Juan Diápolo es maestro mayor de obras y, en dos hectáreas en Albardón, pueblo sanjuanino sobre la ruta 40, creó una bodega y produce jamones
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ALBARDÓN, San Juan.– Albardón es un pueblo recostado al pie de las sierras del Villucum, festivo, popular y fuertemente identificado con el vino. Las casas conviven con viñedos y bodegas industriales con familiares. Está a 10 kilómetros de la ciudad de San Juan, sobre la ruta 40, con casas bajas y calles arboladas. Un personaje concentra la atención: Juan Diápolo, artista sacro que vive bajo tierra, diseña iglesias, panteones, tiene su propia bodega, hace fiambres y creó un templo ecuménico para el vino.
“El vino une e interpreta todos los estados de ánimo del hombre”, dice Diápolo. Es maestro mayor de obras y ha hecho de su vida un homenaje a la libertad. Tiene dos hectáreas donde creó una bodega donde produce 12.000 litros de vino anuales. “No me interesa aumentar el volumen”, afirma. Sostiene que esa cifra es humana y puede controlarla, descree del marketing que rodea al vino. “Es popular y nos nivela”, agrega.
“No hay razón para que una botella valga miles de dólares”, cuenta. En solo dos hectáreas, construyó su casa bajo tierra. “Siento una profunda conexión con ella”, asegura. Con un sistema de aireación que él mismo diseñó le permite estar protegido de las altas y bajas temperaturas. Entre las vides construyó un hospedaje con ladrillos de adobe que tiene una cama circular con referencias a la geometría sagrada.
Cada rincón de su bodega, que llamó “El Milagro”, tiene señales que siguen un guión: consagrar la íntima relación del hombre, el arte, los silencios, la gastronomía con el vino. En el centro de su espacio descansan las barricas donde sobresalen dos grandes de moscatel, el vino insignia de Albardón, también hace malbec y cabernet sauvignon. Una sala de exposiciones alrededor de la cual se ven las botellas y una “catacumba” subterránea reservada a encuentros culinarios. Una mesa singular tiene rango de altar.
“Para todas las personas unidas, de todos los países, religiones y de todos los tiempos”. Así define al espacio estelar que ha cambiado a Albardón. “El templo ecuménico del vino”. Circular, cargado de simbolismos, y esculturas que representan a los elementos terrestres y que incluyen a todas las religiones. En un desnivel y ya debajo de la tierra, un círculo transparente contiene una estrella de cinco puntas. En su centro una piedra esférica simboliza el sol, alrededor de otras más pequeñas. Un pequeño sistema solar.
Creador de capillas, pensó en hacer una, pero entonces entendió que iba a ser selectivo. “El vino es sacramental, está en todas las religiones, pero también en todas las familias”. El espacio ecuménico, como lo llama al igual que el acceso a todo el predio es de libre acceso. “El dinero con el mundo espiritual son irreconciliables”, dice.
En su interior el silencio es total. Rodeado de vides, árboles y hierbas, el propio aroma a la tierra y la evocación constante al vino, permiten la reflexión.
“Viene gente a sanar heridas, a reencontrarse con seres queridos fallecidos”, cuenta Diápolo. Alrededor de aquella estrella y de piedras de sal, y luego de pasar por el viñedo, los visitantes se reconfortan en una introspección monacal. “El vino es mágico y es espíritu vivo”, sostiene Diápolo.
Artista reconocido
Reconocido artista, la figura de este mayor de obras que mutó a bodeguero y referente de la identidad sanjuanina tiene obras han cambiado la realidad y el paisaje de distintos pueblos. Una de sus más celebradas es el Cristo de la Misericordia en Calingasta. Monumental, se ve desde lejos en el valle.
Emplazado en lo alto de un cerro, tiene 30 metros de alto y más de 600 láminas de acero apenas separadas unas de otras, el movimiento del sol en el cielo le da diferentes reflejos a lo largo del día, por la noche se ilumina. Pesa 35.000 kilos.
Ha diseñado seis capillas y más de 40 elementos religiosos, como altares, además de tumbas y panteones para todos los credos. El trabajo que hizo en el cementerio israelita de San Juan ha transformado su estética, alejándose de la ortodoxia.
“Me llevó seis años conseguir El Milagro”, cuenta. Quería cambiar de vida y ahorró dinero. “Necesitaba estar tranquilo y poder crear”, dice. En 1997 pudo comprar las dos hectáreas en la periferia de Albardón. Cultivó vid y atravesó una grave crisis en 1998 cuando el kilo de uva valía cinco centavos. No le combino más y decidió hacer vino. “Sino lo vendía al menos tendría para tomar con mis amigos”, confiesa. En 2002 tuvo su primera botella y en 2010 logró hacer un producto que lo dejó satisfecho.
