El señor Alejandro Sfeir es uno de los responsables de que el tiempo se les pase volando a todos los porteños. Él lo niega. Dice que jamás usaría el tiempo a su favor y para defenderse presenta una prueba.
"En 60 años debo confesar que nunca, pero nunca, fui puntual a mis citas. La perfección está en los relojes, yo sólo soy el hombre que les da cuerda", dice, mientras un tic-tac retumba en el campanario de la Auditoría General de la Nación, en Rivadavia 1745.
En 2002, cuando Sfeir entró por primera vez a ese edificio, el reloj estaba abandonado: donde tenía que ir un tornillo había un clavo y donde había un alambre tenía que ir una espiga. La maquinaria estaba al aire libre, expuesta a la lluvia, al viento, a la caca de paloma. Pero de a poco lo fue acomodando.
"Este reloj es único en la Ciudad. Si pasamos por enfrente del edificio y miramos para arriba, vamos a ver que hay dos figuras humanas hechas de hierro de fundición que simulan tocar la campana. Son autómatas y fueron ensamblados junto a la maquinaria en 1925 por un relojero que vino en barco desde Italia", cuenta.
El aparato aún conserva el 99 por ciento de las piezas originales. "En 93 años de uso solo se rompió alguna tuerca o arandela. Esa es la diferencia con los relojes digitales, que cada dos años sí o sí tenés que cambiarle algo", dice.
Alejandro Sfeir es técnico mecánico y empezó a estudiar relojería cuando todavía existía esa carrera. Ni bien se recibió, se sentó en su casa a reparar relojes de pulsera. Hasta que un día lo contrataron para mantener piezas monumentales.
"Desde ese momento me la pasé caminando por las terrazas del Banco Central, el Ministerio del Interior, la Torre de los Ingleses y por muchas iglesias no solo de la Ciudad, sino del país", dice.
Con sus dedos gruesos y agrietados, ya lleva más de dos décadas lubricando engranajes, apretando tornillos y ajustando los péndulos con un cronómetro. "Siempre que llego a un reloj por primera vez, pinto las piezas originales de gris para poder distinguirlas de las que repongo y siempre trato de respetar los criterios técnicos y estéticos de fábrica", dice. Es cuidadoso, prolijo y detallista.
"Cuando no existían los celulares, estos relojes tenían una función fundamental. En la actualidad se convirtieron en piezas ornamentales que le dan prestigio a ciertos edificios. Ya no creo que el sonido de las campanas acelere nuestro tranco", dice.
Cae la noche y Alejandro Sfeir, el amo y señor de los relojes porteños, no puede evitar que las agujas del reloj sigan girando. Él no es el culpable del paso del tiempo, es ni más ni menos que otra víctima.
"El apuro y las actividades que se acumulan tienen la culpa de que el tiempo se diluya. Nos despertamos cada vez más temprano para llegar con los minutos contados al trabajo. Comemos a cualquier hora y hasta perdimos la siesta. No es sólo una cuestión de nosotros, los porteños. Los argentinos tenemos un nivel de incertidumbre temporal insólito. No sabemos qué va a ser de nosotros en tres días", dice.
–¿Para usted el tiempo también se pasa volando?
–Sí. Es maravilloso que de algo tan objetivo como un reloj, surja algo tan subjetivo como el paso del tiempo. Cuando aprendí a leer las agujas, era un pibe que tenía toda una vida por delante. Hoy me paro frente a este péndulo enorme y pienso en los minutos que pasaron, las horas que perdí y los días que me quedan.
–¿Cree que su oficio sobrevivirá muchos años más?
–La verdad es que si hoy todos los relojes se paran, nadie se muere. El mercado de la relojería es cada vez más chico y no hay una oportunidad de futuro en esto. En los próximos 20 años creo que los relojes de Buenos Aires van a seguir estando porque están bien arreglados. Eso sí: no sé quién le dará cuerda.
–¿Qué aprendió de los relojes?
–Para regular un péndulo tardo mucho. Ni te cuento lo que demoro para que el Gobierno te acepte un presupuesto, en un momento del país en el que hay más ajustes que en un reloj suizo. Si algo aprendí en este oficio fue a controlar mi ansiedad.
–¿Y cómo lo logró?
–Me di cuenta de que en la vida hay que dejar que las cosas pasen. Una atrás de otra, como si fueran un engranaje. No tenemos que perder el ritmo, como si tuviésemos un péndulo adentro. Y lo más importante: nuestra cuerda no debe pasarse de tensión porque si no la campana suena antes de tiempo. El secreto está en no desesperarse y asumir que el día de mañana quizás no llegue.
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