionaba, pero se suponía: monseñor Giovanni Battista Montini, que después sería el papa Pablo VI.
Una de las misiones por cumplir era sacar la mayor cantidad de judíos de la ciudad, antes del cierre del gueto. Manejando un camión lleno de bolsas con papas traídas del Sur, para que la iglesia repartiera, convenció al control alemán de que, en realidad, estaba en el mercado negro, por lo que podía darles una coima. Los alemanes, creyendo que ése era el truco, aceptaron el dinero y lo dejaron pasar, once veces, sin controlar que su acompañante no era el mismo al entrar que al salir.
El profesor Sorrentino, que dirigía la célula formada por cuatro o cinco de sus ex alumnos, llamada "Z" por el nombre del curso en la Academia (Zodíaco), citó, a mediados de marzo de 1944, a un encuentro secreto de los muchachos con el coronel Montezzemolo, un héroe entre los partisanos. El día acordado Nino fue puntual, pero nadie acudió al lugar. Más tarde, se enteró de que todos habían sido masacrados en la fosas Ardeatinas, con otros 330 italianos -partisanos, judíos y presos- como represalia a un ataque al cuartel de policía alemán.
¿Dónde estaba Nino durante la redada? Tal vez en la Opera, o en la Academia de Arte Dramático, colado entre los alumnos -jóvenes como Vittorio Gassman, Nino Manfredi, Marcelo Mastroianni, Ugo Tognazzi-, porque ésos eran sus refugios preferidos después del toque de queda. Allí empezaba a aprender el oficio de su segunda vida.
Al final de la guerra, Italia estaba destruida. No había trabajo, Antonio Fortuna sólo tenía un grado de teniente y ya le faltaba paciencia y sumisión para llegar a capitán. Sin dinero, tampoco se casaría con Dari, su primer gran amor; ella era rica y él, orgulloso. Pero en aquella cena mítica en casa de su amigo Mario también había conocido a un matrimonio argentino, que, de algún modo, lo conectó con el embajador Ocampo Jiménez.
El embajador le dijo que un nutrido grupo de técnicos en aviación que habían trabajado en la fábrica Breda y Caprioni y se los había contratado para el Instituto Aerotécnico de Córdoba, zarparía para Buenos Aires. Podía unírseles. Y se embarcó. Era junio de 1947. Salió en verano; acá era invierno.
De Montevideo a Buenos Aires recibió su cédula de residencia junto con los otros connacionales contratados. Pero al llegar al Hotel de Inmigrantes separado del grupo, el empleado de Migraciones decidió que era ingegner y que donde se necesitaban técnicos era en Santa Cruz. Gran discusión, secuestro del documento y Nino, con 24 años y dos valijas, sentado en un banco de la plaza San Martín.
Para recuperar el documento, y si quería ser libre de elección, tenía que pagar su pasaje completo; el que le había dado el gobierno argentino sólo servía si aceptaba el destino que le fijaran. Imposible: eran 1200 pesos y él no tenía nada. Rumiando esas desgracias se quedó dormido en el banco y, al despertar, tocó en su bolsillo las cartas de recomendación que le había conseguido su madre (angustiada y por las dudas). Un primo de Elena era secretario de redacción en L´ Osservatore romano, el diario del Vaticano, y le había pedido las cartas a monseñor Montini, subsecretario de Pío XII. Una era para monseñor D´Andrea.
Una estampita y un rezo
D´Andrea lo recibió con un abrazo, seguramente dirigido a Montini, pero sólo tenía 300 pesos y una estampita. Sin embargo, le dijo que lo esperara mientras atendía a unas señoras, y que rezara. Nino se sentó en la sala y, mirando la estampita, recordó a don Gaetano. No pudo detener las lágrimas. Así, conmocionado, cansado y frágil, cuando una señora muy elegante le pidió que la acompañara él casi ni la vio, sólo la siguió hasta un auto con chofer, hasta una residencia importante y una biblioteca majestuosa donde Adela Ayarragaray de Pereda le firmó un cheque y se lo entregó. Eran mil pesos, que si alguna vez volvía a reunirlos podía donarlos al Patronato de Ciegos.