A la par, concibió su proyecto de crear un espacio artístico, de hotelería, de producción de fiambres, gastronómico y el templo dedicado al vino. “La bodega es un lugar de meditación”, afirma.
Cada rincón es exclusivo y cada detalle es original y hecho por él mismo. Pinturas, lámparas, reflejos, incluso la ubicación de cada piedra tiene un sentido y todo cuenta una historia. “Si tenés tierra, tenés garantizada la vida, pero tenés que tener ganas de trabajar”, afirma.
“Es de tal envergadura social, cultural e histórica que no se podría definir en palabras”, dice sobre el proyecto de Diápolo, Rosana Orquera, vecina de Albardón y propietaria de las cabañas Solares del Villicum. Recibe turistas de todo el mundo que quieren conocer el pueblo donde el vino familiar es una marca característica de la comunidad. “Para Albardón es muy importante, su trabajo vive en el corazón de todo albardonero”, cuenta Orquera.
“Es un ejemplo de trabajo”, dice. Su bodega y el templo ecuménico, sus obras, le han dado a Albardón el aplomo necesario para convertirse en un destino para los viajeros. “Deben tomarse el tiempo para conocerlo y hablar con él –aconseja–. Es un hombre tallado en piedra mármol bañado del mejor vino”.
Albardón es una tierra bendecida para la vid. El terroir tiene una gran diferencia térmica entre el día y la noche lo que favorece su desarrollo. Una cepa fue la que se adaptó mejor que otras: la moscatel. Cuentan que fueron los jesuitas quienes la introdujeron porque usaban este vino para la misa. Probaron el La Rioja y Santiago del Estero, pero fue en San Juan y particularmente en Albardón donde encontró su suelo ideal.
Aquí se afincaron las principales bodegas que abastecieron de vino blanco y moscatel para todo el país. “El vino de mesa siempre fue blanco y dulce”, comenta Diápolo. Esta uva alcanza su mejor momento a fines de enero, en concordancia con la fecha en donde se celebra el día del pueblo, el 24 de enero. Fue fundado en 1866.
Las albardas
Las albardas son cerros bajos, rodean al pueblo que en realidad se llama Villa General San Martín, pero coloquialmente tomó el nombre del departamento, Albardón.
Algunos hitos marcan la oferta turística y su historia. Datos de color: aquí está el autódromo de Villicum, famoso entre los fanáticos al automovilismo. La falla geológica La Laja, que en 1944 produjo el terremoto más grande y destructivo de la historia del país. En la localidad de Las Tapias aún se conserva la vieja casona del comandante Manuel Cabot, quien a fines de 1816 se usó para enlistar a negros y paisanos voluntarios que formaron parte del ejército del General San Martín que cruzó la cordillera de Los Andes.
También es una tierra que tiene la particular majestad de cobijar reservas de travertino, un mármol muy codiciado por distintos países para la construcción y para uso artístico. Gran parte de los templos de la antigua Roma están construidos con esta piedra.
“La bodega El Milagro conserva nuestra tradición”, dice Susana Rodríguez Molas, directora de turismo de Albardón. Reconoce que los turistas entran al pueblo para conocerla y llevarse sus vinos y fiambres artesanales. “Nos enorgullece tener sus vinos en nuestras mesas”, dice.
Uno de sus tesoros son sus fiambres. Su hijo José Luis está a cargo de la elaboración. La sangre italiana tiene tenacidad y no olvida sus pilares ni sus aromas. Lomo ahumado, bondiola, jamón crudo, cocido natural y mortadela con pistacchio, algunos de los productos que hace. “Siempre quise quedarme en el país y trabajar en mi tierra”, dice el responsable de elaborar estos fiambres de autor.
Un contraste hace que se acentúe la obra de Diápolo. Tiene un vecino acaudalado: Bodegas Fecovita. Es un imperio en la industria vitivinícola argentina que fracciona 270 millones de litros de vino al año, está compuesta por 54 bodegas y 29 cooperativas, 5000 productores, más de 25.000 hectáreas de viñedos, acuerdos comerciales con más de 40 países y es uno de los 10 principales grupos vitivinícolas en el mundo.
“Nos llevamos bien, hago lo que ellos no hacen y ellos lo que yo no puedo ni quiero hacer”, afirma Diápolo, un arquetipo del trabajador manual, consagrado a la paciencia.
“No sabía nada de vino”, dice. Cuando decidió embarcarse en este proyecto de vida era marmolero y dedicaba su vida a estar en el mundo de la construcción. Estuvo cinco años aprendiendo los secretos y la historia del vino. “Un día entendí su espíritu”, acuerda. Esa epifanía le obsequió una verdad. “La naturaleza hace el vino, el hombre solo lo administra”.
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