Volvió al puerto y pagó su libertad, en un soberbio gesto de revancha ante el azorado burócrata de Migraciones. Con las últimas monedas, tomó un taxi, como un señor, hasta el banco de la plaza donde, dice, se volvió a dormir. A la mañana siguiente lo despertó un canillita voceando el diario. Y entre los avisos marcó uno que pedía un mayordomo que hablara francés. El hablaba francés y, en la valija, tenía un smoking que usaba para el teatro. Obtuvo el empleo, que le duró un mes y medio; sabía demasiado de ópera y no resistía corregir a la dueña de casa cuando comentaba en las cenas sus veladas en el Colón. Pero le sirvió para empezar. En adelante, se mantuvo con artículos escritos para los diarios de la colectividad italiana. Sobre todo, como crítico de teatro. Y como lo suyo era dirigir, fundó el Piccolo Teatro Italiano di Buenos Aires, donde, entre 1950 y 1957, montó, en italiano y por amor al arte, ochenta piezas de sus connacionales. La primera, Filomena Marturano .
En 1954 decidió fundar la Asociación Italo Argentina para tener una sala bien armada. Y para comprometer en ello al gobierno fue a ver al secretario de Prensa, Alejandro Apold, quien le dijo, para que se fuera, y con sorna, que sólo le prestaría atención si era amigo del presidente. Pero Fortuna ya estaba dentro de la Casa Rosada; un escribiente anotaba los pedidos de audiencia. Se presentó y logró que lo recibieran "por cinco minutos". Cuando entró en el despacho de Perón lo saludó en italiano y le dijo que había estado «en su casa». Su casa era el Abruzzo. Perón había pasado tres años de instrucción allí, donde se enamoró de una bella abruzzense con la que se hubiera casado -dijo- si el padre de ella lo hubiera permitido. Hablaron en italiano durante una hora, y el presidente le prometió ir a la función con la que se inauguraría la asociación. Tres meses después, cuando estaba por comenzar la función de Cavalleria rusticana, apareció Perón acompañado de su edecán, el mayor Renner: " Tu non ci credevi ¿no? -le dijo burlón- Uomo di poca fede, aggiunse. ¡Sei capatosta! "
Nino era y es cabeza dura. Cuatro años después decidió hacer teatro en castellano. Alquiló un sótano en la calle Mitre y bautizó la sala Pequeño Teatro de Buenos Aires, que inauguró con La Mandrágora , de Maquiavelo, traducida por el padre de la bellísima morena Carucha Lagorio, a quien contrató como actriz para que fuera su esposa. Su matrimonio fue para toda la vida. Con el teatro se fundió enseguida.
Apremiado por la falta de dinero fue a trabajar a la Fiat. El director de la firma, Oberdan Sallustro, le pidió encargarse de una campaña publicitaria para el Fiat 600, y él eligió un medio todavía nuevo, la televisión. Llamó a su amiga Blackie y le propuso que organizara un programa semanal, de una hora, durante un año, con el auspicio exclusivo de Fiat. Fue Festival 62, un éxito que lo vinculó con la TV. Al año siguiente, el dueño de la fábrica de autos Issar le pide organizar un programa de TV con el auspicio de su firma. Y Antonio Fortuna, ahora Nino Fortuna Olazábal, cristaliza al fin lo que sabe hacer: Teatro como en el teatro . Un programa dominical que comenzó en Canal 9, y que se mantuvo en la pantalla, en forma intermitente, durante treinta años.
Capatosta , no hay duda. Pero con una inteligencia vivaz, llena de picardía, con la que logra, todavía hoy, lo que el instinto le exige: su propia libertad.
El personaje
NINO FORTUNA OLAZABAL
Productor teatral
- Quién es : nacido en Italia hace 88 años, desarrolló en Buenos Aires una larga carrera en la producción teatral. Teniente piloto de la Real Academia de Aeronáutica Italiana, emigró a la Argentina en 1947.
- Qué hizo : además de escribir, tradujo y adaptó obras de teatro de autores italianos, y se dedicó a la dirección, puesta en escena y producción teatral durante cincuenta años. Su trabajo más recordado es el programa televisivo Teatro como en el teatro, por el que obtuvo un Martín Fierro, que permaneció en pantalla a lo largo de treinta años.
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